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Nunca olvides tus raíces

La gentrificación en el barrio North End de Boston está haciendo desaparecer la cultura italoamericana que ha estado presente desde 1920.

Desde que nació, la senil ama de casa Maria Angela di Antonio ha vivido de alquiler en el primer piso de un bloque de apartamentos del barrio North End de Boston. Hace unos seis años, su casero comenzó a renovar el edificio y colocó grandes tubos a ambos lados de las ventanas. El polvo y los escombros se colaban en su apartamento y ensuciaban constantemente su comida y sus objetos personales. De forma insistente, el propietario se ofrecía a reubicarla, pero ella se negaba. Una mañana cualquiera, la mujer mayor salía del edificio y oyó un fuerte ruido. Miró hacia lo alto para comprobar de qué se trataba y se resbaló, golpeándose la cabeza contra el pavimento. A partir de ese día, nunca jamás regresó a su piso.

La renovación de los edificios y, en consecuencia, el aumento del valor de la propiedad en el vecindario ha expulsado a Maria Angela y a otros North Enders de sus hogares. Según los registros de naturalización del Tribunal de Circuito de los Estados Unidos para el Distrito de Massachusetts, en el año 2000 los italoamericanos fueron minoría en el barrio North End por primera vez desde 1920. “En un momento de la canción No Woman, No Cry, Bob Marley canta que, en este gran futuro, no debemos olvidar nuestro pasado. La gentrificación nos está haciendo perder la cultura italoamericana y depende de la población actual del barrio North End mantener nuestra identidad”, opina el fotógrafo Anthony Riccio, quien ha capturado la vida de la comunidad a lo largo de los años.

Al crecer como un niño de clase trabajadora en un antiguo barrio étnico de New Haven, Connecticut, donde los Red Sox y los Yankees estaban a la orden del día, el joven Anthony Riccio se preguntaba quiénes eran todos aquellos santos colocados en las habitaciones de su casa y cuál era ese dialecto que hablaba su abuela. “Tenía una forma de hacer las cosas que quería tratar de entender”, manifiesta. Por ello, cuando terminó la escuela secundaria, y con 150 dólares en el bolsillo, una cámara y una muda de ropa, se fue a recorrer Italia y conocer a su gente. Debido a su precaria situación económica, planeó dormir en Stanze in Famiglia, donde alquilan habitaciones por cinco dólares la noche, pero una mujer local llamada Palmira vio a aquel joven de larga barba y le recordó a su hijo Bruno, que vivía lejos. “Puedes echarte una siesta hasta que mi esposo Luigi regrese de la granja. Luego, cenaremos”, le expuso la mujer. Anthony Riccio aceptó su oferta.

Al día siguiente, se despertó y preparó la mochila para seguir su camino. “Tenía previsto dar las gracias por todo y decir adiós”, expresa. Entró en la cocina y allí le esperaba un buen desayuno. Luigi y Palmira se miraron y le preguntaron: “¿Qué quieres hacer hoy?”. Anthony quería ser respetuoso y engulló el desayuno y sus palabras. “Podemos ir a la playa para que tomes fotografías. Es una de las más bellas de Europa. A la hora del almuerzo, regresaremos”, continuó Palmira. Tres semanas después, todos le conocían y él conocía a todos. Bruno, el hijo ausente, regresó y Anthony comunicó que quería seguir su camino hacia el sur. “¿Te gustaría que te consiguiese un trabajo?”, le preguntó Luigi. “Bueno…, en realidad no”, respondió titubeante Anthony, quien descubrió más tarde que no solo tenían un trabajo para él, sino que además le habían buscado una esposa. “Durante los años siguientes le escribí muchas cartas a Bruno, pero nunca me respondió. Sentí que eran mi propia familia, pero ¿qué podía hacer?”, se resigna. 

Continuando hacia el sur de Italia, llegó a la aldea de su abuela, donde sus tíos y primos le recibieron como uno más. “Cada día mi primo John me despertaba a las 6.30 am de la mañana. Anto, Anto! ¡Baja, baja! Ponía el mismo disco y la misma canción: ‘Uei paesano’, de Nicola Paone. ¡Estaba tan feliz de que su primo estadounidense estuviera allí! No había Internet, nada que hacer, era una vida simple, la vida que vivió mi abuela”, relata Antonio.

