Por esos días la vida se había tornado normal. Normal es un decir, la verdad que las clases en la universidad me tenían abrumado, casi atosigado.
Lo bueno de ese día es que el sol había salido. Durante casi un mes la ciudad había amanecido con garúas y un cielo gris que me ponían taciturno, sin ganas de levantarme de la cama.
En esa ocasión y desde la 6.30 am, los brazos del sol empezaron a cobijar cada resquicio de la ciudad. Frente a ello, me sentí feliz. Si bien tenía la carga de los estudios, mi fuero interior se mostraba tranquilo y al mismo tiempo regocijante.
Me duché, me cambié de ropa, tomé desayuno y partí hacia la universidad.
Era martes, tenía clases de fotografía. Mentiría si digo que me gustaba dicha clase. Asistía porque era necesario aprobar el curso para pasar de ciclo. A mí me gustaba escribir solamente. Convertirme en un buen periodista y escritor eran mis metas.
Esto último lo advirtió el profesor, un tipo alto, de frente amplia, con treinta o quizá treinta y cinco años encima, que portaba anteojos y lucía una camisa a cuadros, grisácea, aunque a veces era verduzca. También se dio cuenta de mi desinterés por la fotografía.
Me lo hizo saber, aunque de manera sutil al final de la clase.
—Tus imágenes son buenas, pero pueden ser mejores, dijo acomodándose los anteojos.
No tomé a mal esta declaración, mi mente estaba puesta en otras cosas; sin embargo, el tipo abrió de nuevo la boca. Confieso que sentí una especie de pavor y fastidio cuando terminó de hablar. Iría a una comisión. Partiría a Huanchaco esa misma tarde. Intenté refutarle pretextando otras ocupaciones, pero fue en vano.
Cuando me vi solo en las escaleras de la Facultad presto a retirarme a casa, sentí un hervidero en la cabeza. Realizar labores en un lugar de manera inesperada, por esa época, era algo insólito para mí. Yo que me preparaba con días y horas de anticipación; sin embargo, luego cavilé, se trataba de un desafío.
Llegué a casa. Almorcé. Y luego de unos minutos cogí el primer micro y me fui.
Esa tarde llevé una mochila rala y oscura, y lucí un par de zapatillas viejas y una camiseta verde adquirida hacía seis o siete meses, centrado únicamente en acabar de inmediato el trabajo.
Sin embargo, nada fue sencillo.
Ni bien llegué me sentí un extraño. La gente me miraba. Algunos se reían. Otros se asustaban. El sol quemante se estrellaba contra mis mejillas. Las aves danzaban cerca del muelle. Las olas embravecidas arremetían contra la arena y al acercarse a los peñascos se quebrantaban y retrocedían. Los minutos avanzaban y los poros empezaron a saltar de mi cuerpo formando charcos en mi frente y en mi espalda.
No recuerdo bien cuánto duró la caminata, quizá dos horas, tal vez un poco más, lo que si no olvido es la garganta seca y los anteojos que comenzaban a nublarse, pero eso no impidió que los disparos cesaran, los flashes se habían centrado en un grupo de ambulantes y turistas, además de espacios rocosos e inmuebles precarios que parecían venirse abajo.
Con el sol aun clavado en el cielo y con el viento que se colaba por mis huesos volví a Trujillo.
Llegué a casa, saludé a mi madre y a mi sobrino. Luego me metí al baño y a los pocos minutos entré a mi habitación para cambiarme de ropa y alistar mis cosas.
Salí.
Cuando estuve cerca al paradero, presto a ir a la universidad, algo increíble y que estaba fuera de mi lógica, se desató: una mujer delgada, de mirada tierna, vestida de suéter lila y con peinado de cerquillos surgió inesperadamente y me quedó mirando.
Iba custodiada por dos mujeres, quizá su madre y su tía, tal vez solo sus primas o amigas.
En esos segundos me pude dar cuenta cómo estaba su rostro, con sus mejillas henchidas de rubor, exhibiendo una dentadura perfecta y clavando los ojos hacia mí, llenos de emoción y júbilo como si el mundo se hubiera paralizado y solo existiéramos, ella y yo.
Yo también sonreí, pero fue tan rápido, subí al primer micro azul que se había parado frente a mí. Tenía un nudo en la garganta y la piel de gallina.
La perdí de vista.
Esos minutos en el micro, me parecieron los mejores de mi vida. Pegado a la ventana, me sentía cansado, pero con la satisfacción de haber cumplido con la comisión asignada, asimismo comprendí algo, había aprendido un poco más sobre fotografía; pero lo que más me llenaba de júbilo era que aquel rostro infantil visto hace unos segundos se había sumado de nuevo a mi vida luego de varios meses. Se habían disipado los rencores del pasado. Ahora se abría un nuevo camino para mi vida. Pero esa es otra historia.