Pasaron los meses, y Adolfo Paz fue ganando peso y lamiéndose las heridas en ese recóndito pueblo llamado Valpaços. Una vez pudo ahorrar lo suficiente para alejarse del hostal al tiempo que el invierno iniciaba su despedida, fue ganando popularidad. Sus andares, amabilidad, inauditos y entremezclados orígenes no dejaban indiferente a nadie. Tampoco resultaba congruente, para los habitantes del pueblo, su estatus social de médico (que en lo personal él había dejado mucho atrás, no solo espacialmente sino en el tiempo) y su proximidad o la sola idea de un médico, extranjero pero rubio, rubio, pero no eslavo, médico, pero no pudiente, buscando un alquiler barato de un piso de dos habitaciones. Los más próximos a él lo tenían como a un héroe extraño; los más lejanos y envidiosos, invadidos por esa cognoscible envidia pueblerina, por un farsante que esconde un pasado oscuro o delictivo. Si para el inmigrante resulta duro hacerse un hogar nuevo empezando la casa por el tejado (o el túnel por el pico de la amenazante estalactita), al nativo pueblerino le resulta difícil, cuando no problemático, amar lo que no entiende.
Mientras tanto, el barco que mantenía a flote a la familia montevideana se hunde. Delmira, la esposa de Adolfo, reputada médica aún con trabajo erigía su cabeza entre un mar de deudas, a la par que nadaba para aplacarlas: vendida la casa y el coche estropeado y viviendo semanas en los varios hospitales donde trabajaba, nada la alejó de su afán de la doble vida de las mujeres. Médica y ganadora del pan 24/7; madre a tiempo parcial con títulos honoríficos que igualmente nunca pudo reclamar. Pagadas gran parte de las deudas y colgadas las llamadas que no cesan, Delmira decide dejar su trabajo. O más bien, su cuerpo lo decide por ella: atacada de una grave úlcera y por el dilema de huir o no a dios sabe dónde, deja la casa que alquilaba y ocupaba con sus hijos, yéndose a vivir a la casa del hermano mayor. Las presunciones de inocencia de su marido al otro lado del Atlántico van ganando fuerza entre creyentes y adeptos en un país que se cae a pedazos entre suicidios y hambrunas.
Obvié al lector un dato importante en estos viajes y anclajes. En los túneles migrantes no es difícil para uno encontrarse con seres en su misma situación. Sí, esos que detrás de las fotos del gran manjar en Miami también han pasado por estrechos túneles y recovecos, más habitables o menos que el propio. Ningún migrante habla de esos primeros meses o años en el túnel, no solo por ahorrarles el temor a aquellos detrás en la cola, sino debido al efecto balsámico del olvido y de la crudeza de los detalles. Este efecto olvidadizo no solo es fruto de una evolución necesaria y adaptativa, sino que, en el mejor de los casos, no disminuye la conciencia del pasado: la foto del banquete el Miami y del negocio cerrado en Nueva York tapan convenientemente los parches de esos seres sin sombras llamados migrantes. Así es como Adolfo es capaz de comunicarse dentro del túnel con otro amigo que se halla en una fase mucho superior y mucho más cómoda a la propia. Esos amigos en las fotos son desnudados una vez se lleva un tiempo dentro: todos estamos en el túnel como todos estamos en un mismo barco, solo que algunos consiguen ser viajantes de primera y otros apenas consiguieron colarse entre tripulantes de tercera. Adolfo no consigue ahorrar para levantar el ancla de su familia en Montevideo y es así como Ramón, el empresario uruguayo en Miami, ahora ambos al desnudo, le presta el dinero necesario para esos dos billetes de avión: dejarían así el país, tras varias discusiones y llantos, su hija Jimena y su reputada esposa Delmira. Su hijo Diego, ya mayor de edad, prefiere quedarse en casa de sus abuelos con la excusa de acabar la secundaria.
11 de abril de 2003
Querido diario,
Mañana me voy de acá. A Portugal. Esta vez en serio.
Mi mamá se enojó conmigo porque quiero llevar las mostacillas de los collares. Dice que no entran. Yo no puedo ir sin mis mostacillas, es lo único que me queda antes de…
Mi tía Flavia, mientras lloré, me ayudó a envolver mi cajita de mostacillas. Está toda la cajita horrible: llena de cinta adhesiva marrón que estropea el diseño. No sé si voy a poder sacar la cinta para cuando lleguemos sin que los dibujos y el diseño de la cajita desvanezcan también. Pero entrar, entra.
12 de abril de 2003
Querido diario,
Ya es hoy. Nos acompañan todos. Parece el mismo simulacro que la última vez, así que solo lo voy a creer cuando esté en el avión. Te abro en el avión.
Mamá está rara. Tuve que llevarla yo y sentarla yo con la ayuda de la otra azafata. No llora, pero no dice nada. Ni siquiera cuando le hablo. El mapa que se ve en la pantalla no se parece nada a lo que vi de Portugal en los libros. Parece al revés, rocoso y no sé, marte. Le pregunto a mamá si eso que vemos en la pantalla es en serio Portugal. No parece. Eso me vale una reprimenda: “no seas ignorante, claro que es Portugal.”
Por lo menos habla. No habló ni siquiera cuando saqué la virgencita para el despegue. Se rio y me agarró fuerte la mano, pero nada más. Con la reprimenda, ya hoy que estamos llegando, interrumpió su silencio.
Ahora estamos en una cafetería en Madrid. Yo pensaba que íbamos a Portugal primero, pero no. Nunca me dicen nada. Estamos en Madrid, que está en España. La gente parece muy buena y por alguna razón todos sonríen, igual que cuando es verano, solo que hace un frío horrible. En la cafetería no hay asientos, es todo barra y me cuesta sentarme. Está muy alto y yo soy GORDA GORDA GORDA GORDA JEI GORDA JEI GORDA GORDA GORDA GORDA GORDA GORDA GORDA
El mozo me habló rarísimo, pero me trató como si tuviera 6 años. A veces eso está bueno. Le preguntó a mamá que a dónde íbamos. Me tomé un vascolet raro, con otro nombre. No tenían vascolet. Mi mamá se enojó porque pedí vascolet. Cuando nos fuimos a la puerta del otro avión, sentí los ojos del mozo mirándome atrás. Creo que nos dijo bienvenidas. Pero no entendí bien. Mamá no está para preguntarle qué dijo ese señor, pero parece un abuelo borracho disfrazado de mozo. Como un abuelo que te dice que todo va a salir bien y al final sale bien porque es tu abuelo. Y mi abuelo nunca se equivoca.
Adolfo Paz logra, por medio de la pena y la amabilidad, ambas grandes aliadas en lo que ya es casi su primer año en Valpaços, que un compañero del hospital lo acompañe con su coche a ir a buscar a su mujer y a su hija Jimena. Todavía no tiene coche (¡ni soñarlo!) y aunque no lo reconoce, todavía le da miedo conducir por esas montañas y esas calzadas tan estrechas. Ve a su mujer, con quien se funde en un abrazo que termina siendo parco para su gusto. Ve a su hija más alta y, para su dolor, más mujer. La abraza fuerte en ese aeropuerto sacado de un futuro distópico de 2031. Se van corriendo del aeropuerto los 4: Delmira, Jimena, Jorge y él, porque a la niña le da miedo ese aeropuerto gris. Sigue igual de niña: creativa y asustadiza, y eso le reconforta.
En el camino Delmira desconfía, pero no lo suficiente para no aceptar la mano de su marido por debajo del asiento trasero. La niña dice que va a vomitar y suele acertar en sus presagios. Jorge para el coche a pesar de los remilgos de su amigo y Delmira. Cuando la niña se despierta, en efecto: por el retrovisor, Jorge la ve muy pálida. Tal vez solo esté asustada, piensa. Continúan el camino después de unas arcadas de baba de la niña. “¿Ves? Tanto para nada”, le dicen.
Jorge los deja en la puerta de casa de Adolfo cuando ya se está poniendo el sol. Los ayuda a dejar las maletas en el nuevo piso de su amigo: una vivienda de nueva construcción en la entrada del pueblo. Todavía no logra entender cómo su amigo, médico, alquila un pequeñísimo apartamento en vez de pagar una hipoteca de una casa como todo el mundo en el hospital. Cuando no lo conocía, creía que era el típico español que se iba de putas. De esos abundan en el hospital de Valpaços: vienen a trabajar a Portugal, a esta zona empobrecida, y ganando el doble que en España se van de clubs mientras sus mujeres están en sus casas en Galicia. Este perfil, a Jorge, portugués tradicional y creyente donde los haya, le da verdadero asco. Cuando conoce mejor a Adolfo y su amabilidad (casi ingenuidad) pasa a creer que tal vez ese modo de vida escueto sea tradición uruguaya o acaso lo contrario: algo muy europeo y sofisticado, como se lleva en Alemania: “Después de todo” piensa, “en Alemania viven bien y se lleva vivir de alquiler”. Pasa así, de la extrañeza a la desconfianza y de la desconfianza a la ternura, fases por las que pasa gran parte del pueblo ante la llegada de Adolfo, el médico nuevo de origen desconocido (aun cuando lo sitúa él en el mapa).
Jimena llega y lo inspecciona todo: desde su cuarto ¡de cama matrimonio! Hasta el trastero de la lavadora. Salta y juega como un perro cuando cree que no la ven. Adolfo ve de nuevo, de arriba abajo a su mujer, Delmira, con mucho miedo. Sabe que piensa que es un apartamento pequeño. Que con lo que ella ganaba estaban en la casa a primera línea de mar. Que su grado 5 en medicina interna. Que su prestigio. Que su presidencia en la asociación de asma. Que su premio nacional de medicina. Que sus padres. Que sus amigos. Que su vida.
Pero también sabe que todo eso no lo dirá, al menos no ahora. Si tiene suerte todavía tiene tiempo. Puede sorprenderla con sus ahorros una vez consiga el coche que quiere y un trabajo para ella en el hospital. Tal como dijo su jefe, “doutores faltam, Adolfo” mientras intenta poner fina la raya de coca en uno de sus pisos céntricos recién estrenados del pueblo, propiedades lejos de su casa familiar. “Se a sua esposa tem o currículo que disseste e tem ainda por cima a nacionalidade espanhola, prontito se homologa”. Aspirada la raya, añade en el tierno portuñol con el que se dirigía a Adolfo: “enquanto estiver prontita vai vir ter comingo ao hospital, e vamos ver como está o assunto.Tú não te preocupes, Adolfo. Tenho o pressentimento que ainda vai apanhar mais trabalho do que tú, haha…y cuidadito con eso”. Adolfo nunca en su vida pensó que la arena del túnel del inmigrante pudiera ser a la vez cocaína que entra sumisa por la fina nariz de su amigo Luis.
Con toda esta escena desagradable en mente y dejadas las maletas y los abrigos en los armarios, propone algo que le saca una sonrisa:
-¿Vamos abajo a tomar algo?
Con el precioso atardecer cruzan la rotonda, que hace bajada y posibilita la vista de todo el valle de viñas deslumbrado por los últimos rayos de sol. Con la boca abierta, Jimena contempla esto y su padre agarra la mano a ambas al cruzar las calles y entrar al bar-panadería. En este no solo hay un surtido de pasteles inacabable que hace tiempo no se ve por Montevideo salvo en los barrios más lujosos y en los shoppings, sino un computador y silla.
-¡Es cibercafé!
-¡¿Sí, viste?! Desde acá te escribía. Pedí lo que quieras.
-¿Lo que quiera?
-Es tu premio por no vomitar. Y porque estás hermosa.
No acostumbrada a esa voz quebrada de su padre ni mucho menos a esas concesiones por su parte, Jimena pone la cara encima del cristal, y la panadera ríe ante el asombro de la niña. Jimena pediría su primer bolo de arroz portugués en perfecto español rioplatense, olvidándose por completo de la barrera idiomática, pero la panadera la entiende y risueña sirve a su gusto el pastel con lo que será el primer café en la vida de la niña: um galão (vaso de leche con una lágrima de café). Jimena tardaría pocos días en aprender en portugués toda la variedad de cafés.
Sentados los tres en aquel bar-panadería, con el baile de sus sonrisas, harían su primer fuego amigo. Solo interviene Delmira, por primera vez:
-Valpaços… parece valle de pasos, ¿no? Como una ruta de huida para los españoles o algo así.
