Los divagantes, o el amor y el cuerpo como salvación ante el tiempo

La infancia no acaba de una vez, como nosotros queríamos cuando éramos niños. Sigue ahí, agazapada y silenciosa en nuestros cuerpos maduros y luego marchitos, hasta que un buen día, después de muchos años, cuando creemos que la carga de amargura y desesperanza que llevamos a cuestas nos ha convertido irremediablemente en adultos, reaparece con la velocidad y la fuerza de un relámpago, hiriéndonos con su frescura, con su inocencia, con su dosis infalible de ingenuidad, pero sobre todo con la certeza de que este sí fue, de verdad, el último atisbo que tuvimos de ella.


Los divagantes; Guadalupe Nettel

Tras una espera de diez años para la publicación de un título que hiciera (de nuevo) honor a su oficio como cuentista, la escritora Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) ha publicado (de nueva cuenta con Anagrama) Los divagantes(2023), un libro que alberga ocho relatos tan disímiles como semejante, en igualdad de condiciones, acaso por la imborrable impronta de su imaginario. En este caso, con cuentos que desdibujan los límites de las memorias familiares e intentan reconocer casualmente las causas de esos recortes violentos de las fotografías de infancia que han borrado a quien, sospecho, nunca debió haber estado; o cómo el reconocimiento entre iguales nunca se borra porque hay una profundidad en la mirada que la hace ineludible, pues es que la mirada de los huérfanos es, sin importar nada, siempre la misma; o la (dis)funcionalidad radical de una familia que, si bien encaja con los estatutos sociales, en sus entrañas esconde las más profunda decepciones de la inexistente comunicación y la violencia más común y más grotesca; o cómo el deseo de hacer o no hacer, estimulado este por lo que se impone por el otro u otra más cercana, desencadena sin remedio el fervor total de una creencia de la que, pensamos todas, no habrá consecuencia, que no sabremos jamás porque la vida sigue su paso y no hay tiempo para detenernos a pensar si fue, es o será; o bien, lo hondo de la desesperanza, de la despersonalización, de ese duelo a muerte con la inconformidad y las ganas de volcarlo todo a la ruina, cómo ese enceguecimiento resplandece y desconfigura el andar del día a día. Tan sólo andar a tientas en un mundo que no teme despojar al otro de su hábitat natural y ponerle el pie en la cima de la incertidumbre. 

Entre todo, el asomo del amor, uno que se descompone en la mente de la persona que, a cuestas del mundo o del desencanto con su propia voz, decide recomponer la búsqueda por entre inventivas mundanas, más cercanas estas a la falta de algún condimento en la alacena o la preferencia de un café cortado por sobre otro que a las desapariciones y encuentros fantasmas. Es el eco de una voz que sentencia la búsqueda de la desgracia, el horror y los miedos en lo increíble sabiendo que todo está siempre en la impulsividad del pensamiento. En el amor de la familia, en el amor sostenido apenas por un árbol milenario, en el amor de una compañía exiliada que, como ave divagante, ha querido siempre volver al origen, el amor dislocado de una madre que más echa en falta, que apenas aparece, que rumia apenas razones. El amor, ese lugar enloquecido.

Un continuo andar por cuerpos que brotan de raíces, que así como bien se adhieren a la tierra, pueden repelerla como si fuera algo mortal y desdichado. Asimismo, el cuerpo que se vincula siempre con los movimientos, con los lugares que le resguardan, como esa estrechez y ese aparente proceso simbiótico permite un desenvolvimiento con las otras especies. Una comunicación sustentada a toda costa con el pensamiento más profundo de la tierra. A su vez, un mundo fantástico, pero alejado de encuentros mágicos e irreales, mucho más cerca de lo que se imagina de una vida cualquiera.

Pensar en el final apenas como el principio de algo más, es decir, la continuación inevitable de lo que ha terminado su paso, pero muta y persiste de otro modo. Una transformación material, una descomposición, un proceso de conservación. El final, aunque inexorable, símil de espacio de preservación. La narración de lo aparentemente desconocido –que en todo caso es lo que se cuela entre el paso de los días y lo irremediable de los pensamientos– como remedio ante la duda que se esparce en lo profundo de los órganos. Que alguien nos cuente con total parsimonia el asunto del pensamiento humano más natural –y por tanto más escalofriante– y que la calma transmitida sea tal que dé para apaciguar el tedio y no catalogar el alboroto del pensamiento como ansia. Como consecuencia, separarse. Asumirse excluido. Divagar, suspenderse, ser luego parte del esparcimiento, sujetarse al ala de aquella que vuela a las antípodas, de la tierra y del pensamiento. Entregarse a la imposibilidad, a la ensoñación, pero sobre todo a mirar entre los huecos, reconocer las voces, cuidarse las espaldas y refugiarse en los libros.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *