17:30

“You see, she had absolutely nowhere else to go”
Lolita; Vladimir Nabokov

Él tenía treinta y yo diecisiete. Nos encontrábamos en la plaza que estaba cerca de mi escuela los viernes a las 17:30. Yo lo esperaba con mi uniforme. Cuando llegaba a la plaza, subía y ajustaba más la pollera cuadrillé a mi cintura, pintaba mis labios de rojo y llenaba mis pestañas con un rimel muy oscuro. Me sentaba en el mismo banco de siempre, ponía a Britney en mi walkman y me dejaba llevar por la melodía mientras cotorras y palomas deambulaban tan perdidas como yo. Cerraba los ojos, me escapaba para que la espera no me genere culpa. Para que nada de lo que estaba haciendo me genere culpa. “Oh, baby, baby, ¿how was I supposed to know that something wasn’t right here?” susurraba.

Lo conocí en un cumpleaños de papá, jugaban a la pelota juntos en un country que estaba cerca de mi casa. Recuerdo que todos estábamos cantando el feliz cumpleaños y él acarició sutilmente mi pierna. Me sonrojé y después, con la excusa de que quería ver mi biblioteca para confirmar si era tan erudita como mi papá, nos quedamos unos minutos solos. No vine por los libros, dijo y agarró mi cuello. Me besó. Me besó como nunca me habían besado en las matines o en la escuela y mis piernas temblaban mientras suspiraba por su perfume de hombre grande. Ahí fue cuando me hechizó.

Llegaba con su Ford Mustang y me tocaba bocina, como si fuese una prostituta. Yo guardaba mi walkman en la mochila y me acercaba al coche con el rostro más inocente que tenía, como si fuese su hija. Me encantaba esa rutina oscura. Su auto siempre estaba impecable y olía a pino. Un arbolito colgaba en el retrovisor. ¿Vamos? decía y me llevaba siempre al mismo hotel. Siempre a la misma habitación. Mi primera vez fue con él y todas las consecutivas durante esa época también. Me apretaba el cuello, me pegaba en el culo, me dejaba chupones violáceos en donde nadie podía ver. Era bruto y yo pensaba que se estaba sacando las ganas de algo, de algo más aparte de cogerme. Hablaba mucho durante el sexo, me decía princesa, chiquita, hermosa. Yo gozaba, vivía una fantasía que no sabía si era mía, de él o de los dos. Cuando terminaba, me quedaba viendo mi figura en los grandes espejos de la habitación, mientras él se duchaba y se sacaba todo ese olor pueril.

Siempre tenía regalos, a veces marihuana, a veces lencería que quería que use en nuestro próximo encuentro, pero nunca plata, porque él sabía que eso en mi familia sobraba. Fumábamos en la habitación, antes, durante y después del sexo y sentía que me ahogaba en placer. Esos viernes, esa hora, eran mi religión, mi fuga que prometía ser eterna. Sabía que tenía su familia y sus hijos y que como él decía: “esto es solo para divertirnos”. Siempre usaba el plural para sentirse menos culpable y por más que me subestimaba, como si no supiese cuál era su juego, me entregaba a él. Cualquier cuota de estupidez fingida lo excitaba. El chiste en su juego era que yo era cándida, tontita, anestesiada por su presencia. Lo seguía, fingía cada vez más que era solo una nena y hasta llegué a desear no crecer para que eso que teníamos dure para siempre, como una película romántica que nadie tendría ganas de ver.

Martina, mi mejor amiga, era la única que lo sabía. Yo le contaba todo, era detallista porque sabía que a ella le encantaba escucharme. Mi ego se evaporaba y llegaba a las nubes cada vez que describía todo lo que él me hacía. Reíamos y fumábamos juntas después de la escuela la marihuana que él me regalaba. Hasta que una tarde me miró seria y me preguntó cuánto pensaba que iba a durar. No sé, eso no importa, le dije. Sí importaba, porque después de unos meses, antes de irme de viaje de egresados, llegué a la plaza y en el banco blanco donde me sentaba solo había una carta con mi nombre. “No podemos hacer más esto”, decía. Quería morderla, masticarla y tragarla con rabia. La corté en miles de pedazos que quedaron desperdigados por la plaza y las cotorras y palomas boludas pensaron que era pan.

Mi religión se había extinguido, ya no había rastro de nada. El hilo que nos unía se había cortado, pero en realidad nunca existió. Él, como Señor de la propia rutina que había creado, de ese mundo paralelo en el que me extasiaba sin reflexión, había decidido romperlo y tirar todas sus partes sobre mí. Con Martina ya no reía, lloraba y ella solo decía que era un momento, una fantasía, que era obvio que no estaba enamorado de mí. Era obvio para ella, que tenía mi misma edad, pero no para mí. Quizá la experiencia revienta todo lo que creemos evidente. Una noche la llamé a su casa. A su mamá no le gustaba que hable por teléfono a la noche, pero como era yo no había problema. Che, dije mientras lloraba agitada, ¿sabés que me parece que tenías razón? Solo fui su fantasía.

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