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Babosada y media sobre cine (XVIII): La defensa de volver

Deberíamos despojarnos de ese horrendo enunciado de cuatro palabras: ésa ya la vi. Las películas son siempre presente.

En su libro ‘Más de cien verdades’, Pancho Varona, mítico guitarrista de Joaquín Sabina, dedica un capítulo a cada una de sus influencias y descubrimientos musicales: The Rolling Stones, Iron Butterfly, Led Zeppelin, The Who, Rocío Jurado y un largo etcétera entre los cuales se ubica Vetusta Morla. «Lo que hicieron en su segundo disco podría haber sido un suicidio comercial: lo empiezan con una canción de siete minutos», escribe Varona refiriéndose a Los Días Raros, hoy en día una suerte de himno y episodio litúrgico en los conciertos de la banda. Vetusta Morla publicó en 2016 su álbum Mismo Sitio, Distinto Lugar (quizá su punto cumbre creativo, hasta el momento) y anunció en 2020 el lanzamiento de algo que no sería reedición sino reconstrucción y resignificación: Canciones dentro de canciones, las mismas composiciones con nuevos arreglos. Otro suicidio comercial, podríamos decir. Mediante un comunicado en su página web justificaron la decisión. «El punto de partida del nuevo disco es la convicción de Vetusta Morla de que dentro de cada canción existen otras canciones que habitan dentro de ella como dentro de una muñeca rusa. También aparece el mito de la canción como ser vivo que se hace realidad desde el momento que no es la misma según las circunstancias, según quien la reciba, dónde se escuche o en qué momento de la línea temporal, vital o emocional es interpretada o escuchada». Pienso en Carla, protagonista del Poeta chileno de Alejandro Zambra, diciéndole a sus amigas que las canciones favoritas no se eligen, solamente llegan. Añadiría yo que tampoco sabemos cuándo van a soltar el guamazo y derribarlo a uno al piso: hay canciones que solamente se entienden en determinados momentos de la vida. Dicho eso, acabemos con la burrada de frase que es el “eso ya lo leí/vi/escuché”, como si todo producto fuese siempre lo mismo.

Pero lo que nos trae aquí no es la música -o no es solamente la música-, sino el cine. No hablaré de los remakes como idea del todo equivalente, pues éstos suelen ser una suerte de recreación: Scorsese gana su Óscar a mejor director con The Departed, un remake que, por mero contexto social, no tiene nada que ver con su obra madre, Infernal Affairs, un thriller hongkonés creado en 2002. Pensemos en la misma película, y pensemos entonces que la muñeca rusa somos nosotros mismos. The Departed me voló la cabeza a los dieciséis años con una escena específica: cae una lluvia torrencial sobre Boston, Leonardo DiCaprio entra por la ventana al sótano que alquila Vera Farmiga y terminan desvistiéndose con Comfortably Numb, cantada por Van Morrison, de fondo. Uno, a sus tiernos -o no tan tiernos- dieciséis, pensaría que el amor es -o debería ser- algo muy parecido a eso. Luego, cuando ocurre la catarata de traiciones que ahoga los últimos veinte minutos, yo acabé con la boca abierta y mascullé un qué peliculón. La ubiqué siempre entre mis tres favoritas de Scorsese, junto a Goodfellas y alguna entre The Wolf of Wall Street, Taxi Driver, After Hours o Raging Bull -cada que veía cualquiera, accedía al podio desbancando a la otra-.

Volví a The Departed siete años después, y el desencanto fue mayúsculo. Aquí cabe la socorrida, diluida y manoseada frase de Joaquín Sabina: al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver. Le encontré mil fallos e incongruencias: de pronto ya estaba cantando Van Morrison y yo ni en cuenta. El impacto no fue igual, intuyo que porque la muñeca rusa que soy se había desprendido de ciertas capas. Somos cebollas, Shrek, dice el Burro. Somos cebollas: vamos mutando de capas. Quizá, descorazonado, no me interesaba en absoluto pensar qué era el amor, ni si se parecía mucho a Comfortably Numb, o a Leonardo DiCaprio, o a Vera Farmiga.

Hay películas, sin embargo, que mantengo vetadas. Una, al menos: El Rey León. Tal imposición se extiende, también, a The Circle of Life, la canción de Elton John que funge como leit-motiv de la película. No importa si mañana despierto con otra identidad, si el domingo amanezco con ganas de no anular el voto -algo impensable a estas alturas- o si decido cambiar de equipo de fútbol: El Rey León va a seguir ahí. Me va a seguir partiendo la madre Mufasa cayendo al precipicio. Será por otras razones, evidentemente, que por las que salí moqueando del Cinépolis de Perisur a los cinco años, cuando la vi por vez primera, pero ocurrirá inevitablemente. Me conozco. Las películas cambian con el paso del tiempo mientras uno cambia, pero ciertas fobias, emociones y filias permanecen: el miedo a la muerte, en mi caso.

A lo que voy con todo esto es que deberíamos despojarnos de ese horrendo enunciado de cuatro palabras: ésa ya la vi. Ver Amores Perros con mi roomie actual -gran amiga que me salvó de la deriva- no fue lo mismo que verla en un departamento solo, oscuro, en el cual se gestaba un rompimiento. Lo que está en pantalla delimita la película tanto como lo que está en las vísceras de quien la ve en ese momento -digo vísceras por no decir corazón-.

Permitámonos transitar la vida y voltear, de pronto, a un pasado que no es pasado: las películas son siempre presente. Las babosadas no se crean ni se destruyen, solo se transforman.

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