Con motivo del reciente estreno de Una batalla tras otra (2025), la redacción de revista purgante se propuso a repasar buena parte de la filmografía de Paul Thomas Anderson, uno de los cineastas más interesantes del cine contemporáneo.
Una batalla tras otra (2025)
En su más reciente película, Paul Thomas Anderson toca a su propio ritmo una melodía que surge del universo de Vineland, esa novela épica del mítico escritor norteamericano Thomas Pynchon. Con su talento habitual, el director y guionista californiano deconstruye la historia a través del formato de VistaVision, lo que permite que la película tenga esa textura tan particular. Ahora bien, después de este giro de tuerca nos queda un guión magistral, donde la comedia y la crítica social conviven a la perfección. Quien lo niegue, poco sabe de la Fracción del Ejército Rojo o de los movimientos sociales de los sesenta, que parecen estar muy bien representados en la fuerza narrativa del grupo French 75. Para muestra Ghetto Pat, interpretado por Leonardo DiCaprio, cuando acompaña al personaje de Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) en el amanecer de la resistencia. Dicho esto, quizá el mayor éxito radique en el personaje de Willa (Chase Infiniti), la hija de ambos. O en el de su maestro de kárate, Sergio St. Carlos, ese revolucionario sin reflectores que encuentra su punto más alto gracias a Benicio del Toro. Por último, la mano de Allan Padelford se nota en la última secuencia, donde la persecución automovilística toma un matiz casi de genialidad. Y ni qué decir de un Sean Penn pletórico, que rara vez decepciona.
There will be blood (2007)
Existen filmes que invariablemente se imponen. Es posible intuirlo pasados algunos minutos. Aquella mirada, aquella voz, aquella presencia que, inevitablemente, someterá nuestra atención y dominará nuestra memoria, ocupa la pantalla. Le escuchamos y estamos a punto de contestarle, de manera afirmativa, ante cualquier petición que haga. Su presencia no solo refleja seguridad sino un completo dominio de la situación. Él lo sabe y, quizá, nosotros también, no obstante, lo aceptamos y nos sometemos, convencidos y dóciles, ante sí. There will be blood, del director estadounidense Paul Thomas Anderson, es un filme que posee múltiples dimensiones y lecturas. No obstante, quizá una de las más notables, es la representación del poder. Su ascenso, sus pliegues y manifestaciones. Inspirada en la novela Oil de Upton Sinclair, esta obra cinematográfica enfoca la atención en Daniel Plainview, cuyos tenaces y triunfantes hallazgos, lo convierten en un rico empresario petrolero. No obstante, el filme no es la típica narración ascendente hacia éxito sino, a la manera de la tragedia griega, una compleja narración sobre el poder. Al inicio del filme, observamos al protagonista durante un viaje exploratorio, en busca de aquellos territorios donde puede encontrase el petróleo. Durante la travesía, cual pequeño Ganímides, su hijo le acompaña. Sin embargo, la relación con él estará marcada por una combinación de afecto, culpa y la complejidad inherente a los vínculos donde la autoridad paterna se impone. Es, en esencia, la historia de un padre que cree tener el control, hasta que su hijo evidencia lo contrario. Un duro golpe para gran señor. A medida que la historia se desenvuelve, somos testigos de feroz honestidad del protagonista: I see people and I see nothing worth liking. En algún sentido, la frase podría interpretarse como un despliegue de arrogancia, sin embargo, la sentencia se muestra también como la breve pero contundente descripción de una sociedad mentirosa, atrapada en sus propios engaños, y buscando, incansablemente, su propio beneficio. Daniel, sin embargo, no intenta redimirse, por el contrario, abraza esos deseos, se apropia de la brutalidad, asumiendo las consecuencias y empujándolas hasta el momento en que él mismo es capaz de decir: Im finished. Esta sentencia, gravemente enunciada en la última escena, a manera de catarsis, ofrece también una lectura múltiple: acaso el protagonista ha terminado con la tarea final, con ese último pendiente o bien, él mismo está acabado. Ambos sentidos se entrelazan entre sí para mostrarnos que quizá, en la integración radical de uno mismo, es posible alcanzar una forma de serenidad.