Durante su estancia, una campesina entrada en años llamó a la puerta. “Dov’è il guaglio’ americano? (¿Dónde está el joven estadounidense?)”. Anthony salió. “Quiero decirte algo. Yo solía ​​trabajar con tu abuela en el campo cuando éramos niñas”. La mujer también le explicó que la abuela de Antonio se marchó de Italia cuando tenía dieciséis años porque su padre le prohibió casarse con el chico que amaba. Así que empacó sus cosas y dejó la aldea, desafiando a su progenitor y a más de doscientos años de una sociedad patriarcal donde los hombres dominaban y organizaban los matrimonios. “¡Qué mujer tan dura!”, exclama Riccio mientras recuerda ese momento.

De vuelta a los Estados Unidos, Anthony Riccio no sabía qué hacer con su vida. “Estaba un poco perdido y mi novia de aquel entonces me llamó para decirme que había un anuncio en el Boston Globe para trabajar en una casa de ancianos situada en el North End con el requisito de que debía hablar italiano”. No era del Estado, ni de Boston, ni conocía el idioma, pero Riccio, poco a poco, se ganaría la confianza de aquellos italoamericanos.

Una identidad que se diluye

La primera ola de inmigrantes italianos de clase trabajadora que se mudó al vecindario después de la Segunda Guerra Mundial ahora vive en los suburbios de Boston o reciben ayudas de agencias de pobreza sin ánimo de lucro como ABCD North End Neighborhood Service Center. “Los italianoamericanos más mayores no tienen parientes, nadie los llama ni los visita. Están solos, por lo que sufren aislamiento y depresión. Celebrar reuniones una vez al mes es una forma de motivarlos a salir, comer y conocer a otras personas”, explica la directora de la organización, Maria Stella Gulla.

Muchos North Enders lamentan que los alquileres hayan pasado de rondar cien dólares al mes en la década de 1960 a tres mil dólares al mes en la actualidad. “Las autoridades de Boston han puesto paradas de autobús en lo que solían ser guetos como South Boston o The Waterfront, donde estaba prohibido ir cuando éramos niños porque era peligroso, y los precios subieron de inmediato. Si pongo mi propiedad en venta, se vendería en dos minutos”, asegura Pamela Donnaruma. Ella es propietaria de Post-Gazette, una publicación que su abuelo James V. Donnaruma creó hace ciento diez años para ser la voz del flujo creciente de italianos en los Estados Unidos.

Sin descendientes ni nadie que pueda heredar la empresa que ha levantado su familia, está esperando encontrar a alguien adecuado que se haga cargo de su negocio, siempre y cuando respete la filosofía del periódico. “Prefiero cerrarlo a que se convierta en uno de esos grandes conglomerados. No creo que a mi padre y a mi abuelo les gustase verlo como un periódico obstinado y unilateral. Nos gusta escuchar las ideas de todos”. Ahora nada le recuerda a aquellos días en que solía volver de la escuela e ir al negocio de impresión de sus padres. “Es como vivir en dos mundos paralelos. Ves a todos los nuevos lugareños y turistas que no conocen nada sobre el North End, excepto los cannoli”, espeta.


Las mujeres mayores tenían por costumbre controlar todo lo que pasaba en el vecindario desde sus ventanas (Foto: Anthony Riccio).

El sentimiento de pérdida también acompaña a la maestra de italiano Anne-Marie Cardosi, que solía sentarse frente a la biblioteca pública del barrio y disfrutaba escuchando todos los dialectos y sonidos del idioma. “Eso ya no está”, comenta apenada. Y tampoco queda nada del sentido de comunidad, tal y como demuestra el abogado Vito Aluia a través de una anécdota de la adolescencia. “Estaba con mis amigos en la calle y nos cruzamos con Teresa, una chica lesbiana. Comenzamos a susurrar: Es la lesbiana, es la lesbiana. Cuando regresé a casa, mi madre me preguntó qué había dicho sobre Teresa. Alguien había llamado a mi madre contándole lo sucedido y me metí en problemas. Supongo que fue una de las ancianas del vecindario mirando por la ventana, como siempre hacían. Nunca más me volví a burlar de Teresa”, relata.

