En las olvidadas páginas de La Eneida, Virgilio evoca a Erice y la mitología griega habla de Dédalo, quien aterrizó justo frente a la fuente de Venus, donde una tarde germinó de mi puño y letra un poema.
Dédalo, arquitecto magistral, en la forja de su ingenio, recibió un monumental encargo de parte del rey Minos de Creta: construir un laberinto para confinar al Minotauro. El laberinto era un tejido de pasillos incontables y calles sinuosas abriéndose unas a otras, que parecía no tener principio ni final.
Sin embargo, esa no fue su única creación para el reino. El hilo que Ariadna entregó al héroe Teseo para matar al minotauro, se convirtió en la maraña del propio diseño que enredó al arquitecto y a su vástago Ícaro, atrapados en las fauces de Minos.
Ante el dominio terrenal del rey, Dédalo decidió desafiar las leyes del suelo y, para escapar del laberinto, se alzó a los aires con alas forjadas de su astucia. Tras completar la obra, Dédalo batió sus plumas y elevó el vuelo. Equipó a Ícaro y le enseñó a volar. Cuando ambos se suspendieron en el aire, Dédalo advirtió a Ícaro que no volara demasiado alto para que el calor del sol no derritiera la cera, ni demasiado bajo para evitar que la espuma del mar mojara las alas.
Sobre Delos y Paros, sobrevolaron el mar con islas a un lado y otro. Ícaro, seducido por la altura, ascendió hasta que el sol, inflexible, derritió la cera que unía su plumaje. El joven agitó sus brazos, pero no quedaban suficientes plumas para sostenerlo en el aire y cayó al mar. Su padre lloró y, lamentando amargamente sus artes, llamó Icaria a la isla cercana en memoria de su hijo.
Finalmente, destrozado, Dédalo llegó a Sicilia y aterrizó en Erice, frente a la fuente de Venus, en el mismo lugar donde una tarde escribí un poema. En la cima del monte Giuliano, antes de cruzar la puerta del castillo donde con anhelo esperaba hallar para mi escritura un refugio solitario y una elusiva claridad, proveniente de una radio cercana, resonó una canción, que marcó un rito iniciación, “Learning to Fly”.
Después de emular a Dédalo mientras la melodía sonaba, este inadaptado trozo de tierra que es mi cuerpo pudo hallar serenidad para proseguir la senda. O mejor dicho, el vuelo. Un día antes de llegar a Erice, y de sentarme a escribir un poema en el mismo sitio donde Dédalo tocó tierra tras la pérdida de su hijo, me sumergí en el éxtasis que me dejó mi primer vuelo de paracaídas, como el ave que siempre anhelé ser o que quizá fui alguna vez, surqué los cielos catalanes y sobrevolé el mar con islas a lado y lado; de esa manera festejé mi cumpleaños y honré mi vida.
¡Qué pródigo e inmenso resultó febrero!
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