Phantom Thread (2017)
Con la convicción de que basta la aspiración a la inmortalidad para reproducir la experiencia de lo sublime, un ejército de impostores parece haberse propuesto, desde la vacuidad autorreferencial, la misión de profundizar la degradación contemporánea mediante la reproducción de diseños urbanos monstruosos, edificios esperpénticos y simulacros artísticos. La certeza de que todo es posible con dinero se ha encargado de cebar esta hidra. Una burda sucursal del Louvre en Abu Dabi, una réplica kitsch de Hallstatt en Guangdong o una imitación infantil de Venecia en Las Vegas ilustran el escolio de don Nicolás Gómez Dávila, quien afirmaba no reprobar el capitalismo porque fomentara la desigualdad, sino porque favorecía “el ascenso de tipos humanos inferiores”. Si a eso se le suma la caterva de carroñeros que, aprovechado la tergiversación de la experiencia estética, ha decidido encumbrar a estas luminarias como modelos de virtud, el mundo actual resulta francamente indigesto para quien todavía conserve algún vestigio de sensibilidad. Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), protagonista de la película Phantom Thread (2017), es uno de los últimos paladines de una “belleza elitista”, que, justo por no estar al alcance todo el tiempo, ilumina la existencia. En el Londres de los años cincuenta, este diseñador ha erigido, desde un perfeccionismo corrosivo y un compromiso intransigente con la calidad, un refugio contra la degradación que, con la extinción de la aristocracia europea tras la Segunda Guerra Mundial, la proliferación de “nuevos ricos” y la avalancha de colecciones prêt-à-porter, se anuncia en el horizonte. En este santuario la belleza refulge en cada resquicio: desde las telas de colores, las molduras de las ventanas o las esculturas renacentistas hasta el desfile cronometrado de las costureras o la serenidad de la joyería reposando en el cuello de las modelos. Una mano prodigiosa, animada por la Sinfonía fantástica de Hector Berlioz, convierte bosquejos de vestidos en obras de arte rutilantes. A pesar de toda su perfección, este remanso de refinamiento amenaza con tornarse en una prisión. En el ínterin, una humilde mesera, Alma (Vicky Krieps), seduce con su inteligente espontaneidad a este Pigmalión moderno y termina convertida en modelo, musa y amante. Cuando ésta defiende un vestido diseñado por la Casa de Modas Woodcock, al pensar que la mecenas que lo ostentaba no era merecedora de portarlo, aquél se convence de haber encontrado el espíritu necesario para animar el mecanismo de relojería orientado a lo sublime: “Hay cosas que me corroen, cosas que debo hacer ahora, cosas que simplemente no puedo hacer sin ti para que mi agrio corazón no se ahogue, para romper una maldición”. Con esta fábula situada en el universo de la alta costura, Paul Thomas Anderson ofrece una trémula esperanza de que, más allá de producciones efectistas y melodramas gratuitos, todavía es posible encontrar en el cine, pese a las airadas protestas de Roger Scruton, una ventana a la experiencia estética. No es poca cosa.
The Master (2012)
Fue a finales del 2009 cuando se supo por primera vez que el director Paul Thomas Anderson estaba trabajando en un guion que abordaría la fundación de una secta religiosa, cercana a la cienciología. Durante el Festival de Cannes, en la edición de 2011, apareció un primer cartel enigmático que anunciaba: Untitled Paul Thomas Anderson Project; finalmente, el 1 de septiembre de 2012 se estrenaba The master, en el Festival de Venecia, donde se alzó con el premio Fipresci a la mejor película. Anderson venía de su laureada There Will Be Blood (2007) y existía una enorme expectativa sobre su nuevo trabajo, para el que había reclutado un cast de ensueño: Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Jesse Plemons y Rami Malek, entre otros. The master es un ejercicio incómodo, rasposo, un retrato abstracto sobre las contradicciones de la naturaleza humana. La historia sigue a Freddie Quell, un perdedor con estrés postraumático que bebe extrañas pócimas y busca un lugar en una sociedad que se reacomoda después de la Segunda Guerra Mundial. El carismático líder de la secta La causa, Lancaster Dodd, encuentra a Quell como un animal sin control y anonadado por los tónicos que prepara (que incluyen etanol de bombas, disolvente de pinturas y lo que exista a la mano), por lo que le propone unirse al grupo. Ambos personajes crean una bizarra simbiosis, donde Freddie (un Joaquin Phoenix frenético, pre Joker, 2019) entre su obsesión por el sexo y la búsqueda de violencia, se vuelve un ser insalvable del abismo; Dodd (Philip Seymour Hoffman, intenso), por su parte, será víctima del fracaso de sus emociones, ante la mirada inquisidora de Peggy (Amy Adams, nominada al Oscar), su esposa, quien, en el fondo, lleva la batuta de la organización. Esta obra maestra de Paul Thomas Anderson es como uno de los brebajes de su protagonista: lleva un poco de la biografía del fundador de la cienciología, L. Ron Hubbard; incluye algunas anécdotas de soldados que el actor Jason Robards le contaba a Anderson en el set de Magnolia (1999) sobre el consumo de alcohol durante la guerra; contiene atisbos argumentales no utilizados de There Will Be Blood, pasajes de la vida del escritor John Steinbeck y los estragos de la dianética y sus primeros seguidores. Compleja e indescifrable, The master complementa sus armas con la estilizada fotografía del rumano Mihai Malaimare Jr. y la aguda banda sonora de Jonny Greenwood, integrante de Radiohead, que seguiría trabajando en el futuro con el cineasta norteamericano. Algunos críticos aseguraban que Paul Thomas Anderson era el nuevo Kubrick. Nada de eso. PTA es grande por mérito propio y cada filme que presenta es una muestra contundente de ese talento desbordante.
