Recuerdo el día que la guerra de nieve se cobró a un inocente. Veníamos de una semana de muchísimo frío, sin embargo, la noche anterior la temperatura había subido. El cielo era rosado, parecía todo quieto. La calma antes de la tormenta.
Los viejos viendo esos detalles ya sabían que iba a nevar. No comprendía a esa edad cómo adivinaban el clima. En esa época no había ni celulares, ni internet para fijarse en el buscador el pronóstico del tiempo. Y al día siguiente tal como había dicho mi abuelo Tito, amanecimos todo de blanco.
Las vacaciones de invierno no solían ser de lo más divertidas. Eran dos semanas que contabas con poco tiempo para jugar porque oscurece más temprano, te la pasabas encerrado por el frío y si debías alguna materia previa para rendir (como siempre en mi caso), te tenías que quedar estudiando.
Las nevadas en San Rafael suelen ser siempre algo de una sola noche que ni siquiera se alcanza a acumular mucho, para el mediodía está todo derretido. Sin embargo, ese año se cayó el cielo como hace tiempo no pasaba. Tuvimos casi una semana de nieve. Y a la vez que sucedía algo así, Magoya se iba a quedar encerrado estudiando.
A la tarde siguiente, después de una serie de llamados a los teléfonos fijos, quedamos en juntarnos en lo de Marce, que vivía a una cuadra del parque. Agarré la bici y todo emponchado salí a juntarme con mis amigos. Habremos sido unos siete en total, dejamos las bicis en su casa y salimos al parque. Primero arrancamos la guerra de nieve en un “todos contra todos”, al ratito ya se habían armado dos bandos y continuó en “unos contra otros”. Seguimos un rato así hasta que nos dimos cuenta que sería mejor el “todos contra gente desconocida”. Así que cuando veíamos que se acercaba alguien, fingíamos estar en guerra entre nosotros para que accidentalmente algunos les tiraran a las víctimas inocentes que pasaban por el parque y las llenaran de nieve.
Todo eran risas nuestras y puteadas del resto hasta que nos cansamos del chiste. Ya medios aburridos frenamos un momento a recuperar aire. Estuvimos unos veinte minutos sentados charlando en calma, hasta que Juani no tuvo la mejor idea que desafiar a Lucas a tirarle una bola de nieve al siguiente auto que pasara por la calle. Obviamente Luquitas no podía demostrar debilidad y no arrugó. Visualizó el Chevrolet Corsa que se acercaba por la Lisandro de la Torre, preparó el fusil y en cuanto lo tuvo cerca le lanzó al medio del parabrisas. Bocinas y puteadas de la pobre vieja que manejaba. Viendo que el auto ni amagó a frenar, empezamos algunos a animarnos a tirarle a los siguientes autos.
Venía todo tan bien, era la tarde perfecta hasta ese punto. Con trece años uno es tan pelotudo que no mide las consecuencias de los actos, y se cree tan rebelde que siempre quiere probar más, pensando que siempre van a salir las cosas perfectas. Que pendejos boludos por no saber poner el freno en el momento exacto.
Era muy temprano y seguimos con el chistecito. La adrenalina que sentíamos por la chotera de armar las bolas de nieve y lanzarlas a los autos en movimiento era inmensa. Y se fue sumando uno y otro, hasta que en un momento éramos los siete pendejos de mierda lanzando nieve a todo conductor que se nos atravesara.
Recuerdo que yo fui el primero que vio el camión de Coca-Cola doblar y tomar hacia donde estábamos nosotros. Le quedaban como cinco cuadras y les avisé a todos para que preparen municiones. El camionero venía a una velocidad baja. Lo esperamos con tanta anticipación que alcanzamos a preparar tres y algunos cuatro proyectiles para tirarle. Cuando al fin lo tuvimos cerca empezamos todos a lanzarle las bolas de nieve. Eran tantas que le dejamos el parabrisas blanco, y el pobre conductor asustado aceleró porque creía que lo estaban asaltando.
Me acuerdo que cuando los vi ya era muy tarde. Por la esquina cruzaba una señora de unos cuarenta años con su bebé dentro del cochecito.
Quisiera realmente no recordarlo. Sin embargo, lo recuerdo todos los días. El camión acelerando, la señora cruzando y el cochecito impactando.