La lluvia en Uganda siempre cala hasta los huesos. Y te resguardas -si es que lo consigues- y aún así encuentra formas para empaparte entero.
La lluvia en Uganda siempre cala hasta los huesos. Y huele a café, a plátanos y a olvido, y recorre sus calles en busca de huecos en los que colarse hasta los recodos más profundos del colonialismo.
La lluvia en Uganda siempre cala hasta los huesos. Y cae del cielo en inglés, resonando en las ventanas de casas que nunca las han tenido y en las iglesias de religiones que los blancos impusimos.
La lluvia en Uganda siempre cala hasta los huesos. Rocía la sabana, que siempre se hace camino, y nutre los cafetales, las plantaciones y los papiros -la planta que permitió la escritura-, que ahora solo encuentras en escasas orillas del Nilo.
La lluvia en Uganda siempre cala hasta los huesos. Y en la tromba trae con ella la concesión de mirar a su gente, sus ancianos y a sus niños, y permite ver que no somos tan distintos. Que todos miramos igual y se nos achinan los ojos cuando nos reímos, que todos jugamos cuando somos críos, que nos peleamos por los cromos y nos enfadamos sin motivo.
La lluvia en Uganda siempre cala hasta los huesos. Sus techos de uralita no protegen del agua ni del frío, ni unas chanclas desgastadas hacen fácil un camino en el puesto 163 del mundo con la pobreza como abrigo.
La lluvia en Uganda siempre cala hasta los huesos. Y mientras llueve, la gente sigue buscando el lugar más alejado del mundo en los libros. ¿Una isla en Oceanía o el Punto Nemo en el Pacífico? Quizá una aldea ugandesa con un desnivel sin sentido. Lo que no sabe la gente, y la lluvia de Uganda trae consigo, es que el lugar más alejado del mundo siempre somos nosotros mismos.
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