Magnolia (1999)
El apoteósico prólogo de Magnolia encontró sustento en tres insólitos casos que vieron la luz en diferente tiempo y lugar, donde el azar y las circunstancias se fundieron para construir una atmósfera casi teatral. La primera refiere a la ejecución de tres hombres acusados del asesinato de Sir Edmund William Godfrey, un farmacéutico del barrio de Greenberry Hill, en Londres. Lo extraordinario del caso reside en que se trataba de tres vagabundos movilizados por el simple hecho de robarle, identificados después como Joseph Green, Stanley Berry y Daniel Hill. La segunda recupera la famosa leyenda urbana del submarinista calcinado. Resulta que ante la propagación de un incendio forestal, un buzo es aspirado por un avión que trataba de succionar agua para después tirarla y apagar el fuego. El bombero encargado de pilotear la nave había tenido un altercado apenas dos noches antes con el buzo en un casino de Reno, en Nevada. Tras el incidente, emborrachado de culpa, el bombero se voló la cabeza. El tercer caso, quizá el más delirante, explica el intento de suicidio de un joven de diecisiete años llamado Sydney Barringer. Los médicos forenses determinaron que el suicidio frustrado se había convertido en un exitoso homicidio perpetrado por su propia madre. Mientras Sidney saltaba al vacío desde lo alto de un edificio, su madre amenazaba con una escopeta a su padre tres pisos más abajo. Cuando la escopeta se disparó por error, Sidney simplemente pasaba por ahí. Sin saberlo, abajo lo esperaba una red de seguridad que habían puesto los hombres encargados del mantenimiento de las ventanas del edificio. Al final, la bala que se incrustó en su estómago fue la causante de su muerte. Una bala que, dicho sea de paso, él mismo cargó en la escopeta familiar con el deseo de que sus padres, una pareja salvajemente disfuncional, algún día se mataran entre ellos. La secuencia culmina con la sentencia lapidaria del narrador: “Esto no pudo ser una coincidencia. Estas cosas extrañas ocurren todo el tiempo”. Paul Thomas Anderson es tan buen cineasta que es posible ignorar que antes de Magnolia existió Short Cuts.
Licorize Pizza (2021)
La policía detiene a Gary (Cooper Hoffman) arbitrariamente. Arruinan su venta de colchones de agua, un nuevo negocio en el que ha depositado esfuerzo e inversión. Tras ser puesto en libertad, Alana (Alana Haim) lo abraza. Acto seguido lo lleva a una estación de radio para promocionar sus artículos y así tratar de recuperar un poco de lo perdido. Ambos sonríen en ese momento, están contentos por intentarlo y hallar una solución. Es una felicidad compartida y sincera que evidencia la dicha manifiesta de algo más importante y trascendente: saber que se tienen entre sí de manera incondicional para plantar cara a los imponderables que atentan contra su espíritu juvenil y emprendedor. El director Paul Thomas Anderson y el cinefotógrafo Michael Bauman deciden colocarnos a los espectadores como testigos y no como partícipes de esos instantes. Lo establecen a partir de las ventanas o vidrios que son utilizados como metáforas de barreras para proteger esos íntimos segundos de dos chicos que se expresan afectividad y siguen descubriéndose, conociéndose. Mediante los reflejos que observamos en cristales, atestiguamos aquello que perdemos u olvidamos en la adultez: la alegría de hacer algo por y junto al otro, de sentir junto y por el otro. Además de invitarnos a respetar y contemplar esas postales, la frontera establecida con vidrios y reflejos también nos indica la madurez del realizador como individuo y cineasta. Desde el ángulo cinematográfico, tampoco quiere ser invasivo, los deja ser. Es un testigo más. Desde el ángulo de un hombre cincuentón que es al dirigir esta película, Anderson recuerda que alguna vez fue joven y, por ende, no juzga a sus jóvenes protagonistas. Gary, por ejemplo, es un dechado de intento orgánico. Se cae, se levanta, pero no se detiene a analizar o a pensar en sus fallas o fracasos en aras de corregir. Ni a Paul Thomas ni a nosotros nos atañe cuestionar al muchacho por ello. Eso le corresponde a él, o en el mejor de los casos a Alana. Concentrándonos en ese fragmento de la historia, misma que otorga diversos esbozos para efectos de leer al director