Roberto Bolaño, el amigo de Mario Santiago

Esa brecha cuasi invisible entre escritor y lector es, además de no medible, provocadora de una profunda tristeza.

Existen versos que resumen de golpe, como un portazo en el rostro, libros enteros, o al menos el leitmotiv o su raíz. Los versos que resumen la obra literaria de Roberto Bolaño, albergan gran parte de mis cuadernos de notas, incluso algunos repetidos como si se tratase de una plana escolar, pues cada vez que le leo de nuevo encuentro, casual o causalmente, las mismas palabras, y pocas nuevas, o quizás sean muchas pero no sé dimensionar correctamente ante novelas de la magnitud de sus obras -que son compendios de cientos de páginas, escritas la una para la otra, como una conexión perfecta entre puntos finales e inicios de un nuevo párrafo. Porque, ¿qué es poco o mucho ante un monstruo del tamaño de esa obra que hace tambalear a uno lector como si estuviera a punto de correr los cien metros planos en unas olimpiadas? Yo no sé la respuesta, y nacen, solamente, más preguntas. Y yo sólo logro extraer sólo más dudas y más letras.

Dicta Bolaño en una de las muchas páginas de Los detectives salvajes, y es esta línea una de las (no) muchas que le gritan al lector de qué carajos se trata la vida, el libro: “Luego me puse a pensar en el abismo que separa al poeta del lector y cuando me quise dar cuenta ya estaba profundamente deprimido”. Esa brecha cuasi invisible entre escritor y lector es, además de no medible, provocadora de una profunda tristeza. El poeta es lector; Bolaño era un gran lector. Somos lectores, pocos poetas, pero todos atravesamos ese umbral alguna vez.

Hoy, hace diecisiete años, falleció Bolaño, a causa de un problema en el hígado que desde hace tiempo venía haciéndole mella. Después de ese fatídico 2003, no hubo quién detuviera su trascendencia en la memoria de todos y cada uno de sus lectores. Y mucho menos por la cantidad de textos que han sido publicados de manera póstuma.

Queda, pues, diría Bolaño: “la certidumbre de esa soledad absoluta”, que, continúa, “siguió inmaculada”. Yo le creo. Esa soledad y esa certidumbre somos nosotros, lectores, hundidos en el oasis de sus letras. ¿Ha de seguir inmaculada? Uno no será capaz de tal consigna ni de atreverse a aseverar nada. Sólo su existencia, sólo sus letras.

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