Bigotes

—Me gustaría ser un gato —dice mi hija Sofía—. Así, como Bigotes.

Yo miro al gato dentro de la caja de cartón y luego a Sofía. Me imagino cómo sería un gato que antes fue un ser humano; la cara de mi hija en el cuerpo de ese gato ¡Qué absurdo! Pienso, aunque se parecen un poco en los ojos, eso no se puede negar. El gato saca la cabeza, observa a su alrededor y por un momento se queda frente a la ventana del autobús; creo que sabe adónde vamos, pero no parece importarle. Se mete de nuevo en la caja, trato de taparla con mi chaqueta, luego me arrepiento, porque no dejé ningún orificio. Sofía busca su inhalador de asma y lo lleva a su boca. Intento ocultar la caja de otra manera, coloco mis manos encima, extiendo mis brazos, tapo una parte con la chaqueta. El autobús se está llenando. Hace calor. Los ojos del gato alumbran en medio de la oscuridad, los descubre una muchacha con las mangas del buzo deshilachadas; ella está de pie, al lado de nosotros y no deja de mirar la caja hasta que se baja del autobús «Habrá pensado que es comida», me dije. A los pocos minutos, me dio la sensación de haber perdido a Sofía, me levanto y busco en todo el bus, pero no la encuentro, de repente me pregunto ¿Y si Sofía está en la caja? Me da vértigo, un hormigueo en todo el cuerpo ¿Y si la muchacha estaba viendo a Sofía? ¿Se habrá dado cuenta? Una gota de sudor recorre mi frente.

—Papá estás verde y muy frío —me toma de la mano— ¿Qué haces dando vueltas en el autobús?

—¡Aquí estás! Mis ojos color oliva —le acaricio el cabello. 

Recuerdo cuando entré hacia la medianoche en mi habitación y vi unos ojos brillando en medio de la oscuridad, entonces grité «fuera Bigotes» y Sofía respondió al instante «Soy yo, papá, no puedo dormir. Tengo hambre. Iba a despertar a mi mamá» Fue la única vez que confundí una persona con un gato.

Estamos en los últimos asientos, los huecos de la vía nos hacen saltar y mi hija ríe frenéticamente hasta que el conductor se detiene en un semáforo.
—En octubre serás una gata —le acaricio los pómulos huesudos a Sofía—. Una gata golosa, porque tendrás muchos dulces en tu calabaza

—No, no entiendes papá. Yo quiero ser un gato como Bigotes.
La miro a los ojos, tiene la cara sucia, intento limpiarla con mi pulgar, pero no mejora. Le sonrío. Observo de nuevo la caja e intento imaginar a Sofía hecha un gato, pero no puedo; Sofía sería, tal vez, una gata. No, tampoco sería una gata. El año pasado, antes de la guerra, ella quería ser doctora; y creo que ese era el disfraz que íbamos a alquilar. Mi esposa y yo íbamos a hacer de ancianos, con algo de suerte no hubiésemos necesitado mucho maquillaje, solo la ropa de mi mamá y mi papá. Sonrío. Ahora sí logro imaginarlo, así debió ser, en octubre todos disfrazados y en algún centro comercial con nuestras calabazas llenas de dulces.
—No te rías. Tú no entiendes —hace pucheros. Se queda en silencio un momento—¿Quién se va a llevar a Bigotes?
—No, me rio por eso —respondo, dejo de sonreír—. Un amigo de tú mamá.
—¿De qué te ríes? ¿Qué amigo? ¿Por qué no vino mamá?
—Sofia, tú ya sabes.
—Sí, sí, Bigotes la hace estornudar, pero él está en una caja. A mí no me gustaría estar en una caja.

—No es Bigotes, Sofía. Ella debe estar en la cama, necesita descansar.

Tengo mareo. Dudo. Sofía no diría eso, por qué estaría ella en una caja, como un gato, como lo está Bigotes. Llevo mis manos a la cara, me cubro los ojos, dejo de pensar y todo se torna oscuro. Paz. Debe ser hambre, el hambre que me hace alucinar. Estoy delirando. La voz de Sofía me trae de vuelta, abro los ojos y faltan dos paradas, solo dos.

—Bigotes ya no está. Mira en la caja, solo quedaron sus juguetes —señala con su índice una muñeca de trapo—. Debemos buscarlo, debe estar aquí, en el autobús.

Miro los ojos de Sofía, se tornaron más verdes, su pupila se contrajo, se alargó verticalmente. Me restriego los ojos, los abro tanto como puedo, pero Sofía está debajo del asiento buscando y ya no logro verla a los ojos. En la caja solo encuentro la muñeca y una carta envuelta en una pequeña cobija, ¿dónde estará Bigotes? Pienso. Me agacho y observo entre los asientos. Me arrastro por el piso con Sofía, pero nada, sin rastros del gato, no hallé ni un solo pelo. Él lo sabía y yo dejé la caja abierta, era mi culpa y ahora Sofía está de nuevo con su inhalador de asma. Y yo con dolor de estómago, me pesan los párpados; pero solo falta una parada.

—Papá, ¿Por qué se llama Bigotes? Así se llaman muchos gatos, él nunca sabrá que lo estamos buscando a él.

—A tu edad tuve un gato, se llamaba Bigotes —respondo con la cara empapada de sudor—. Lo tuvimos que abandonar.

«Última parada antes del paradero», anunció el conductor. Sofia me ayuda a levantarme del piso, tomamos la caja del asiento y descendemos.

—¿A quién vamos a entregar? Perdimos a Bigotes.

—Quédate acá, justo acá con la caja —le digo. Ya no es sudor lo que empapa mi cara—. Cierra los ojos y cuenta hasta mil, como tu mamá y yo te enseñamos. Luego golpea la puerta de ese edificio y entrega la carta.

—Pero no entiendo, me van a pedir a Bigotes —Revuelca la caja, pero no encuentra nada—. Tengo sed, hace mucho calor.

—Ahí te van a dar agua. A Bigotes lo van a encontrar, un día lo van a encontrar. Comienza a contar ahora. Sofía cierra los ojos. Yo comienzo a caminar, doy traspiés y hacia allá adonde camino, todo se ve borroso, creo que me voy a desmayar. Me dejo caer sobre el piso, la sombra de unos escombros me oculta del sol. Los recuerdos de Bigotes vienen a mi cabeza y llego a una conclusión: Sofía y Bigotes tienen los mismos ojos. Hace calor, me abro la camisa y me quedo dormido. Cuando despierto, ya de noche, creo escuchar una voz que dice novecientos y uno, novecientos y dos, novecientos y tres… Me levanto. Me cuesta coger equilibrio. Debo estar delirando de nuevo, me doy palmadas en la cara y la voz de Sofía desaparece.

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