I
La sangre llegaba escasamente a sus manos por la presión en sus muñecas. Solo, aunque no era algo que le extrañara porque nunca lo había dejado de estar, en un pequeño cuarto donde daba la impresión de que el oxígeno se iba escapando fugazmente, como si ya no quisiera quedarse más. Dábale también la sensación que los muros estaban más cerca de él, a comparación de cuando entró súbitamente por causa de un soberbio empujón.
Su única compañía era un reloj de pared ubicado de forma paralela a él, y hasta hace apenas unos instantes se había enterado de aquello. Con el overol entero humedecido en transpiración, y la boca tan seca como hebras de mimbre, pudo al fin, con gran esfuerzo, notar la presencia del complejo instrumento redondo y sonante que estaba enfrente suyo.
Fue inevitable sentir una vaga admiración al observar fijamente el unidireccional caminar del minutero sobre la blanca superficie, por acción del complejo sistema, desconocido por mera ignorancia y no por desinterés, que yacía dentro de este.
De manera casi surrealista, logró dilatar, pero nunca retroceder, el vertiginoso e imparable correr del tiempo a su antojo; porque echarlo a andar para atrás es una capacidad que ni Dios tiene, por lo cual dedujo que no vendría a socorrerlo. Así, pues, se convenció de que pasarían horas, incluso y si quería días, antes de que en definitiva se recostara en esa cama para ver al techo. Con todo, ya había nacido dentro de él una insoportable pregunta:
¿Cómo algo tan aparentemente escueto –y hasta ordinario, alcanzando lo nimio– puede cuantificar al ineludible titán Cronos, aprisionándole como el Tártaro alguna vez lo había hecho, de donde nunca pudo escapar, como tampoco escapó A. Ruthar Elbiar?
II
Lo último que el señor Elbiar quería hacer era llegar a su deprimente departamento, el cual aún no terminaba de pagar. Como solía, le había tocado el embotellamiento, sin excepción molesto, algo a lo que forzosamente, y gracias a la repetición, terminó acostumbrándose. Sin embargo, ese día tardó más de lo que Ruthar estaba dispuesto a soportar. Recién salía del trabajo; una diminuta oficina en la recientemente instaurada fábrica de zapatos donde cumplía los oficios de jefe de cartera.
Los salarios no eran formidables, pero tasadamente le alcanzaba para los viáticos suyos y los de su esposa, la señora Edith Elbiar, con quien cumpliría su quinto aniversario en un par de meses.
Pocas cosas eran de su pertenencia: la cama que compartían, un par de trajes, el sillón de terciopelo verde frente al televisor que la madre de Edith tuvo la decencia de regalarles como obsequio de bodas, su biblioteca con libros coleccionados todos en su época universitaria, y unos trastes para cocinar lo que hubiese en el habitual menú del día. Estaba perdido de la realidad. Más bien, ensimismado, pero no hay mucho que se pueda hacer durante un semáforo en rojo.
Vivía con una desconocida. Y aunque era su mujer, nunca llegó a conocerla. No pudo recordar el día de la boda, tampoco la razón que tuvo para casarse. En este punto, no podía siquiera reconocerla en su cabeza, como una memoria extraviada en la infinitud del subconsciente. Pero, paradójicamente, no podía dejar de pensar en ella. Quería concentrar su atención en conducir de la manera debida, pero se le hacía imposible no entrar en los fatídicos recuerdos de su vida nupcial.
No es que haya sido una tragedia viviente, pues, para Ruthar, eso le hubiera sentado mejor que el transcurrir de largos días de sueño y de rutina.
La pesadilla no era vivir socavado por el miedo a una pareja controladora, celosa, manipuladora, materialista o embustera, tampoco era de una violencia desenfrenada que viviera a diario, porque ninguna de ellas era Edith, ni un poco. Anhelaba con cada fibra de su alma vivir la emoción de una mujer ideal que lo invitara a olvidar sus problemas financieros y laborales mediante furiosos revolcones llenos de pasión y deseo; probablemente, pensaba, no habría sido tan malo un desastroso matrimonio llevado al borde de la desaparición por falta de fidelidad, amor o dinero. Cualquier escenario habría sido mejor que su repetitiva y condenada vida.
No había dejado de amar a su esposa; de plano, nunca lo llegó a hacer. Amaba la sensación de compañía que le propiciaba, pero la señora Elbiar no podía suplir ya esa necesidad, no sabía cómo lograrlo y tampoco le interesaba. Habían pasado dos horas desde que Ruthar salía de su oficina. La puerta se estremeció; Edith sentada en el sillón de verde terciopelo viendo las noticias del día.
III
Sería una necedad aceptar que la impetuosa idea no anduvo por su cabeza: salir corriendo cuando la puerta se abriera y hacerse paso entre los vigilantes del edificio a como diera lugar, aun cuando tenía el riesgo de terminar acribillado gracias a una justificación judicial. No habría sido descabellado intentarlo, considerando un final tan heroico. La sangre siguió su curso normal y sin obstrucciones para llegar a las manos de Ruthar. Se dio cuenta que su capacidad de dilatación temporal era limitada y había terminado mientras se recostaba en esa blanca superficie.
Era curioso que ya nada servía de la manera convencional: los médicos no iban a sanarlo, los oficiales no iban a protegerlo, por la ventana no entraría la luz del albor o el rojo de un bello atardecer. Sólo podía ver la blanca bombilla del salón. Las paredes habían vuelto las cuatro a su lugar y, aunque todo estaba como cuando llegó, ya él no era la misma persona. Uno, dos, tres, doce, quince, cuarenta, sesenta; un minuto. Cinco, diez, quince, treinta, cincuenta; dos minutos.
Pensaba en su amigo el reloj, era el único que le contaba la verdad de todo, aunque ya no lo podía ver.
Adam Ruthar Elbiar fue declarado muerto el 18 de octubre de 1994, a las 18:07 horas, veinte minutos después del inicio del procedimiento. Condenado a la pena capital el 15 de diciembre del año anterior, en Houston, Texas, por homicidio en primer grado de su esposa Bianca Edith Martin, quien fue encontrada sin vida sobre su sillón de terciopelo verde y la televisión encendida, con una herida de cortadura de extremo a extremo en la garganta.
Los guardias mencionaron, para el registro, una leve sonrisa de plenitud en el reo minutos antes de morir. No hizo uso de su derecho a la última palabra.