Amor de verano

Mi corazón ya tenía dueño, no debería quedar espacio para nadie más, pero no era así; aquella mirada hizo magia y encontró el resquicio justo para entrar.

Por: Aliena Díaz

Me encontraba leyendo. Solía hacerlo. Aquel patio era agradable en verano, trasmitía una paz irresistible, y entonces lo vi, y sentí algo, algo que no había sentido nunca, fue en el corazón, como si una manada de caballos salvajes hubiera empezado a correr en ese mismo momento.

Puse la mano sobre mi pecho cuando él me miró, porque me dio la sensación de que iba a ser capaz de oír mis latidos, y aparté la mirada, pero él no dejó de mirarme; lo sentía, fui capaz de sentir su mirada fija sin verla.

¿Cómo era posible aquella sensación?

Mi corazón ya tenía dueño, no debería quedar espacio para nadie más, pero no era así; aquella mirada hizo magia y encontró el resquicio justo para entrar.

En el lugar donde estábamos no podíamos hablar en público, estaba totalmente prohibido, pero yo necesitaba conocerlo, mi corazón se alió con mi mente para buscar una solución y se me ocurrió una idea.

Corrí hacia mi habitación, busqué en los cientos de libros que atesoraba, y lo encontré: “Un paseo para recordar”, de Nicholas Sparks.

Lo hojeé hasta localizar la página que buscaba, la marqué y volví a salir.

Lo busqué por toda la instalación, me paseé por todos los pasillos y las zonas exteriores, hasta que lo volví a ver, al fondo de aquel corredor. Venía hacia mí, acompañado por un hombre mayor que él.  Me senté en uno de los bancos que se situaban a lo largo de aquel ancho pasillo, abrí el libro y esperé, justo antes de que se cruzara conmigo, leí en voz alta:

Sabes que es amor cuando todo lo que deseas es estar a todas horas con la otra persona y, de alguna manera, sabes que la otra persona siente lo mismo que tú”.

Él aflojó el paso cuando escucho mi voz y casi se paró cuando estaba a mi altura. Lo pude ver con el rabillo del ojo, porque no estaba leyendo, memoricé la cita para no perderme su reacción. Volvió a acelerar el paso cuando el otro hombre le llamó la atención.

Me quedé allí sentada un rato, disimulando, haciendo que leía, pero mi mente estaba en él, en su mirada; estaba segura de que me había escuchado.

Cerré lo ojos e imaginé que paseábamos juntos por el bosque. Yo me escondía y él me encontraba, me cubría de besos y me elevaba con sus fuertes brazos.

Un fuerte grito me despertó de mi ensoñación, me llamaba una compañera, advirtiéndome que ya era tarde. Empezaba el verano y los días eran muy largos, lo que ayudaba en mi deseo constante de encontrarme con él.

Al día siguiente, me levanté ilusionada, busqué otro de mis libros; esta vez fue uno de los que están prohibidos en este lugar: “El infierno de Gabriel”, de Sylvain Reinard. Le puse la funda protectora de otro para ocultarlo.

Después del desayuno, salí a dar una vuelta con mi libro marcado debajo del brazo, con la esperanza de volverlo a ver, y así fue; esta vez estaba en uno de los patios. Me acerqué despacio preparando mi libro, pero me di cuenta que él tenía uno también, entonces sonreí, cerré el mío y me acerqué. Era su turno:

Eres la respuesta a todas mis plegarias: eres una canción, un sueño, un susurro; no sé cómo he podido vivir sin ti todos estos años”.

Aquella cita del libro “El cuaderno de Noah”, pronunciada con su maravillosa voz, me llegó al alma; porque era para mí y nadie jamás me había dicho algo parecido. 

Seguí caminando con disimulo hacia otra zona de aquel enorme lugar. Sentí que me seguía muy despacio. Llegué a otro patio, esta vez el del jardín, me apoyé en una columna, abrí mi libro y esperé:

Estar sin ti es como vivir una eterna noche sin estrellas”, le leí cuando pasó justo mi lado; pero esta vez se acercó más, pude sentir su olor, un atractivo aroma que despertó en mí el deseo de su piel, y me lanzó un pequeño trozo de papel.

Lo escondí en mi puño con el temor de que alguien nos hubiera visto y me marché a la soledad de mi habitación. Eran las indicaciones del lugar exacto donde se encontraba su habitación. Me pedía que si podía acudir esta noche, lo hiciera. Mis manos temblaban, mi corazón parecía un concierto de percusión. No tardé mucho en decidirme. Lo haría. La parte cautelosa de mi mente no fue capaz de vencer el fuego de mi corazón. Me arriesgaría. Lo amaba. Lo deseaba.

Llegó la noche. Era oscura, ideal. Me puse ropa oscura y salí siguiendo las indicaciones de su nota. Me estaba esperando por fuera. Entré sigilosa y cerró la puerta detrás de mí. Lo que ocurrió después, no se puede describir con palabras. Las sensaciones que experimentamos nos llevaron a un éxtasis infinito de placer sin precedentes. Nuestro deseo insaciable no tenía final; o, más bien, no queríamos que lo tuviera. 

Pactamos vernos cada noche que fuera posible y seguir comunicándonos a través de los libros cada día.

Pero llegó el final del verano más maravilloso de mi vida, el verano que nunca olvidaré.

Por desgracia, todo lo que empieza acaba alguna vez, y nuestra preciosa historia de amor también lo hizo, porque él era el hijo del jefe del mantenimiento de la instalación y se tenía que marchar para comenzar sus estudios en la universidad, y yo era una joven monja de clausura recién llegada a aquel convento.

Me despedí de él con la lectura de una cita de “Romeo y Julieta”, como no podía ser de otra manera, que decía: Conservar algo que me ayude a recordarte sería admitir que te puedo olvidar”.

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