Claudio Ferrufino-Coqueugniot nace en Cochabamba, Bolivia, en 1960 y desde 1989 hasta 1992 reside en Virginia, Maryland y Washington DC, para después radicarse en Aurora y Denver, Colorado, hasta 2024. Tras su jubilación y más de treinta años en Estados Unidos, regresa a Cochabamba, donde vive actualmente. Ha publicado novela, relatos, crónicas, textos breves, artículos, diarios y ha colaborado en prensa con sus artículos de opinión. Con Diario secreto (2011) gana el Premio Nacional de Narrativa y con El exilio voluntario (2009) logró el Premio Casa de las Américas. La paceña Editorial 3600 se encarga de publicar su obra completa. Con un estilo personalísimo, ecléctico, rompedor, de gran carga autobiográfica, sin renunciar al lirismo o a la referencia cultural, ahonda en el lado más sombrío y salvaje del ser humano buscando incansablemente esa rara flor de luz que nos redima.
Sin lugar a dudas, Ferrufino-Coqueugniot no solo es uno de los más grandes escritores bolivianos contemporáneos, sino también uno de los más interesantes en lengua española. Conversé con él a raíz de la aparición de Sombra de la tierra sobre la luna, su último libro.
Del segundo y tercer año de la pandemia coronavírica datan los textos de esta suerte de diario de cabotaje. ¿Cómo sobrevive un escritor al aislamiento forzado? ¿Eres, como Xavier de Maistre y Miguel Sánchez-Ostiz, cuando obligan las circunstancias, de realizar viajes alrededor de tu cuarto?
Siempre, desde niño, he vivido en aislamiento voluntario y gozoso. No se malinterprete, según dicen soy un tipo muy sociable y divertido en público pero luego retorno a mi cueva, mis fantasmas, mis oscuridades y obsesiones. Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de Maistre, era el libro favorito de mi madre argentina, gran lectora. Lo leí a mis quince años, o por ahí. El de Miguel no lo he recibido todavía pero imagino por dónde va. Lecturas obligadas. Ahora, para ser ciertos, los años de la pandemia los pasé a la intemperie, repartiendo paquetes para Amazon en el estado de Colorado. Un cliente me dijo un día que debiera jugar a la lotería, dada mi suerte al sobrevivir. Nunca estuve encerrado obligado por aquellas circunstancias. Ya al retornar a casa, si tiempo quedaba, volvía a mis viajes personales a través de mis paredes idílicas.
Desde tus últimos años en Denver con la jubilación ya muy cercana y con la idea de un regreso inminente a Bolivia tras más de treinta años en Estados Unidos, haces inventario o balance de tu exilio voluntario. ¿Cómo ha influido en tu literatura esta larga estancia en otro país con una cultura muy distinta a la boliviana?
Siempre digo que podría, puedo, vivir en cualquier lugar del mundo. Tengo muy buen sentido de adaptación. Mis lecturas de niño, los mundos a los que me exponía en las páginas de los libros supongo que prepararon el terreno para que semejante cambio no lo fuera tanto. Hay que partir de la curiosidad y del asombro, aparte de las ganas de vivir mejor, cuando emigras. En ese sentido todo es enriquecedor, incluido el trabajo brutal. Gocé de mis años inmigrantes y lo haría de nuevo. Hay mucha nostalgia en mis escritos pero no se debe confundir con resaca de lo que pude haber hecho o hice mal, para nada; no hay arrepentimiento alguno. Años positivos. Los de ahora, más estáticos, también. Pero ya alisto maletas, no me quedaré quieto.
Te muestras muy crítico con una sociedad alienada que tras despertar del sueño americano vive instalada en una pesadilla de alarmante aumento de la pobreza, desigualdad social, racismo, drogadicción, el gobierno de Trump, un rancio patriotismo fanático… en Estados Unidos fuiste repartidor de Amazon, de periódicos, trabajaste en limpieza, también en un almacén de fruta y verduras con compañeros negros adictos al crack, tuviste tres restaurantes, has trabajado en el turno nocturno casi toda tu vida. ¿Esta variedad de empleos ayudó a que descubrieras una realidad más variada y cruda? ¿Influyó en que se afianzase en ti ese pensamiento libertario y crítico que recorre toda tu obra?
