Dominga

Aclaro que ésta es la versión de mi historia, afectada severamente por mis sentimientos y mi memoria trastocada.

No recuerdo cuándo llegó Dominga a nuestras vidas. Bueno, eso sí lo recuerdo, o más o menos, y cabe recalcar que primero llegó a mi vida, en singular, porque yo la recibí en el consultorio que meses atrás me había heredado mi madre, antes de fallecer por culpa de un cáncer que le había estado consumiendo hasta el más sano rincón de su cuerpo, pero esa historia no la contaré hoy. Decía de Dominga, que llegó un domingo, y por ello el nombre, creo, no recuerdo, no fui yo quien la nombro, o quizás sí y se lo puse por haberme acordado de Dominga, una novia que todavía recuerdo, que tuve por allá de mis mejores años de adolescencia, y por lo del domingo, el día en que arribó sin saber por qué ni cuándo ni cómo. No estoy seguro. En cualquiera de los caso y sea cual fuese la razón, nadie brilla por su excelente creatividad a la hora de poner nombres: ni yo ni mi esposa ni mis hijas. El caso es que llegó, bueno, la trajeron un domingo, antes del mediodía: todo iba saliendo de maravilla, ni parecía domingo. ¿Quizás deba decirles ya que el consultorio es para atender animales, que yo soy veterinario y que Dominga es un akita japonés, una raza nipona de perros que, cabe recalcar, tanto, incluso, que allá la consideran tesoro nacional, pues es símbolo de buena salud, prosperidad y buena fortuna, pero de nuevo estoy hablando de lo que no concierne aquí realmente; aunque, bueno, en todo caso, nada de lo que les estoy contando les debería importar, empero, en todo caso, quiero que lo sepan, y si sigo contando detalles de esa índole como la raza del can y demás, no alcanzaré siquiera a contarles lo importante, o voy a terminar por olvidarlo. Y entonces, ese domingo del que habló, llegó un señor como de sesenta, sesentaicinco años, canoso y con abundante cabellera para su edad; alto, fornido pero panzón; de barba raída y también canosa, aunque con ese desagradable tono amarillento a causa del tabaco, vestido con una camisa de franela a cuadros color café, unos pantalones que no recuerdo si eran azules o negros y unas botas como de trabajo, bastante sucias. En la mano izquierda un cigarrillo mal encendido y en la derecha la correa que sostenía a la perra más inquieta, bella y desaseada que yo hubiera visto alguna vez, que para entonces ni nombre tenía. Aclaro que ésta es la versión de mi historia, afectada severamente por mis sentimientos y mi memoria trastocada. Sí, lástima que Dominga no pueda escribir su propia historia. Lástima que ningún animal pueda contarnos nuestra historia. Sin embargo, la literatura, la escritura ensancha nuestro ser al permitirnos experiencias que no son nuestras, como hubo dicho C.S. Lewis alguna vez. Es más o menos lo que estoy haciendo yo aunque ni sea Lewis ni Dominga, sino un simple veterinario. El asunto fue más o menos este. Yo estaba parado a la puerta del consultorio, esperando absolutamente nada, sólo mirando, cuando vi parado al hombre que antes me tomé la molestia de describirles junto con su perra, y observé cómo se dirigían directamente hacia mí. Me repuse del letargo un poco cuando escuché que aquél viejo me saludaba, al mismo tiempo que la akita ladraba estruendosamente hacia la nada. Respondí al saludo y esperé que me dijera lo que necesitaba. Era evidente que si aquél viejo estaba parado fuera de la veterinaria, dirigiéndose hacia mí, con un perro entre las manos, requería consultarme algo. Acerté a la creencia. Me dio una larga explicación que no recuerdo y me dijo que necesitaba que revisara a su pequeña (así me habló de ella) porque se hallaba molesta, pero que él no podía quedarse a esperar un diagnóstico pronto porque debía volver a no sé dónde, así que estaba dispuesto a pagarme la consulta por adelantado para que no dudara un solo segundo más en revisar a su mascota. Sin preguntar siquiera cuál era el proceso o el precio, me extendió dos billetes de quinientos pesos, la correa de la perra con ella sujeta del pescuezo y una bolsa; apenas puse todo correctamente entre mis manos, aquél viejo dio media vuelta casi de inmediato, luego de acariciar el lomo del animal. Ya de espaldas hizo una reverencia, como despidiéndose. Apenas me repuse, horas después, de aquél somnoliento y confuso episodio, vi que no había nada de malo ni raro en el animal, y supe rápidamente que jamás volvería a ver aquél viejo, y que ahora la vida de Dominga estaba entre mis manos. Me costó componerme, tratar de saber qué diablos había sucedido. El señor que antes mencionaba, y ahora exdueño de Dominga, no se miraba como esa clase de personas que son capaces de abandonar a nadie por ser aberrantes o por necesidad alguna, y rápido descarto que haya sido por necesidad cuando recuerdo que me pagó el equivalente a dos consultas. Aunque quizás su necesidad no haya sido económica. Quizá sí es un ser despreciable que es capaz de abandonar al menor de los disgustos y con ayuda de cualquier pretexto barato. Ya vimos que hay quien compra esas excusas de la manera más inverosímil. Todos somos capaces de todo cuando tenemos las herramientas suficientes que nos permitirán justificarnos o desaparecernos de ese halo de basura y podredumbre que pudiera ser nuestra realidad. Porque la tenemos, y existe. Pero, ¿lidiar con ella? Probablemente pararse fuera de una veterinaria y pedir auxilio por un embolado haya sido la salida fácil a un problema mayúsculo. Todos mienten, me repito cada tanto. Y pienso, también, que sería fantástico y aterrador que Dominga pudiera decirnos qué carajos sucedió y por qué hubo de suceder. Yo no comprendí nada en ese entonces. Y al día de hoy no quiero ya comprenderlo. Ahora soy yo aquel viejo de canas y barba y bigote raído. Ya han pasado años. De aquella perra abandonada en domingo sólo permanecen fotos colgadas en la pared y muchos recuerdos. Falleció hace un mes. De vieja, ya. Ya no podía más. Yo tampoco estoy queriendo poder más. Estoy parado fuera de la que antes fuera mi clínica, rememorando todo esto, esperando con lo que me quedan de fuerzas, un milagro… Lástima que hoy sea lunes y que aquí fuera no pare de llover.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *