Túnel Lisboa

Ser migrante es un camino incierto, oscuro e inacabable.

Los que lo probaron ya saben lo que se siente. Sea con visado, ciudadanía comunitaria, como turista mentiroso, como el que cruza la frontera o como quien cree tener todas las garantías: ser migrante es un camino incierto, oscuro e inacabable. Podría definirse como la entrada a un túnel cuyas paredes y piedras traseras se van cerrando a medida que uno camina, apenas ose mirar atrás. Bifurcaciones, ríos de espejismos y derrumbes de los que conseguimos escapar más o menos ilesos. El proceso de migración cambia al ser humano. En parte lo desnuda por medio de la necesidad o del miedo; también se arropa con distintas mantas y costuras que uno va consiguiendo por mérito propio, y, en el mejor de los casos, consigue ropajes bondadosos que nunca hubiera usado, pero que más pronto que tarde, se convierten en una segunda piel. El migrante sigue una luz al final del túnel. Al contrario del imaginario habitual, no es la muerte la luz que lo espera, sino la esperanza de un espacio más confortable, de cuidar de su prole, alcanzar cierto éxito y, en definitiva, donde estar más a salvo. 

Hay diferentes entradas al túnel y para Adolfo Paz era mejor entrar solo, apenas con un contacto poco claro en Lisboa, un pasaporte comunitario y la promesa de una cuerda de ida y vuelta que en realidad nunca existió. Como se mencionó antes, las paredes se cierran a medida que el migrante camina. Cosa distinta es que, con viento en popa, el resto de la familia siga o no su camino. 

El túnel parecía hecho adrede sucio y triste, casi como la capital tercermundista que dejó atrás. No se parecía en nada al resto de túneles que había visto por fotos de sus amigos: cenas en Miami tras largo ajetreo en el trabajo, una Nueva York insegura pero llena de promesas y multiculturalidad, una Andalucía siempre apacible y soleada. No. Este túnel se llamaba Lisboa y sus gentes eran casi tan nostálgicas como aquellos que dejó atrás, solo que (¡encima!) sin fútbol, o al menos en comparación con aquel fútbol que dejó atrás. 

Hubo un primer derrumbe. En la capital europea, donde se suponía que todo estaba garantizado, en márgenes de legalidad y cuidado como le había dicho la señora de la agencia de viajes, sufrió su primer y único robo: la maleta, justo en la entrada del hotel donde se hospedaría. “¡Si estaba ahí cuando salí del auto…!” Me perdonarán mis lectores si he de detenerme con los acontecimientos de la historia para concretar que para el bicho migrante la maleta no es una maleta. La maleta es algo así como un salvavidas, o, siguiendo la metáfora del túnel, una linterna. Nadie es tan estúpido para meterse a un túnel proclive a derrumbes sin una linterna. La maleta contiene los rituales de paso sin los cuales se queda en la absoluta oscuridad: homologación del título, pasaporte comunitario, premios y certificados, agendas, más documentos de identidad…

En el derrumbe cayeron estalactitas en forma de policías que lo criminalizaban a él, en parte por no entenderle, en parte por la agresividad física de su reacción, pues creía que había sido el chófer, o algún cómplice de este, el ladrón de la linterna. Tras una noche buscando en la basura municipal, en el barrio, en el propio hotel (en el cual apenas entró) y preguntando a vecinos, lo único que consiguió atisbar fue la sonrisa de un ladrón eslavo, quien le dijo que él jamás robaría documentos de identidad ni títulos: “los dejaría en el hotel”, replicó ofendido. 

Ahora bien. Centrémonos en la metáfora del túnel. Parte del dinero lo tenia en su otra maleta, la de mano. Con parte de ese importe pudo pagar la primera estancia en el hotel, ya de madrugada, pese a las muecas de incomodidad del recepcionista. El ser humano es más básico de lo que creemos. Al igual que un bebé que llora porque necesita comer, el adulto más experimentado y fornido también da señales de vida (de hecho, muy parecidas) en una situación de derrumbe. Como puede y con lo que tiene, grita. Así pues, Adolfo Paz llama desde el cubículo de los teléfonos del hotel a su mujer en Montevideo, más reacia a irse del país, pero envuelta en deudas que amenazan en lo más básico a ella y a sus dos hijos. 

La niña quiere hablar con el padre de su llegada, pero no le dejan. Le dicen que al padre apenas se le entiende y que “igual está todo bien, está cansado”, sin mirarla a la cara. La conversación que ve y oye a medias se alarga entre gritos, llantos y la palabra “divorcio”. Una vez cuelgan, desde el sofá y todavía en su perpetuo camisón observa como su madre se sienta ante la pantalla de la computadora, primero con las manos en la frente, después en el teclado. Esa computadora del 2002 que, ya en sus últimas, solo sirve para lo que lo necesitan: enviar correos electrónicos. Como la cuerda que une dos vasos a modo de teléfono. 

