“Todo el mundo tiene un plan hasta que lo golpean en la cara”.
Mike Tyson
Cuando el derechazo aterrizó en su mandíbula, no pudo evitar pensar en ella.
La conoció cuando ambos eran adolescentes, por amigos en común. Recordó sus ojos grandes y negros. También su nariz aguileña y la forma en que aparecían sus dientes, ligeramente desviados, cuando se reía. La primera vez que salieron juntos, él hizo un chiste sobre boxeadores, que ella no entendió. Ella habló mucho y, él, se quedó callado viendo sus ojos grandes y negros. Le contó que sus padres estaban a mitad de un divorcio, que no le molestaba, pero prefería estar con su mamá. Su papá era un imbécil, según dijo. Le contó que le gustaba el jazz y no toleraba el rap. Malo para él, pues lo único que escuchaba de música era eso. No le dio importancia, quería comerse esa alargada nariz, quería darle besos en los ojos y tumbarse desnudo en una cama con ella. Ojalá se lo hubiera dicho, así quizás las cosas hubieran sido diferentes. Pero no se lo dijo. También le contó que no toleraba estar quieta, que necesitaba estar haciendo algo. Entonces, le propuso caminar junto al río. Él accedió, le gustaba el río, iba a menudo allí a comer manzanas con su madre cuando era pequeño, manzanas del árbol de su casa. Caminaron junto al río, pues. Ella le preguntó por él. Habló, pero no recuerda lo que dijo. Quizás habló sobre las trompadas que le gustaría dar y recibir, o quizás habló del libro que su madre le leía cuando era niño, a menudo, junto al río. No, sí lo piensa mejor, hablaron de películas. La de la araña, la de los viejos en un hotel, la del vaquero en Nueva York, la del tipo que mató a su esposa. No sabe. Poco después se dieron un beso travieso mientras un corredor se tropezaba y caía al río. Rieron, eso sí. Recordó sus labios rojos y gruesos, quiso besarla, pero no lo hizo. Qué tonto. El tiempo pasó, como suele hacer. Se vieron muchas veces más. Comían, bebían, fumaban. Un beso. Un día se dieron un beso. El penúltimo que se dieron. Fue frente a la iglesia. Volvían de casa de un amigo, habían bebido mucho y caminaban dando tropezones. Ella lo tomó de la mano y le enseñó una estrella. Era la osa mayor. No, la menor. No, era Venus. Era Marte. Era Júpiter. Era Urano. Era Neptuno. Él no veía las estrellas. Veía aquellos ojos grandes y negros. Ojos negros que podían verse entre la oscuridad. Le tomó el rostro entre las manos y plantó sus labios en los de ella. Y el beso se tomó su tiempo. Sabía a sal. La sal que ella se ponía en la mano y lamía cuidadosamente de vez en cuando. Paró el beso. Se rieron juntos y caminaron hasta la casa de ella. Se despidieron. Al poco tiempo ella le confesó que tenía que irse. Que tenía que perseguir su sueño de estudiar contaduría. De estudiar música. De estudiar historia del arte. De estudiar arquitectura. De estudiar química. El día que se fue, la acompañó hasta la estación de tren. Cuando ella estaba a punto de subirse al tren, le regaló un beso en la comisura del labio. Y se fue.
Sintió las cuerdas frías posarse en su espalda. Todo tembló. Intentó agachar la cabeza. Fue entonces que sintió el impacto en el hígado.
