Resultaba difícil imaginar que un especial cinéfilo de Año Nuevo propusiera nombres tan variopintos como Roman Polanski, Quentin Tarantino, Ronald Neame, Paul Thomas Anderson Billy Wilder y Richard Donner.
Luna Amarga; Roman Polanski
“Quizás debí haber apostado por tu mujer”, le dice el triunfal Oscar a un pasmado Nigel, llenando su copa de champagne desde su silla de ruedas, mientras sus respectivas mujeres bailan seductoramente muy cerca la una de la otra, a la vez que el movimiento del lujoso crucero los balancea de un lado a otro y el resto de los pasajeros festeja eufóricamente el Año Nuevo al son de la música diegética que los acompaña, y una festiva decoración ocupa toda la pantalla. Se trata de una de las secuencias finales de Luna Amarga, una cinta de 1992 dirigida por Roman Polanski que nos invita a uno de los festejos de fin de año más turbulentos y originales que ha dado el cine. La tensión y el deseo se vienen cocinando a fuego lento desde el inicio de la travesía en la que se embarcan estas dos parejas tan distintas entre sí, unidas a partir de la narración de la tormentosa historia de “amor y perversiones” de Mimi (Emmanuelle Seigner) y Oscar (Peter Coyote), rememorada por éste cada noche a oídos del ingenuo Nigel (Hugh Grant) sacando ventaja de su ansiedad y promoviendo disparatadas expectativas, hasta volverlo un poco loco. Este relato es presentado con minucioso detallismo a manera de flashbacks que los espectadores voyeurs observamos curiosos y asombrados. Así nos percatamos que lo que inició como un idilio pasional, se convierte prontamente en un espiral de sucesos violentos y humillantes en los que la atractiva Mimi se lleva la parte más insultante. El giro de tuerca aparece hacia la culminación del filme tras la celebración de fin de año, en la que Fiona (Kristin Scott Thomas) sorprende tanto a los personajes como a los espectadores al mostrarse sensual y sin inhibiciones, para materializar con Mimi lo que su marido llevaba soñando por días. No cabe duda de que a pesar de los años el visionado de Luna Amarga sigue siendo una experiencia turbulenta y emocionante. Las pasiones humanas rigen la narrativa desnudando los instintos más bajos, moviéndose entre los celos enfermizos, las filias y fobias, los arrebatos, la crueldad, la amargura y la venganza. Así, junto a los dos personajes que sobreviven a la tormentosa experiencia, llegamos al puerto final profundamente sacudidos pero con la certeza de haber disfrutado de una gran e intensa película.
Four Rooms; Allison Anders, Alexandre Rockwell, Robert Rodríguez y Quentin Tarantino
En pleno Hollywood, dentro del Hotel Mon Signor, un atarantado bellboy llamado Teo (Tim Roth) obtiene una oportunidad de empleo durante la noche de año nuevo, recibiendo a los huéspedes y atendiendo sus llamadas room service. Primero, Teo será requerido por un aquelarre de brujas recolectoras de semen que buscan resucitar a una antigua diosa; después, se las verá con un celoso hombre que mantiene amarrada a su esposa, mientras le reclama su infidelidad; luego, tendrá que cuidar a los hijos de un mafioso para finalmente, verse dentro de una sangrienta apuesta en el penthouse del lugar. Four Rooms (1995) es el ejercicio coral de cuatro cineastas irreverentes: Allison Anders, Alexandre Rockwell, Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, quienes presentan como hilo conductor de la trama al chaplinesco personaje interpretado por Tim Roth. El resultado es desigual: mientras The Missing Ingredient y The Wrong Man son segmentos que rozan el esperpento, The Misbehavers y The Man From Hollywood resultan inolvidables por llevar el sello de la casa de sus directores: Rodríguez ya había cimbrado al cine independiente con El mariachi (1992) y Tarantino venía de su laureada Pulp Fiction (1994). En lo que pareciera una premonición a su saga Spy Kids (2001), Robert Rodríguez sitúa su corto en la víspera de año nuevo, cuando dos niños quedan a cuidado del botones Ted, quien deberá sortear travesuras que conllevan prostitutas muertas, champagne y un incendio en la habitación, al tiempo que estallan fuegos artificiales de gala, en uno de los planos más estresantes del filme. Quentin Tarantino por su parte interpreta al realizador Chester Rush, celebridad que festeja en el elegante penthouse con una new year’s eve after party donde todos están ebrios menos el nervioso bellboy, factor determinante en el desafío de una extremidad cercenada, lo que ocasiona la inaudita secuencia que acompaña los créditos. Four Rooms es tan agobiante como divertida, igual que estar al centro de una fiesta atiborrada de personas, donde irán desfilando caras conocidas: Madonna, Antonio Banderas, Marisa Tomei, Bruce Willis y Salma Hayek atraviesan instantes que terminan por bosquejar un comedia voluble, con un Tim Roth caricaturizado al extremo, justo igual que en la animada secuencia de créditos, un cordial homenaje a The Pink Panther (1963). Four Rooms transmite lo excéntrico de la noche de año nuevo, donde la fiesta nubla el juicio y se cae en la trampa de imaginar un nuevo comienzo desde cero.
La aventura del Poseidón; Ronald Neame
Los 70 son un país diferente; las cosas se hacían entonces de otra manera. El género de la película catastrófica con un elenco salpicado de estrellas rutilantes, ídolos en decadencia y figuras a la alza, fue uno de sus elementos más icónicos y la cinta que abrió esta tendencia es una de las más memorables, superando incluso dos (cuéntenlos, dos) remakes mediocretes. Me refiero, naturalmente, a La aventura del Poseidón, del excelente Ronald Neame (Los mejores años de Miss Brodie), producida por el zar del desastre, Irwin Allen (papá también de Infierno en la torre y bodrios como El enjambre) y basado en la sublime sátira social disfrazada de novela de expectación publicada en 1969 por el monumental Paul Gallico. En ella somos invitados al crucero SS Poseidon, que hace su última travesía antes de ser descontinuado, entre Nueva York, Europa y Asia menor. Es Nochevieja y el microcosmos de los pasajeros (en su mayoría turistas estadounidenses de clasemedia que estarían muy cómodos en El crucero del amor) celebra en un salón rococó, con sus mejores galas, champán del bueno, música atroz y diálogos banales, hasta que de golpe y porrazo, los embiste un tsunami provocado por un sismo, que voltea boca abajo al barco en una de las secuencias más impresionantes (aún 50 años después) jamás filmadas. De hecho, los efectos visuales, más allá del alucinante diseño de producción se concentran en esos tres o cuatro minutos de angustia telúrica, y luego todo recae en un puñado de supervivientes, shockeados (¡pero muy bien vestidos!) que representan clichés, pero conectan con el espectador de manera efectiva para que nos importe lo que les pase: y vaya que les pasa de todo. Con un elenco encabezado por un glorioso Gene Hackman como pastor que reta a Diosito y salpicado de grandes momentos cortesía de figuras como Shelley Winters (ella en timborota madre judía, que saca al rebaño del atolladero), Ernest Borgnine como tira del Bronx, la entonces núbil y suculenta Pamela Sue Martin (de futuro en la telenovela Dinastía), la despampanante Stella Stevens y Roddy MacDowall post-Planeta de los Simios, la película es teatro guiñol de buena calidad que curiosamente sirve como metáfora del Año Nuevo como cruce entre dos mundos: el ayer y el ahora, que llega descarnado y apenas da una oportunidad de sobrevivir, pero como dice la canción (que ganó un Oscar): “There’s got to be a morning after”.
Phantom Thread; Paul Thomas Anderson
¿Existe una forma correcta de amar? Sí, única y absoluta, pero la misma viene en muchas formas, tantas como personas. No la hay hasta que se encuentra, hasta que se entrega y recibe desde el mismo corazón. En Londres, a finales de los cincuenta, el nombre Woodcock es el epónimo de gracia y elegancia femenina. Su dueño y diseñador Reynolds Woodcock – Daniel Day-Lewis- es un genio solitario y callado, quien vive rodeado de la belleza y usa a sus compañeras románticas con exquisitez y sin apego: las mujeres son sus muñecas personales. Un vampiro que extingue la luz de quienes lo rodean despertar su creatividad. Alguien que no sabe amar -quizás piensa que no puede- y substituye su carencia con el placer fatuo del trabajo y la estética pragmática de la alta costura. Su hermana -Lesley Manville, en una actuación fantástica- es su contrafactual como administradora de la firma de moda, su ancla a la realidad y como facilitadora de sus caprichos. Así, hasta que llega (su) Alma -Vicky Krieps-: una mesera de belleza delicada que hace lo que el verdadero amor tiene que hacer: confrontar, incluso lastimar, para demostrar la autenticidad de nuestro ser; al mismo tiempo que acompaña y procura con una generosidad infinita. El amor que Reynolds necesita e incluso el que se merece. Los comentarios sobre el diseño de vestuario pueden resumirse a una palabra: perfección. La iluminación de la película es uno de sus mejores elementos, oscilando entre la frialdad del alba inglesa con la calidez del fuego y el hogar. Si bien la película es una serie de escenas sutiles y geniales, uno de sus mejores puntos es la de la celebración de Año Nuevo, cuando Reynolds busca a (su) Alma entre la multitud y los colores de los globos y la algarabía. El 2017 fue el año de las historias de amor singulares (The shape of water y Call me by your name) y entre ellas Phantom Thread es la que nos hace sentir que el amor no tiene que ser perfecto para nadie mas mientras sea perfecto para aquellos que se aman.
