El canto del pájaro ciego

En El canto del pájaro ciego (2021), la segunda novela de Bibiana Rivera Mansi, nos topamos de frente con la vida de Mario, un joven que, aunque condenado a muerte, pasa solamente —digamos solamente para emular una especie de gracia ante una desgracia que pudo ser peor— veinte años encerrado en una prisión de Illinois. De refugiarse en la enseñanza fragmentada del Corán, a aprendiz del juego del ajedrez para, con ello, poder lidiar con los amenazantes compañeros de celda. Y, luego de ello, hallar una suerte de refugio en la lectura de la Biblia

Resulta admirable la manera en que nuestro personaje —porque claro, a éstas alturas el personaje ya no es de la autora, sino nuestro—  rehuye (¿o se hace parte?) a la violencia y todos los espacios asfixiantes en que tiene que vivir sus días. Desde los pasillos que conectan las celdas con los patios hasta los inexistentes espacios de luz es que vemos los recorridos insospechados, sus presiones, sus pensamientos más profundos, sus deseos más intensos. 

Bibiana Rivera Mansi describe, casi de manera puntual, como he escrito antes, la imagen de un joven preso que ha sido encarcelado injustamente. Y digamos injustamente como si estuviéramos frente al espejo aquel en que nos miramos limpios sabiendo que estamos completamente enlodados, hasta la náusea. Sí: Mario está encarcelado por un crimen que no cometió, pero vamos, que tuvo una larguísima trayectoria de infamias a pesar de su corta edad. 

Pese a que la mayoría de los sucesos nos transportan de inmediato a un espacio de absoluta abrumación, hay algo que es palpable en el transcurso de la narración, que se nota a lo largo de algunas descripciones e imágenes —a ratos vacías y, es válido decirlo, hasta sin forma—: el deseo, intenso, aunque a ratos ingenuo, siempre presente. Se asoma por algunos resquicios. Y aquí valdría decir que esta novela, además de valerse del valor de la libertad, se vale del deseo.

Es dentro de la cárcel, dentro de una celda, que se reconstruye un silencio distinto, como un deseo, una voz que clama resguardo, salvación, a partir de un discurso que navega entre algo parecido un monólogo, un soliloquio y descripciones disformes. Parece que nada más importa porque todo apunta a un encierro que se mueve junto con uno, del que no es posible escapar con facilidad porque hay algo enorme que estamos cargando. Una especie de delirio-deseo-respuesta que se esboza para nosotros. ¿Para qué? Es necesario averiguarlo, o hacer al menos un acompañamiento, hacer de jueces sin voz. 

Y al final el tiempo. La (su) inutilidad dentro un espacio vacío, gris, pequeño. Donde cuestionarse desde ese delirio quizás no tendría sentido si no fuera porque ese es el alimento del deseo. ¿Deseo de qué? Quizás de continuar, de salir avante, de escapar al encierro. ¿Salir cómo y de qué? Salir. Continuar. Salir del encierro. Construir un puente que permita el escape y encontrar, aunque sea tarde, la manera de contener el tiempo perdido, hallar el canto de cualquier pájaro ciego. 

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