¿Ha caído Pedro Almodóvar en la irrelevancia?
La pregunta, a estas alturas, parece más que pertinente. En su última obra, La habitación de al lado, se nota una clara desconexión con lo que alguna vez fue su sello más distintivo: una voz personalísima, desbordante de extravagancia y autenticidad. Hoy, esa misma voz se percibe más como un susurro agotado que, aunque sigue rozando la perfección técnica, carece de la pasión vibrante que solía emanar de su cine. Es difícil no preguntarse si la irrelevancia le acecha o si simplemente ha sucumbido al confort de la complacencia, esa tiranía sutil que va matando a los grandes directores cuando se dejan seducir por el preciosismo y la corrección.
Lo que Almodóvar nos presenta aquí es una obra que, aunque muy bien ejecutada, se siente vacía de la energía que, hasta hace pocos años, le era inherente. La habitación de al lado es una de esas películas que, como una Pavlova exquisitamente adornada, parece prometer algo único, pero termina siendo insípida. Los ingredientes son de primerísima calidad: una fotografía que deslumbra, una dirección impecable, y, lo que es más importante, dos actrices fabulosas: Tilda Swinton y Julianne Moore. Sin embargo, pese a estas excelsas materias primas, el resultado final es algo decepcionante: todo está ahí, pero nada termina de encajar.
Swinton, como la enigmática ex corresponsal de guerra Martha Hunt, es una revelación. En un papel que podría haber caído fácilmente en el amaneramiento o la caricatura de la deshauciada que decide morir con dignidad, ella transforma a su personaje en una creación de una sutileza inusitada, una mujer atrapada en sus propios secretos y arrepentimentos que se desnuda metafóricamente para desvelarlos ante la cámara. Su interpretación es derroche de talento, el tipo de actuación que te hace pensar que, si no fuera por ella, el filme simplemente colapsaría bajo el peso de su propia solemnidad. Swinton, como siempre, no tiene miedo a la vulnerabilidad, y lo ofrece todo con esa capacidad única para conjugar fragilidad y fuerza. Sus silencios son más expresivos que los diálogos que Almodóvar tan cuidadosamente construye. Hay una sorpresa que involucra a la Swinton, pero no la revelaré aquí, porque major spoiler.
Por su parte, Julianne Moore, en el papel de Ingrid, una mujer aparentemente bondadosa pero casi anémica, se enfrenta al desafío de insuflar vida a un personaje que, por momentos, parece casi un espectro. No sabemos gran cosa de ella, y lo que es peor: no nos importa. Eso, para una actriz como ella, es tremendo. A pesar de su carisma inconfundible, Moore no logra despejar del todo las sombras que flotan sobre su personaje. No es que sea mala en el rol, para nada. Es simplemente que el guion no le da mucho más que hacer que mirar fijamente y soltar unas cuantas frases que bien podrían ser leídas por cualquier actriz de medio pelo. A veces, incluso parece más bien que la enferma terminal es ella y no Martha. Un desperdicio en la pantalla, porque en sus manos, Ingrid podría haber sido algo mucho más interesante.
John Turturro, aunque tiene poco tiempo en pantalla, aporta ese toque de sabiduría irónica y humanidad que tanto le caracteriza y se siente más como un recurso que como un personaje, mientras que el enormísimo Alessandro Nivola, en lo que es poco más que un cameo glorificado, deslumbra en una sola escena, lamentablemente breve. Aquí Almodóvar comete una osadía: desperdiciar a un actor tan brillante como Nivola, relegándolo a un rol de policía estereotípico que apenas tiene la oportunidad de tocar la superficie de lo que podría haber sido.
A lo largo de todo el filme, La habitación de al lado se percibe como una obra que lucha por encontrar su voz. Si bien la historia trata de navegar por aguas complejas, abordando la soledad, el derecho a morir y las relaciones humanas, el guion de Almodóvar, escrito en español y luego traducido, parece perder algo en la transposición lingüística. Nadie habla en la vida real como las dos presuntas estadounidenses de este filme, y el esfuerzo por hacernos creer en esa pretensión lingüística se siente más como un retruécano artificial que una elección estética genuina. El español hablado en la película es pulido, casi artificial, como si fuera una copia del inglés antes de haber sido traducido, y las interpretaciones sufren por ello.
El Almodóvar que enamoró al mundo con su estilo particular, alimentado de melodrama, cinefagia y humor cáustico, simplemente ya no se encuentra aquí. La identidad del director, ese explosivo y desafiante Almodóvar que nos desbordaba de emociones intensas y de matices humanos complejos, se ha diluido en la corrección y la suavidad de esta película, como en Madres Paralelas, todo se siente regañón, forzadito. No sé, hay algo en la manera en que se plantea la trama que resulta completamente inofensivo, incluso en los momentos que deberían despertar emociones fuertes (la eutanasia no es un tema que se preste a tibiezas).
El tema homosexual, tan caro al cine de Almodóvar, se introduce en la figura de los personajes de Juan Diego Botto y Raúl Arévalo en un flashback arbitrario, pero sus interacciones se sienten como una cuña forzada, metida con calzador para cumplir con la cuota de tema.
En cuanto a la dirección, aunque Almodóvar no ha perdido el toque, parece haber perdido algo más importante: la audacia. En este filme, la tensión entre lo sublime y lo trivial se desvanece en una mezcla de imágenes bellas pero vacías, diálogos intrascendentes y una atmósfera que, aunque chic y cuidadosa, nunca alcanza el nivel de provocación y frescura que antes nos solía ofrecer. La floritura estética que era su marca de fábrica se ha convertido en un preciosismo hueco, una mera superficie que oculta la falta de una visión original. Incluso el manejo del tiempo, antes tan virtuoso y desbordante, aquí se vuelve rígido, casi protocolario, como si Almodóvar tuviera miedo de cometer algún error, y, a mi modo de ver, contar la historia de manera lineal, no ayuda; esta es la clase de trama que se habría beneficiado de una estructura más arriesgada, pero a Pedro parece haberle ganado el miedo al riesgo, cosa que antes era impensable.
Es como si el director se hubiera olvidado de lo que lo hizo grande. Quizás esta película, al estar hecha en inglés, haya intentado abrirse a un público más amplio, pero lo que ha logrado es vaciarse de la identidad que hizo de Mujeres al borde de un ataque de nervios, Dolor y Gloria o La flor de mi secreto auténticas piezas de su propio mundo. Este es un Almodóvar que se ve más preocupado por agradar que por inquietar, más interesado en la corrección política que en la subversión, y mucho más preocupado por la imagen y el estilo que por la profundidad y la sustancia (algo que ya le pasó en Julieta).
En resumen, La habitación de al lado es una buena película. De hecho, si la hubiera hecho otro director, sería una gran película de cualquiera. Pero es un producto tibio y aburridón del director que nos dio Todo sobre mi madre, La ley del deseo o Volver. Esto, por muy bonito y ladylike que sea, no es un Almodóvar. Ni de lejos.