Sunset Boulevard; Billy Wilder
Pocos personajes más memorables en la historia que Norma Desmond, la vieja gloria del cine mudo interpretada por Gloria Swanson en Sunset Boulevard, una de las obras cumbre del inimitable Billy Wilder. Esto se condensa en la ya clásica escena en la que se aparece por accidente dentro de su mansión el mediocre guionista Joe Gillis —un pletórico William Holden—. Desmond, desestabilizada ante el asombro y la candidez de su inesperado huésped, le dice que, en realidad, ella sigue siendo grande y que las que se han hecho pequeñas son las películas. Siempre me ha gustado pensar que existen pocas cosas que transpiren más cine que esa secuencia. Luego, abrumado por los severos cuadros depresivos de su mecenas y bote salvavidas, Gillis tiene que decidir entre pasar la víspera del Año Nuevo con una diva en horas bajas, incapaz de asumir su decadencia, o con guionistas sin trabajo —como él —, compositores sin disquera y actrices jóvenes lo suficientemente ingenuas para seguir creyendo en los hombres de las oficinas de castings. Gillis hace lo que cualquier escritor en su sano juicio haría en una situación así: autosabotearse. Por suerte, luego se redime ante una Desmond maltrecha después de un intento de suicidio. Mientras se va apagando la orquesta que interpreta «Auld Lang Syne», Gillis se acerca a Demond para decirle, casi a modo de susurro: Feliz año nuevo.
Arma mortal; Richard Donner
El concepto de “películas navideñas” suele asociarse a títulos cuyas historias narran milagros, uniones familiares y apariciones de Santa Claus en distintas presentaciones. También se idealizan como contenidos que deben contar tramas lindas y hermosas con abrazos cada cinco minutos entre sus personajes para que el espectador se contagie del tan proclamado espíritu navideño. Pero, ¿acaso no hay permiso de mostrar que la navidad es también un periodo para descargar neurosis? Se puede ser neurótico en cualquier mes y diciembre no es la excepción. Es aquí donde encajan Arma mortal (1987) y el género de acción. En lo que puede parecer una simple pero bien hecha película de entretenimiento de corte industrial puede apreciarse la época navideña desde un ángulo más cercano y real a lo que los humanos vivimos y somos. El director Richard Donner lo hace a través del detective Martin Riggs (Mel Gibson), un hombre que imparte la ley con el trauma y dolor por el fallecimiento de su esposa. Manifiesta su sentir con explosiones de neurosis elevadas que llegan incluso a rozar la psicopatía como consecuencia de sus pensamientos suicidas. Es en pleno diciembre cuando él lleva a cabo un operativo contra narcomenudistas que distribuyen la droga bajo la fachada de vendedores de arbolitos navideños. Martin mata a tres y captura a uno. Al delincuente detenido lo encara con violencia verbal. Pierde completamente la cordura con él pidiéndole a gritos que acabe con su vida, actitud que asusta al maleante y queda impávido por atestiguar al detective fuera de sus cabales consigo mismo. Como espectadores nos ponemos en los zapatos del narcomenudista al momento de su confrontación con Martin: estamos viendo a un policía desquiciado, a un loco que en cualquier instante puede cometer una barbaridad en contra de su propia persona. A diferencia del delincuente, nosotros como público tenemos la posibilidad de mirar en realidad a un hombre que no ha sabido cómo reinventar su vida tras la muerte del ser que amó y que necesita ayuda. ¡Qué más melancólico que eso en plena época navideña! Donner y Gibson nos lo plantean desde la neurosis de Martin, un sujeto que inconscientemente eligió la etapa de amor y paz para convertirse en el arma mortal de la película.