que la cuenta, Licorice Pizza va más allá de una evocación y una grata muestra de combatir al olvido desde la nostalgia. Igualmente es un golpe suave pero frontal para quienes transitan en la adultez salvaje que reniega de las juventudes menospreciándolas, despreciándolas y juzgándolas por temor, envidia o arrepentimiento. Alana y Gary son esos jóvenes que pudieron ser y no fueron, o que intentaron serlo pero no lo lograron, o simplemente el contexto de su tiempo no los dejó. La esperanza perdida, aquella que se quedó atrás en los adultos del presente, no aplica para los que vienen, es decir, para los que son representados por la dupla de cómplices que interpretan Haim y Cooper. En este sentido, Anderson es un quincuagenario que cree en el porvenir esperanzador de las generaciones venideras, o al menos quiere ofrecerles esa posibilidad a través de la ficción. Basta verlo con la resolución que toma con Willa (Chase Infiniti) en Una batalla tras otra. No tengan duda de que Alana y Gary le ayudarían a encontrar su rumbo, a reinventarse con base en lo que posee y es. Si no es Willa, bueno, será otro chico u otra chica. Paul Thomas les abre esa puerta que continuamente la hostil realidad les cierra.
Punch Drunk-Love (2002)
Todo empieza y termina con un piano olvidado en medio de la calle. Barry (Adam Sandler), un hombre introvertido, absorto en su oficina y en su solitario apartamento, enfrenta una serie de eventos desafortunados que se desarrollan a raíz de contratar servicios sexuales vía telefónica que desencadenan en una extorsión que va entorpeciendo su rutina. Al mismo tiempo, conoce a Lena (Emily Watson), amiga de trabajo de una de sus siete hermanas. Ambos, tímidos y un tanto retraídos, se enamoran a primera vista. Esta química romántica ayuda a enternecer la actitud iracunda de Barry. La vestimenta de este dúo dice mucho de sí mismos: el vestido rojo de Lena cómo símbolo de vivacidad y amor; y, por el contrario, el azul del traje de Barry que representa su tristeza contenida. ¿Qué da cómo resultado la combinación de estos colores? Una síntesis de efusividad. Punch Drunk-Love es un choque de nervios, tan frenético cómo sosegado, una persecución por la verdad y el amor que llega cuando uno menos se lo espera.
Inherent Vice (2014)
“Doc” Sportello, nuestro desenfadado protagonista, nos lleva por una serie de investigaciones psicodélicas que nos hacen cuestionarnos, durante cada minuto del filme, si lo que vemos realmente son golpes de suerte y momentos de lucidez o alucinaciones frenéticas interminables de este autonombrado detective setentero. En la búsqueda de su ex amada desaparecida, Shasta Fay Hepworth, Sportello se cruza con la gran ausencia de su vida: él mismo. Los villanos de película detectivesca, las trampas y jugarretas; todo es parte de la búsqueda monumental del sentido de un personaje que vive de la adrenalina ajena. El personaje de Josh Brolin, “Bigfoot”, es un grandísimo alivio de locura consciente. Las conversaciones giran en torno a la necesidad de buscar respuestas a las desapariciones y muertes que investiga Sportello y se conectan a la corrupción y a la misteriosa operación contrabandista Goldenfang, pero todo nexo es inútil si no se toma en cuenta la melancolía que azota la vida del personaje principal interpretado por un Joaquín Phoenix suspicaz. Paul Thomas Anderson propone una película que consigue recorrer un camino sólido hacia la figura resquebrajada de un tipo con el corazón lastimado y que, además, prioriza una experiencia de sacudidas emocionales frente a la coherencia de los actos. Retomando la novela de Thomas Pynchon, el director logra hacer con nosotros lo que quiere: mueve el puntero de su ouija y anota los fragmentos exactos para que recordemos las motivaciones, que poco a poco se construyen y modifican, de su “Doc” Sportello. Vale la pena verla sin detenerse demasiado en las redes de ilegalidad y prestando mucha atención en la espontaneidad de sus personajes, en cómo le imprimen seriedad a cada decisión y se juegan la cordura en todas sus conversaciones. Inherent Vice es uno de esos temblores que recorren la espina y nos hacen sentir fuera de nosotros. Esas sensaciones que nos hacen cuestionar nuestro siguiente paso en un mundo que no tiene piedad.