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Visita

me sucedía frecuentemente – nos dijo, después de una bocanada de humo- cuando era niño, en casa de mis vecinos veía sombras y fantasmas en el atardecer, llegué a acostumbrarme a sus presencias, desde luego que en un principio me asustaron y me perturbaron, nunca le dije nada a nadie, pero con el tiempo y la repetición comenzaron a ser parte de mi familia, la mujer de vestido antiguo y joyas en el cuello, el hombre de frac negro y bastón, la niña de cabellos rizados y rubios y el anciano de barba blanca estilo Whitman que se mecía con una pipa sin humo, mi confianza no llegaba a la posibilidad de hablarles o escucharlos -volvió a fumar-, entendía que también yo era una presencia para ellos, como si fuera su fantasma, a estas alturas de la vida uno no sabe cuando comenzó a ser fantasma entre ellos y nosotros, créanme lo que les digo -el hombre debía tener unos sesenta años y la vida lo había tratado con dureza, sus dedos largos y vellosos pudieron ser de un gran pianista, pero no, trabajó toda su vida en una compañía inglesa dedicada a los ferrocarriles en El Sur- uno ya no diferencia entre el campo de los vivos y el césped de los muertos, por alguna razón durante la adolescencia, cuando más los necesitaba, mis “compañeros” dejaron de visitarme, eso fortaleció mi espíritu, la soledad es un diamante duro de pelar, ajeno a los demás, a los pocos meses resté importancia a su ausencia, tenía un amigo imaginario con el que solía conversar en los momentos difíciles, lo cual era una tontería porque los verdaderos momentos difíciles llegaron mucho más tarde -hablaba con una sinceridad envidiable, pese al infortunio-, una noche, no hace mucho, me sucedió algo realmente extraordinario, estaba leyendo una novela de Lobo Antunes y sin darme cuanta desapareció un personaje, cómo decirlo, dejé de encontrarla, sencillamente, mi vista ya no es la que era, conjeturé que se me había ido el hilo de la narración y volví a diez páginas antes para recuperar el relato -aquí sí se exaltó- y para sorpresa mía, Iolanda ya no estaba, estaban las líneas y las páginas, pero los párrafos sobre ella habían desaparecido, como si el autor me la hubiera arrebatado, asombrado releí y releí, Iolanda se había fugado del libro (no es que estuviera enamorado o fascinado de ella, simplemente la buscaba una referencia -toda mujer es un un punto de arribo- como quien busca una dirección en el mapa de Dios), en su lugar, claro que no hay lugar en una novela, Lobo Antunes, o un lector de Lobo Antunes, había interpuesto otras palabras, oraciones y situaciones que no tenían nada que ver con lo que yo había leído, lógico pensé que lo había imaginado, volví a la conjetura, me había imaginado las piernas y el vientre de Iolanda, así que tampoco me la inventé -otra bocanada-, dejé el libro un rato, me serví un café, y, ya sereno, volví a la obra: Iolanda no estaba, en su lugar, otra imprudencia de adverbio, estaba en otra parte, cuál, leí a otra mujer en otra situación lúgubre, estoy loco, me dije -enseñó entonces sus grandes y amarillentos dientes- y decidí dejar las cosas en paz, dormí tranquilamente, en la madrugada el hombre que se mecía al estilo Whitman, con pipa y sin humo, volvió y me dijo: ahí te hablan, la vi frente al escritorio, era Iolanda, sin miedo me acerqué y le pregunté qué hacía en mi estudio, nada, me dijo, solamente no puedo dormir, me serví una copa de vino y esperé a que terminara de escribir, la mujer del vestido blanco me miró con coquetería y dijo: volvimos, y con una novia para ti,

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