-La verdad, ni idea. Pero tiene pinta. Cerca hay una ciudad que se llama Chaves, que obvio, significa llaves.
-Está bien.
Día 17 de abril 2003
Querido diario,
Me da miedo escribir y no sé por qué. Siento que ya no soy Jimena.
Hoy fui al centro de Valpaços con mi mamá. Les dije que quería un diario nuevo (con este te estreno) y no dijeron más. Compramos un montón de cuadernos y lápices. No me pusieron frenos y agarré todos los más bonitos de la papelería. ¡Qué hermosa papelería, llena de libros y papeles y cuadernos y en pleno centro! Puedo empezar a leer en portugués. Acá hay un montón de revistas que no hay en casa, y deben ser baratas porque papá no me deja agarrar solo una, las agarro de 3 en 3. También hojeé algún libro, pero no estoy convencida. Acá no hay Mellizas de Sweet Valley y sí Harry Potter. Lo único que había acá que hay en casa es Harry Potter. Ni con esas lo leo.
Tengo fuertes deseos de escribir y a la vez siento miedo. Tengo miedo.
Con algunos de los cuadernos voy a empezar a estudiar portugués con la mamá del jefe de papá. Todavía no puedo ir al colegio porque acá las clases están al revés. En realidad, todo está al revés, hasta el cielo.
Papá y mamá están muy juntos todo el tiempo. Papá quiere que vaya a clase igual, aunque pierda el año, así hago amigos y aprendo portugués, pero mi mamá y yo lo convencimos de que esperásemos hasta septiembre. Igual él me rezonga y me amenaza con ir a clase cuando extraño casa y Montevideo y mis primos melli y lloro. Lloro tanto como camino paso a paso por la angosta calle que me lleva a la casa de Hellen para las clases. Apenas hay sol. Todo parece un túnel.
*Túnel Valpaços es la segunda entrega de la serie Túneles.
PRIMERA ENTREGA: TÚNEL LISBOA.
Una respuesta en “Túnel Valpaços”
[…] Valpaços fue para Jimena el túnel del infierno, el tren de fantasmas del parque Rodó en Montevideo: trucho, viejo, sucio y con giros previsibles y fantasmas mal vestidos, pero igualmente angustioso. Hizo pocas amigas, pues al principio solo se atrevía a hablar con una, que ni siquiera estaba en su clase, además de con su porfiada profesora particular. Hubo bullying, sí, lo que ahora llaman acoso escolar, pero la personalidad de Jimena era tan insondable y retraída que resultaba agotadora como presa. Sólo en unas tres ocasiones el acoso fue físico y por tanto lo suficientemente insoportable para que Jimena pusiera una queja, pronunciando así sus primeras palabras en un maduro portugués, dejando atónita a toda la dirección. Ella pronunció esas palabras con miedo, no por la pronunciación o adecuación, sino por lo que supondrían. Según le decían chicas de cursos superiores (muchas de ellas también extranjeras, de Ucrania), la dirección nunca hacía nada que no fuera limpiar la sangre en caso de que la hubiera. Para su sorpresa, 8 palabras movilizaron a toda la dirección, encontraron a los abusadores y los penalizaron. Las ocho palabras se multiplicaron en muchos actos de habla que convocaron a sus padres, a una de sus profesoras, hasta a una bedel que hacía las veces de psicóloga. Todo esto le parecía excesivo a Jimena, que pasó la tarde, y luego los días, sorprendida ante el giro de los acontecimientos. Había logrado lo que se proponía: que la dejaran en paz, en su mundo, pero las ucranianas dejaron de hablarle. “És a filha do doutor” …y ante su silencio, repitieron: “you’re the daughter of the Doctor”. Jimena dejó a las chicas jugar a su antojo en el parque, logrando entender perfectamente ambas frases, pero no su significado discursivo ni mucho menos su razón de ser. Ahora que su mundo se hacía más grande, ahora que se dio cuenta de que podía hablar, sus raíces y clase la empujaban a la fecha de inicio, de nuevo a la casilla de salida. Pero, por supuesto, todo esto ella no lo entendería hasta años más tarde, como tampoco entenderían las ucranianas la total ausencia de nuevos abusos. […]