Ciudad de México, diciembre primero.
Pasan de las seis de la tarde ya, y es el primer día de diciembre. Afuera el aire corre como anunciando el invierno, aunque raro porque falta tiempo. Casi doce horas de laburo con apenas algunos descansos para ingerir alimentos e ir a comprar café –porque estaba ya agotado y yo así no puedo vivir. Decido, entonces, mirar el teléfono rápidamente. En una conversación que yo adoro por quienes ahí habitan a la distancia, de pronto salió a relucir el fenómeno comedia romántica, y, por supuesto, vino a la mesa Notting Hill (1999, Roger Michell). Devino todo el un ensalzar algunas cintas y dejar de lado otras. Una situación que parecía ser como cualquier otra. Pero, para la fortuna de mi melancolía, había terminado ya los pendientes del día y algunos del día de siguiente. Decidí, entonces, botar deliberadamente toda cuestión laboral sin reparo alguno de las consecuencias próximas. Sin embargo, con la misma inconsciencia, sabía que me había ganado a cuentagotas esas horas para mirar Notting Hill, y entonces apagué todo. Encendí el televisor, busqué con locura la cinta aquella por todas las (cada vez menos amigables) plataformas de streaming. La hallé en renta por unos cuantos pesos y no lo pensé más. Anuncié, por supuesto, culpando a todos y a nadie, que estaba por ir a mirar una vez más esa película que llenó de gloria a los románticos por toda la eternidad. Me despedí de mí al minutos dos, y decidí entregarme a la mirada demoledora de Julia Roberts y a ese acento entrañable de Hugh Grant.
Pasaban los minutos y yo sólo pensaba, y pensaba más en absolutamente todo y en nada. Me detuve, por momentos varios, en esos bocetos de perfección que dibujan esas cintas, que embelesan el más puro de los amores más románticos. Y no lo menciono, pues, como queja alguna, puesto que aquí continúo disfrutando cada ocasión que miro esta cinta de Michell.
(Por otro lado, sin embargo, en uno menos simpático, cuando William Thacker, en ese papel de librero resignado pero consciente de no querer dejar de serlo nunca, le recomienda un libro que, extrañamente –casi como él lo dice– sí está en él contado algo atinado con un viaje, desmembra un hecho particular dentro de esa industria librera: la de aquellos escritores que se reinventan al grado de la mentira, elucubrando falacias sobre los países y sus encantos. Y aquello me remitió a Lejos de Veracruz, esa novela de Enrique Vila-Matas en la que, desde el agudo sentido de la nostalgia, el menor de los hermanos Tenorio cuenta, a base de recuerdos que no se sabe realmente su procedencia, cómo el hermano mayor escribía historias de viaje y se hallaba repleto de éxito sin salir de casa. Escribía sobre lugares que en la vida había visitado. Y así estaba destinado a triunfar a pesar de todo. Y es que eso nada tiene que ver con ese beso que le da Anna Scott (esa actriz hallada en una casa fuera de su radar) a William Thacker en esa casa a la que vuelve con el pretexto de haber olvidado un bolso. Un escena que evoca todo lo que se ha dicho y no de ese género taquillero: se ha logrado el sueño, lo imposible, ¡y no hemos siquiera pasado el primer tercio de la cinta!).
Confieso, como pecador ante mirada fulminante del cura de la parroquia de la colonia, que he llorado todas y cada una de las veces que he mirado Notting Hill. Desconozco la razón. La miro cada vez con la mente completamente aperturada a descubrir. Siempre fracaso. Apenas Julia Roberts decide robarle el primer beso a Hugh Grant yo estoy ya dispuesto a soñar con alguna vez emular algo así. Incluido el desprecio posterior en reiteradas ocasiones. Porque uno decide rodar por la colina sin protección alguna que lo salve de morir en el intento de llegar vivo. Así soy. No reparo en daños cuando se trata de querer, que no de emular. Eso nunca. Uno acepta haber lanzado la piedra e incluso dice cuál, pero nunca se dice donde cayó. Así los cariños y sus respectivas derrotas, sin aspavientos.
Y entonces me descubro pensando en Notting Hill y en las comedias que me han acompañado en este inicio de mes que parece no ser ni mes ni inicio ni final ni nada. No estoy viéndola ya más. Me encuentro lejos de la ciudad. Lejos. Hace más de una semana que decidí cortar la película en los créditos, luego de mirar esa escena que en un final pone un punto y seguido a la travesía. La continuación de lo que existió siempre a pesar de los matices.
¿Tanto pesan los deseos, las ideas? ¿Es sólo que nos gusta en exceso una película a pesar de nada? ¿Es Hugh Grant? ¿Es Julia Roberts? ¿Es que somos todos presas del gusto y la fascinación de las comedias románticas aunque a ojos de cualquiera escondamos el gusto? ¿Es esto sólo la vida? Creo, sin duda alguna, que crecer es disfrutar de las comedias románticas sin miedo a decirlo. La adultez se manifiesta aceptando que se llora viendo a Julia y a Hugh ser felices por siempre. Ahí hay que emular. Seamos felices todos. Temo por la tristeza siempre recurrente en este espacio: esta vez les he fallado. Pero no me lo deben a mí, agradezcan a las pantallas. Apaguen entonces las luces, y cierren todo. No vale la pena quedarse a mirar los créditos.
Acapulco, Guerrero, diciembre nueve.