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Historias

Reverberación

El sueño que solía visitarme tenía que ver con un olor, un aroma que solo percibí unos segundos.


«el resto es silencio/ sólo que el silencio no existe».


En esta noche, en este mundo; Alejandra Pizarnik

Escuché el sonido tan pronto pisé la calle. Hay sonidos, canciones, voces que se estacionan en algún lugar especial del alma. Lo que no tenía claro era de dónde venía. Eran las siete y cuarto de la mañana, la hora en que la gente empieza a desplazarse a sus trabajos o escuelas. Eso que resonaba podría tener origen en cualquier punto cardinal del lugar en que me encontraba.

El cerebro puede registrar un rango considerable de ellos. También puede almacenar información sin relevancia por una cantidad indeterminada de años. Lo sé de primera mano: aún recuerdo la línea que recité durante mi primera actuación en una pastorela, allá por el año 78 del siglo anterior –qué lejos se escucha en términos de tiempo– y creo que serán datos que permanecerán hasta que el disco duro se apague. Eso espero.

La primera ocasión que fui plenamente consciente del sonido fue una tarde del pasado invierno. Y menciono que fue la primera, porque busco engañarme, evadir mi responsabilidad. En realidad, ya lo conocía; solo que nunca percibí la reverberación que me causaría. Fue una tarde de primavera en el último año del Siglo XX. Llegó a mí y de inmediato fue a refugiarse en un lugar seguro: detrás de la timidez, justo junto a una ventana donde podía mirar sin ser visto, para que no lo encontrara de forma inmediata ni en los próximos veinticinco años.

Esa mañana caminé de forma aleatoria –quizá impulsiva– rumbo al Este sin tener un ápice de seguridad que ese fuera la dirección correcta a la cual debía dirigirme. El sonido se fue desvaneciendo a medida en que fui andando hasta el punto que me fue difícil percibirlo. ¿Es posible sentirlo? No estoy muy seguro, pero si debo jugar mis fichas, las apostaría todas. Me detuve, miré alrededor y me insulté con cortesía: «qué papanatas soy», aunque en realidad quería decirme «pendejo». Cuando regresé al punto de partida, todo se había desvanecido.

Buscar sin saber exactamente qué se busca solo hace que el objetivo sea aún más esquivo. Porque no lo sabía, porque durante años tuve un sueño recurrente que, al revisar el archivero de mi memoria o mis sentimientos, jamás le encontré sentido. El sueño que solía visitarme tenía que ver con un olor, un aroma que solo percibí unos segundos. El tiempo que tarda uno en saludar a alguien desconocido y no tiene tiempo en reparar en nada más que un «hola, mucho gusto» tan impersonal como inútil.

Pasé muchas semanas tratando de poner más atención a mi alrededor al momento de caminar. Más de una ocasión, la mente jugó con mi percepción, haciéndome creer que lo que escuchaba era aquel sonido tan peculiar, pero nunca era él. Llegué a dudar de la veracidad de mis recuerdos, pero estaba claro que ese en particular era un miembro distinguido de la corteza cerebral esperando el momento adecuado para salir a la superficie de nuevo.

Fue un jueves de esos con los que el año en curso cierra y solo quiere cumplir con el deber de ser uno de los trescientos sesenta y cinco días de los que consta el calendario. Fue entonces, al cruzar por el parque y llegar al paso peatonal, que lo escuché. Lo escuché afuera, pero, sobre todo, dentro de mí.

Al cruzar la calle, me pude percatar de que aquello que producía el sonido no era un artefacto o instrumento, tampoco era la brisa que soplaba agitando las campanas colgadas en los balcones adyacentes. El tintineo –o quizá música de cuerdas– era provocado por el aroma que desprendía una mujer de piel apiñonada que caminaba justo enfrente de mí. Ella se detuvo unos pasos adelante y el sonido cesó de inmediato. Ese olor que desprendía se mantuvo por un instante en el aire, tiempo suficiente para que nuestras miradas coincidieran y que el recuerdo fijo en mi mente desde veinticinco años atrás, asomara su figura detrás del cobijo que le daba mi timidez. Abrí los ojos lo necesario para revestir ese aroma con su rostro y perder –quizá por siempre– la estela de su andar.

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.