Los rituales también han desaparecido. “Cuando me dolía la cabeza, mi madre solía practicar el malocchio: llenaba un plato con agua y esparcía unas gotas de aceite con los dedos. Mi generación rompió con todas las supersticiones de nuestros padres”, declara Roberto Aggripino, residente del barrio de toda la vida y fundador de Boston North End Food Tour. “La llegada de los estudiantes y los yuppies –apelativo con el que los North Enders llaman a los jóvenes profesionales que ocupan actualmente el barrio– va a poner fin a los últimos restos de la cultura del vecindario. Esto será como Nueva York en veinte años”, predice Aggripino.

Esto es un agravio para muchos de ellos, que solían disfrutar de la vita di quotidianità. “Es cierto que nadie atesoraba mucho dinero y que teníamos que ducharnos en los baños públicos, pero me gustaría volver al North End de la década de los cincuenta. Nos divertíamos mucho. Lo único triste era que por aquel entonces los Red Sox perdían, pero aun así… Ya no tenemos esa vida simple y fácil”, explica el banquero Sam Viscione. “El baño estaba fuera en el pasillo, hacía frío y el calor provenía de viejos radiadores. Pero era el lugar más cálido en el que he vivido”, proclama.


Un baño compartido en un edificio de North End (Foto: Anthony Riccio). 

La paradoja de la gentrificación

El cambio en el barrio fue muy gradual. “Detectaba a un recién llegado y era extraño. Pero luego advertí a otro caminando con su perro, a otro haciendo running… Antes de que te dieses cuenta, había muchos y los extraños éramos nosotros. Cuando vi a un hombre corriendo por la calle sin que nadie lo persiguiera, me di cuenta de cómo había cambiado el North End”, bromea James Pasto, profesor de los seminarios ‘Boston North End’ y ‘Cultural Anthropology’ en la Universidad de Boston.

Como señala el antropólogo Augusto Ferraiuolo, la gentrificación del North End se debe a que se ha comercializado como un barrio italiano, lo que paradójicamente ha hecho disminuir el nombre de residentes italoamericanos. Los restaurantes, cafeterías, panaderías y pastelerías italianas han florecido debido a su clientela residencial más rica, así como a la afluencia de visitantes y turistas, que vienen a experimentar su Little Italy.

En este nuevo contexto, la gruesa población italianoamericana disminuyó a medida que las habilidades lingüísticas, la vestimenta y el estilo de los últimos inmigrantes llegados proporcionaron un capital social mucho mayor que el habla, la comida y la forma de vida de los primeros. El abandono progresivo del barrio por parte de los italoestadounidenses conllevó que los corros de personas en las esquinas, los clubes sociales y otras asociaciones de etnia italiano-americana decrecieran, reduciéndose también el número de italianoamericanos que buscaban una renovación de su identidad. La encontraron cada vez más en el estilo de la Italia contemporánea, al igual que los gentrificadores no italianos que invierten en preservar la italianità del North End.

La mayoría de estos “nuevos italianos” que se están mudando al North End desde 1995 hasta la actualidad son profesionales –doctores, investigadores, programadores o estudiantes– y eso ha creado diferencias culturales. “Los que llegaron en los años 50 y 60 son muy similares a los italianoamericanos más viejos porque vinieron aquí por necesidad. Así, las dos oleadas de inmigrantes anteriores se entienden entre sí. Pero no se avienen con los miembros del último grupo, que viajaron a América para investigar y tienen dificultades para comunicarse con la generación anterior por una variedad de razones”, explica el reportero independiente con sede en Boston, Stefano Salimbeni.