Su padre había comprado un bote. Desde pequeño recordaba a su padre hablando sobre botes y el mar. Decía que el único lugar donde se podía ser feliz era en el mar. La mar, le decía a veces. Un día lo montó en el bote. Fue un día soleado de primavera. Deveranodeotoñodeinvierno. El sol estaba por todo lo alto, celebrando su victoria sobre la noche. Vio el mar. Era de un azul profundo. Azul, azul, azul. Si se fijaba en el horizonte, las nubes estaban bajas y se confundían con el mar, la mar, dando la impresión de que todo era lo mismo. Lo sobrecogió un sentimiento de impotencia y se le escaparon un par de lágrimas. Su padre se acercó y le desacomodó el cabello. Le dijo que aquello que sentía era como debía sentirse siempre el humano. Pequeño e insignificante. No que fuera malo, simplemente no tenía importancia. ¡Qué liberador! Él se quedó callado y sonrió a su padre. Flotaron por un par de horas. Su padre canturreaba mientras preparaba anzuelos. Nohaynadamásdifícilquevivirsintisinelalmadetucuerposintulatidoayamormío. Frente a él solo había azul. Al fin, su padre arrojó un anzuelo al agua. Y esperaron. Su padre le contó cosas de cuando era niño. Le contó que aprendió a pescar con unos amigos de la escuela. No recordó sus nombres. El sol avanzó en el cielo, pero no hubo movimiento en el anzuelo. Nada picó aquel día. Volvieron a casa. Su padre estaba contento. Dijo que nunca había visto un cielo tan azul. Murió poco después. Fue un velorio pequeño. Su madre no lloró. Él tampoco. La fotografía que escogieron para el velorio mostraba a su padre frente a un plato inmenso de camarones. Vendieron el bote. Muchos años después él se compró un bote. El primer día que lo usó intentó pescar. Nada picó. Se tiró al mar. Se pasó la lengua por los labios. Sabía a sal y le entraron ganas de llorar. Vio al cielo por un rato. Estaba de un color azul pálido, parecido al azul de la etiqueta de una cerveza que tomaba cuando era más joven. Después de un rato subió al bote. Mientras partía el mar, la mar, en dos, se descubrió canturreando nohaynadamásdifícilquevivirsintisinelalmadetucuerposintulatidoayamormío. El cielo era violeta con pinceladas anaranjadas. Se detuvo a tomar una foto y pensó en su padre. No lloró, pero estuvo con un nudo en la garganta hasta que llegó al restaurante. Le gustaba aquel restaurante, era de mariscos, seguro. Lo decoraban marlines disecados en las paredes junto con algunas fotos de los comensales más reconocidos que alguna vez estuvieron en el restaurante. Pasó la vista por las fotos, buscándose, mientras esperaba a que alguien viniera a preguntarle que deseaba comer en aquella noche cálida. Pidió una cerveza de etiqueta azul pálido. La bebió despacio, mientras veía las fotos. Debía estar en esa, no en esa, no, al lado del marlín, pero hay como seis marlines. Bueno, del grande y gordo. Todos son grandes y gordos. Se puso un poco de sal en la mano y la lamió cuidadosamente. De pronto, se encontró. Ahí estaba, muy sonriente frente a un inmenso plato de camarones.
Un golpe violento en la sien. Le temblaron los brazos. Luces, muchas luces. Brillantes, amarillas, blancas y parpadeantes. Gritos. Gritos. Gritos. Lona. Azul, azul, azul.
Escuchó gritos venir de la casa de la vecina. Se asustó mucho porque una mujer gritaba como sí sollozara muy fuerte. Se trepó en el muro e intentó ver sí algo estaba sucediendo dentro de la casa. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas. ¡Uno! Junto al muro, había un manzano. Mentira, un naranjo. Mentira, un guayabo. Mentira, un limonero. Al que solía trepar para esconderse de su madre cuando lo sacaban de la escuela por golpear a algún compañero. Trepó, pero solo lo suficiente para poder pasar al otro lado del muro, en el patio de la vecina. El plan era así. Entraría a la casa muy silenciosamente, buscaría al bandido que estaba golpeando a la mujer y le caería a trompadas. Sencillo. Avanzó despacio por el patio. Se cortó el tobillo con un tronco seco que había en el piso. Un cactus. Un hierro viejo. ¡Dos! Se le quedó la cicatriz. Abrió la puerta trasera de la casa, los sollozos se escuchaban cada vez más alto. El corazón le latía fuerte. Lo quería vomitar. Y si el ladrón estaba armado. O si la mujer nada más estaba llorando y quería que la dejaran sola. No le importó, siguió adelante con su misión. Avanzó hasta una puerta, que pensó era la de la recámara principal. De allí venían los sollozos. Puso la mano en el pomo de la puerta. ¡Tres! Giró despacio. La dejó entreabierta. Solo vio el rostro de la vecina haciendo gestos mientras tenía las manos posadas en una mesa de noche. Abría y cerraba la boca, contenía el aire y lo soltaba. Era como sí estuviera llorando, pero sin llorar. Los brazos le temblaban y sus manos estaban muy apretadas. Él sintió su rostro enrojecerse. Empezó a jadear y sudar. Sintió fuertes deseos de irse, pero no lo hizo. Se mantuvo ahí, observando. Los sollozos continuaron, tomándose su tiempo. La vecina continuaba y él estaba cada vez más colorado. Sentía un nudo en la garganta. ¡Cuatro! Por más que deseaba irse, era como sí cuerpo no funcionara, o fuera algo ajeno, sobre el que no tenía control. Y el tiempo pasó más lento. El rostro del vecina comenzó a girar en dirección suya, mantenía los ojos cerrados y la boca abierta. Sollozando, jadeando, orando, maldiciendo, gritando. Y él la veía, sin poder separar sus ojos de aquel rostro deformado. Los brazos de la vecina cedieron, casi caía. Pudo ver un poco más de piel antes de que la vecina, aún viendo en su dirección, abriera lentamente los ojos. Cuando el velo de los párpados se terminó de alzar, el tiempo siguió corriendo. Se posaron sobre él, un par de ojos grandes y ne ¡Cin…