Por supuesto. Ya lo tenía gracias a dos padres de mente abierta. No había restricciones de lectura en casa, ninguna censura. El trabajo manual es enriquecedor. Mucha de mi obra se alimenta de las vidas, que conocí en mis años haciendo de todo. Fue, además, una lucha personal, como hombre, para superar mi origen de niño bien. Inicié de entrada por lo más difícil, lo impensable, trabajo nocturno descargando camiones, luego calentándonos alrededor de esos turriles con fuego que se ven en el cine norteamericano. Trabajé con amigos negros, mexicanos, marielitos cubanos, bosnios refugiados, rusos, judíos rusos. Toda esa gente fraterna nunca supo que yo escribía. No había por qué decírselo. Quizá hubiera arruinado la vida como fue. Ha sido una vida movida, dinámica, variada, de tantas experiencias.
¿Cómo veías y recordabas Bolivia desde Estados Unidos?
Diría que nunca me fui de Bolivia. Tres décadas no afectaron mi lengua como suele suceder a gente que se va. No olvidé nada ni cambió mi acento. Además hablaba con mis padres todos los días, con ambos, por más de treinta años y viajaba por un mes a Bolivia cada año con toda la familia. Mis hijas crecieron con un intenso amor por la tierra de su padre, idilio que les ha de durar toda la vida, lo sé. Hoy, tiempo después, veo que en esencia este mundo no se transformó. En algunas cosas sociales para bien, por lo general; en otras para mal. La geografía sigue siendo la misma, la incertidumbre también. Siempre vivimos como encima de un castillo de naipes mecido por el viento. Eso continúa. Caeremos como tantas veces pero hay sólidas raíces, no hay otro lugar a donde ir. Reacondicionamos las cartas y adelante, aquí nada pasó.
En tus textos breves se pasa abruptamente de unos lugares a otros, desde Denver a Cochabamba, Brasil, Madrid, México, de París a la Europa oriental ¿Es una de las características de tu escritura la abolición de las transiciones, del tiempo y el espacio clásicos?
Es parte de cómo viví y de cómo imagino mi vida. De pronto lo que estaba no está más y ganas de ser sedentario no han llegado hasta mí. Hay un cambio, claro, el de saber que regresaré después de cada salida a la paz de mi departamento. Vivo rodeado de figuras eclécticas, mis lecturas lo son, la música en segundos pasa del taarab de Zanzíbar a las marchinhas cariocas, o del hieratismo andino a la adustez polaca. Me gusta eso, sin límites ni fronteras, ni reglas ni dioses ni presidentes. Estoy conmigo y basta, en un mundo de interminable riqueza. Hay que saber manejarse entre lo cruel y lo hermoso, sin permitirse pesar ni daño, hasta donde sea posible.
Eres un escritor de la memoria, pero de una memoria muy particular, no ordenada, explosiva, lejos de la autocomplacencia, con lagunas, alucinaciones, invenciones, ficción, yuxtaposiciones, saltos abruptos. ¿Es la remembranza dislocada la más fidedigna?
Creo que sí, como el amor dislocado lo es. Y el dolor.
“¿Entonces por qué esta manía de buscar un lugar de seguro inventado para darle geografía a la ficción? Será que esas callejas de moho traen secretos que sé pero desconozco”, escribes. ¿También es marca de la casa ese borrar las fronteras entre la realidad y la ficción?
Son fronteras arbitrarias que no respeto. Hay que permitirse el lujo de trashumar por lo digamos irreal con el mismo desparpajo y placer con que lo hacemos en este lado. Peligroso quizá pero es una apuesta personal mía. Mañana hay elecciones judiciales en Bolivia y yo contemplo un afiche del Potemkin de Eisenstein y me encuentro en Odesa. Iré formalmente a votar sin mayor interés que el de aplastar una cerilla. Cuando cierre la puerta de casa habré penetrado al espacio de Dickens, de Lewis Carroll, de Úrsula K. Le Guin, ajeno al vómito político del que ya no participo ni opino. Al menos aquí. Me cansé.
“Lo dicho, no puedo conmigo mismo o no deseo morir y quiero mantenerme en tantos rincones que la muerte se aburrirá de buscarme”, dices en otro texto. ¿De ahí surge ese apetito voraz de aventura y viajes? ¿Viene de ese querer darle esquinazo a la parca?
Mientras se pueda. La pobre ha también envejecido y no sé si aguantará el trajín. No busco eternidad, nada peor, pero queda mucho por hacer.
Afirmas que la música tiene para ti gran importancia, punk, jazz, tango, corridos, huaynos, Cesárea Évora, Malvina Reynolds… con un gusto tan variado y ecléctico, ¿qué ha supuesto para ti la música, qué aporta en tu vida y cómo se filtra en tus textos?