Las circunstancias geográficas son el primer motivo. La mayoría de las personas que llegaron primero son del sur de Italia. La combinación de desastres naturales y malas decisiones políticas y económicas causaron uno de los mayores éxodos europeos. Además, carecían de formación académica cuando vinieron, mientras que los nuevos italiano-americanos poseen maestrías y doctorados. “Para los de la primera generación, los componentes de la tercera ola de italianos son tan extraños como pueden serlo los australianos”, afirma Salimbeni.

Así, los recién llegados son más hábiles y cultos. “Los italianos siempre han sido celosos por naturaleza”, argumenta Aggripino. Eso también podría explicar los problemas que tienen con los nacidos aquí. Y algo similar sucedió con el idioma. “Pegábamos a los niños que hablaban italiano. Eran una especie extraña para nosotros”, asegura Pasto. “A Italia la llamábamos La miseria. No queríamos regresar. Teníamos que sobrevivir en este país”. Pero en las décadas de 1970 y 1980, ser italiano obtuvo una buena reputación y todos en el vecindario estaban orgullosos de ser italianos. “Nos metíamos con ellos, pero ahora desearía hablar italiano para entender a los North Enders de la primera generación y poder charlar con ellos”, confiesa Aggripino, que forma parte del 3% de los italianoamericanos que permanece en la comunidad.

Capturar algo que ya no está

Para conectar a los viejos y los nuevos inmigrantes, han florecido algunas iniciativas colectivas e individuales. Es el caso del joven empresario Nicola Orichuia, quien abrió I AM BOOKS, un centro cultural italianoestadounidense que sirve “como punto de encuentro de los lugareños y visitantes interesados ​​en sumergirse en el rico mundo de la literatura, la historia y el arte italianoamericano”. Orichuia aboga por la importancia de izar tantos lugares de cultura como sea posible. “El barrio no ha tenido librerías en décadas y merece un lugar que genere actividad cultural”, sostiene. Ha habido una biblioteca, pero el ambiente es muy diferente. “Una biblioteca es un lugar donde las cosas permanecen, siempre hay los mismos libros y puedes pedir cosas prestadas, pero tienes que devolverlas. La librería, por otro lado, te presenta cosas nuevas todo el tiempo y es un lugar de innovación”, opina.


 I AM Books es una librería independiente en el vecindario North End de Boston (Foto: Cristina Capdevila).

Anthony Riccio, por su lado, organiza exposiciones y charlas con las fotografías que ha tomado a lo largo de todo este tiempo en el vecindario para que no caiga en el olvido su pasado. “Ya no ves esas caras campesinas. Capturaste algo que ya no está”, le dijo el actor italiano Vicenzo Amato a Riccio en una de sus exposiciones. Una de las fotos de la exposición se titulaba Palmira y Luigi y se subió al sitio web de la exposición. El hijo de Bruno, llamado Luigi después de su abuelo, vio la foto en la red. “Chi ha preso questa foto, papà? (¿Quién tomó esta foto?)”, le preguntó Luigi a su padre. “Quello è Antonio, dall’America (¡Él es Antonio, de América!)”, respondió Bruno. Luigi rápidamente le envió un correo electrónico a Anthony. “Necesito conocerte. He escuchado hablar sobre ti toda mi vida. Mi abuela, Palmira, te mencionó hasta el día de su muerte. Tenía una foto tuya y de tu esposa en la sala de estar. ¿Puedo ir a visitarte con mi prometida?”. Después del encuentro, Anthony fue a Italia y fotografió su boda en 2012. Allí se reencontró con Bruno. “¿Por qué no respondiste a mis cartas?”, le asestó Anthony.

“Las fotos que tomé, como la de Palmira y Luigi, tenían un solo objetivo: salvar nuestras raíces y recordarnos que no importa cuántos éxitos tengamos, lo bonitas que sean nuestras casas, las lujosas vacaciones que podamos pagar, las impresionantes credenciales que hayamos obtenido, todo proviene de los sacrificios de nuestros antepasados, ​​que nos dieron la oportunidad de convertirnos en lo que somos hoy”, argumenta Riccio. “Y eso nunca debemos olvidarlo”, concluye.


Los niños jugaban al fútbol y las amas de casa solían colgar la ropa en los callejones, hoy en día amurallados (Foto: Anthony Riccio).

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