Mientras tanto, al otro lado del hemisferio, Adolfo Paz apenas consigue dormir y comer. Olvida ducharse y lavarse la cara, pero, con el exiguo portugués brasilero de su viaje de fin de carrera y, sobre todo, su intenso lenguaje corporal, consigue hacerse entender y finalmente encontrar la comisaría donde realizar formalmente la denuncia de robo. Lo que al policía lisboeta le parecía un pleno trámite de “denuncia por robo de maleta” acabó, para su desgracia, siendo un verdadero tormento. 

No necesito sólo la denuncia de la maleta. Necesito la denuncia de una parte de mis documentos de identidad y, sobre todo, de todos los papeles, títulos y certificaciones que estaban en la maleta. 

Cuentan las malas lenguas que, ante la insistencia de Adolfo, y tratándose de documentos y no de, pongamos por caso, joyas o dinero (dado que no le permitieron dejar en constancia el dinero robado), el amargado y resignado policía lisboeta permaneció toda la tarde intentando hacerse entender con ese señor y su diccionario desactualizado. Total, el rubio Adolfo parecía más un enfermo mental de la ya descompuesta KGB que un migrante desesperado, y para evitar agresiones, amenazas o llamadas al psiquiátrico, accedió a sus pedidos, por intraducibles que fueran. 

Con todos los papeles firmados y clasificados en mano, volvió a su habitación. Gastó parte del dinero en pagar la semana entera en su hotel, que, vista ahora con más detenimiento, no era más que una pensión lúgubre con aires de grandeza. Ante un derrumbe o terremoto solo cabe esperar, a veces, sin saber muy bien a qué. 

Tres días más tarde, en el que el desayuno del hotel era su única comida y el sueño su distracción predilecta, el recepcionista le llamó para avisarle de una llamada que, por descarte debido al lugar de donde provenía, que no conseguían localizar en el mapa, solo podía ser para él. Bajó a las cabinas hoteleras, pero finalmente decidió hacer uso del computador del hotel. En la bandeja de entrada le esperaban 3 correos de su enojada mujer con una foto (mal hecha) del recorte de un periódico local gallego. En este se pedían 3 médicos (con título europeo homologado) para cubrir puestos de medicina interna en un pueblo de la zona montañosa del norte de Portugal. La tipografía y las mayúsculas de la oferta parecían transmitir la misma impaciencia que sentía Adolfo, o acaso fuera su proyección. No preguntó su procedencia ni legalidad: simplemente llamó. El aviso procedía de una prima muy lejana de su mujer, que nacida gallega y sabiendo que tenían pensado emigrar a Europa, pero a la vez desconociendo por completo la situación de Adolfo, envió el fax con la antigua ilusión pretendidamente caritativa de ostentar migrantes del mismo país que le diera de comer a su padre tan sólo décadas anteriores. 

Tras el contacto con el jefe del hospital de Valpaços, Luis, se enciende al fin la vaga luz de una linterna, que lo llevaría, un mes más tarde y con 15 kilos menos, a ejercer de médico. Recuerden bien que Adolfo no tenía el dinero para pagar esas 3 semanas extra. Sea por sus supuestas habilidades negociadoras o por pura compasión vistió el primer ropaje, aquel que llega cuando y si el anfitrión del país lo ofrece. El dueño del hotel, un angolano ya interesado en conocer mejor la situación de su huésped, le permitió hospedarse 3 semanas más en una suerte de habitación que no se llegó a terminar de construir, a cambio de que llamara la menor atención posible: esto es, nada de desayunos en el bar ni mucho menos servicio de habitaciones. 

Un mes después y tras un interminable viaje al norte de Portugal, en el que las montañas parecían cada vez más y más altas comparado con la ridícula planicie montevideana, llega al pueblo señalado: Valpaços. Pese a la pobreza que menciona Luis, parece un pueblo mucho más ostentoso que la capital que deja atrás, piensa. Al menos los niños juegan en la calle, hay parques y hasta una pista de fútbol. Tras una semana en una pensión sin calefacción y súplicas por una pequeña parte del sueldo por adelantado, comienza a trabajar en el hospital, aún sin haber firmado contrato. Cabe señalar que la especialidad de Adolfo era de ginecólogo. Antaño, a sus 18 años, Adolfo entrara en la disyuntiva entre ser químico o ginecólogo; jamás sumándose otra variable en esta. Pero el túnel no permite mirar atrás, y menos ante tal derrumbe. Ante el desespero de ambas partes (Luis, un empresario cocainómano, generoso y a la vez sin escrúpulos, más angustiado por inaugurar por fin el hospital de su pueblo que de minucias…Olhe lá O Adolfo…um doutor é um doutor!) las bifurcaciones cerradas y, sobre todo, el hambre de Adolfo, poco se discutió más allá de la fotocopia compulsada de la homologación, aún en trámite desde Montevideo, gracias a la denuncia del policía lisboeta frustrado. Adolfo Paz ejercería de médico internista en un pueblo donde jamás conseguirían encontrar Uruguay en el mapa. 

*Túnel Lisboa es la primera entrega de la serie Túneles.

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