Diría que siempre escribo con música. Hay cuecas precisas que me recuerdan cuando escribí El señor don Rómulo, o precisos forrós con El exilio voluntario. La música no me distrae, me arrebata y vuela. Sirve para enlazar palabras o búsquedas de la forma. Recurro a ella no a manera de muletilla sino de necesidad imperiosa de su infinita extensión, trasladarla al mundo más prosaico de las letras y cautivarla para dejar su impronta en el texto.
Citas a autores como Gorky o Pasternak y en un mismo texto llegan a aparecer juntos Parménides, Esenin, Kafka y Apollinaire. También en materia literaria demuestras tener inclinaciones heterogéneas. ¿Qué lecturas te han influido especialmente?
Tantas y tan diversas. El libro que más he leído es La Ilíada. Me la regalaron mis padres en colección Austral, edición completa, en 1969, a mis nueve años. Lo tengo conmigo. Luego Los miserables, de Víctor Hugo, riqueza sin fin. Y la trilogía histórica de Henryk Sienkiewicz: A sangre y fuego, El Diluvio, Un héroe polaco, de los cuales hizo tres filmes magníficos Jerzy Hoffman. En poesía, Apollinaire y César Vallejo. Anna Ajmátova y Marina Tsvietáieva, prosas de Borges y memorias de Ehrenburg, Zweig. La lista es interminable: Solzhenitsin, Claudio Magris, Jodasévich y su esposa Nina Berbérova. El reino de este mundo, de Alejo Carpentier…
¿También es una pieza fundamental la cocina en tu literatura?
Cocinar se asemeja a escribir. Colores, olores, sabores, posibles e imposibles mezclas, puerco con cerveza negra pero nunca con cerveza amber, por ejemplo. Paso abierto a la improvisación, a la creatividad, al conocimiento por medio de la experimentación. Música y cocina como elementos fundamentales, lo terrestre y lo ideal, para jugar con combinaciones sobre el papel. Para mí el cine es también pieza muy importante. Lo visual, las imágenes, pensar una novela como una película. Me gusta hacerlo. Practico con ello. A veces alguien me dice que entra con facilidad al texto que narro. Se lo debo al cine, la imagen es más llamativa que la metáfora.
¿Y la pintura?
Muchísimo, siendo el expresionismo alemán mi escuela favorita, seguido de la Escuela de París y el dadaísmo.
Los rotos, los frágiles, los derrotados, los débiles, los pecadores, los perdedores, los que se inmolan en el lado turbio de la vida, son tratados desde siempre en tus escritos, de lo oscuro logras extraer una rara luz hermosa. ¿Tal vez tratar de hallar belleza en las ruinas sea para ti uno de los grandes estímulos a lo hora de ponerse a contar una historia?
Creo que sí. He visto mucha desgracia, gran dolor y pobreza. Obviamos lo que nos molesta. Yo aprendo. El ghetto del North East, en Washington DC, me enseñó lo que jamás hubiese aprendido en la academia. Participé en ello, con el mismo ímpetu suicida, consciente o no, de mis amigos circunstanciales. Aprendí porque la vida me enseñó, no porque me presenté a ella como estudiante sino como parte.
“Tú y yo y si era calor de fuego o hielo de tumba, no recuerdo, solo la suavidad de tu entraña, el silencio absoluto, el coro de fantasmas mudos”. Se te ha llegado a etiquetar como el Henry Miller boliviano. ¿Evocar las viejas historias de amor, las relaciones del pasado, también el sexo fugaz, son marcas características de autor?
Pregunto si hay algo mejor que el amor, pregunto y me respondo que no. Sin ellas supongo que no existirían mis letras y cada una no es un nicho muerto sino una presencia palpable todavía en el intelecto y la imaginación. Magnífica presencia.
“Hasta en mi comida tengo literatura, ¿qué haré con este mal?” ¿Qué harás, Claudio, con ese mal, ahora que has regresado a Cochabamba?
Pues seguir pecando. Sé que al final no habrá castigo y por eso, cada vez más, escribo con entera libertad. Cochabamba se transformará en Praga, en el oriente tropical boliviano de sudor y bellas mujeres. Me acostaré en Sinaia, observando el gran castillo, y despertaré en Fez, en la perfección del barro.
Para terminar, ¿hay algo que quieras añadir?
No vivo en el desierto de los tártaros, no aguardo por el imposible. Mi esencia está en moverme aunque supuesto soy por mi carácter Ferrufino a encerrarme en una celda y trabajar en la hacienda de mis soledades sin inmutarme. Veremos en dónde se detiene el péndulo. ¡Muchas gracias, Daniel!