Tengo la comida libre entre entrevistas, viejo. De 1:30 a 2:45. Estoy en el Catalonia Gran Vía. Si te late, comemos y echamos una copa hoy. Mensaje recibido al diez para las diez de la mañana. El celular, al borde de la asfixia con cinco por ciento de batería, vibró bajo la almohada. El remitente: mi escritor más admirado. El insolente sol de Madrid, diría Joaquín Sabina, entraba cual ladrón por la ventana; mi jet-lag, con casi un mes a la espalda, seguía sin sacarme de la cama antes de las once. No puedo alejarme mucho, pero acá sobra dónde comer bien, completó. En ese momento yo era capaz de estrellar mi cabeza contra la pared de mi Airbnb, para resolver que no estaba soñando.
Había lanzado un hail mary –término acuñado para describir a los envíos desesperados en el fútbol americano una vez que el reloj se agota: quien lanzó el primero, y acertó, confesó haber rezado un Ave María apenas soltó el ovoide- días atrás en forma de tweet. ¿Presentarás tu nuevo libro en la FIL de Madrid? Dijo que sí visitaría la ciudad, pero solamente para hacer prensa. Después, en un mensaje privado, me pidió el celular en caso de que su agenda se agrietase; voy a andar medio en chinga, pero igual alcanzo una chela. Embobado, con sumo cuidado, transcribí cada dígito. Que sea lo que sea, diría Jorge Drexler.
Salté al pasillo del Airbnb dispuesto a agandallarme el baño. Para esto debo contextualizar: me alojé un mes en un departamento ubicado en La Latina, donde durante varios días protagonicé un duelo contra un turista alemán por adueñarnos del regaderazo matutino. Éramos pésimos, unos pusilánimes; qué batalla mediocre, ambos lo hacíamos entre once y doce del día. Pero ese día mi escritor más admirado me había conferido una cita. A las diez y cuarto ya estaba mordiendo el muffin mañanero que ofrecía una bolsa sin fondo en la cocina, ‘campechaneándolo’ con el café soluble que me acompañó religiosamente cada mediodía del mes. Subí, como cada día, por la calle de Segovia hasta Toledo; crucé la Plaza Mayor para desembocar en Sol y tomar Fuencarral hasta la Gran Vía. Faltaban dos horas para la cita y mi sangre ya galopaba como si me hubiese engullido tres monsters azules. Mi escritor más admirado me había conferido una cita. Me refugié del sol en la Casa del Libro de la Gran Vía, donde en el escaparate de novedades descansaba precisamente el último lanzamiento de mi escritor más admirado. Lo compré, en conjunto con un librito sobre Friends, la serie, que hábilmente escondí durante mi encuentro con mi escritor más admirado. Para sorprenderlo me había puesto una camiseta del Sankt Pauli alemán, comprada días atrás en un mercadillo barcelonés; decisión que fue un éxito cuando lo vi en el bar del hotel atendiendo una llamada con gorra del mismo equipo y camiseta de Motorhead. Lemmy bien pudo haber sido portavoz del equipo hamburgués.
Me saludó con un efusivo abrazo y una sed, según dijo, tremenda. Me invitó a salir del Catalonia y cruzar la Gran Vía; a mí me temblaba el labio inferior y había olvidado por completo qué idioma hablo. Si antes me sentía víctima de tres monsters azules, ahora eran cuarenta. Nos metimos, en realidad, al primer garito que prometía cervezas y tapas; habiéndolo rastreado en Google Maps informo que su nombre era El Olímpico -a escasos metros de El Tigre, donde pasaría una noche posterior con más alcohol que monsters ficticios en las venas-. Lancé alguna torpe pregunta sobre el mercado editorial en México, a lo que me respondió, con una sonrisa, “hablemos del Atleti, mejor“. Mi escritor más admirado, también colchonero -por ende, en reñido empate con Panchito Varona, mi feligrés rojiblanco más admirado- bramaba ante la impostergable salida de Antoine Griezmann rumbo a la Ciudad Condal. “Se creen que nos pueden quitar todo: Griezmann, Arda, quieren a Saúl, quieren a Koke”. Yo nomás asentía. Trataba de alzarle las cejas al hombre detrás de la barra, como diciéndole “pero mira nada más con quién estoy: con mi escritor más admirado. Y discutiendo sobre la actualidad del Atlético de Madrid”. Lo más cercano a un guiño cómplice de su parte fue cuando me alargó dos platitos de paella.
En una anécdota que decido no contar porque al guardármela le otorgo tintes de tesoro, mi escritor más admirado me contó como vivió desde una ciudad europea, a las tantas de la mañana, el campeonato de sus Chivas. Tres cervezas después, me dijo que tenía que tomar rumbo a la radio. Otra entrevista, ya no sé cuántas van. Lo acompañé a su hotel, no sin antes pedirle que me firmara su último lanzamiento. Para Andrés, hermano en el culto cholista, signó. Habiendo lavado el pudor con cerveza, le pedí una selfie; “para que me crean“, justifiqué. Antes de que cruzara el umbral del Hotel Catalonia, mi foto ya se presumía por todas las redes sociales donde he atinado a crear una cuenta.
No todos los días conoces a tu escritor más admirado, ni te tomas una cerveza -o tres- con él a escasas cinco cuadras de la Fuente de Neptuno.