Estaba escrito que yo debería serle leal a la pesadilla de mi elección.
El corazón de las tinieblas; Joseph Conrad.
La eliminación de México en el Mundial de Qatar 2022 tiene todos los atributos para formar parte de la historia sentimental del país que mejor se relaciona con la tragicomedia. De aquí surgirán crónicas, novelas, poemas y conversaciones de banqueta y sobremesa. La mexicanidad en su estado más puro.
La irreverencia que mostramos frente a la muerte, nuestro desdén por la formalidad y el sentido totalizador de la fiesta realmente nunca han estado por encima de lo que Carlos Monsiváis, el cronista urbano por excelencia, refería como una suerte de pasiones comunes sublimadas por la fatalidad.
Estamos tan malditos que no solo no clasificamos después de vencer a Arabia Saudita 2-1, sino que incluso evitamos quedar fuera del certamen por tarjetas amarillas ante Polonia, lo que hubiera sido, sin ninguna duda, la semilla de una cada vez más necesaria renovación de nuestro manual identitario. Y quién sabe si de paso de la literatura y el periodismo mexicano con la catarata de versos y aforismos que aquello habría desencadenado. El gol final de los árabes nos privó de inscribirnos en la tradición del héroe trágico que muere aplastado injustamente por el sistema —en este caso la FIFA—, para dejarnos en el lugar que siempre hemos ocupado y que, por derecho propio, nos corresponde: el de especialistas en fracasos.
Incluso el entrenador Gerardo Martino, gran antagonista de la turba enardecida durante los dos primeros partidos, falló hoy como sospechoso habitual, entregándole las llaves a la zurda contracultural y milagrosa de Luis Chávez e incluyendo a Orbelín Pineda como ese centrocampista capaz de recibir a otra altura, agitar con su hiperactividad y cargar el área rival. Fue tan cruel la manera en que nos despedimos del torneo que no nos quedó nadie sobre quien descargar toda nuestra frustración. Porque sólo sabemos explicar nuestra historia a través de los villanos. Nuestra oralidad y memoria escrita se alimentan de traidores, infieles y delatores. Desde pequeños nos enseñaron a coleccionar decepciones y derrotas más o menos dignas. Y ahora, ni eso.
Con todo lo que desencadenó el amargo final en Lusail, resulta incomprensible que siga existiendo gente que desdeña el fútbol como termómetro social. Cómo no va importarnos el fútbol si condensa todo lo que somos como mexicanos. Si nos sigue paralizando un juego en medio de la etapa más violenta de nuestra historia. Si un partido de México es la única tregua posible con el crimen organizado. Si un triunfo eclipsa los más grandes atropellos institucionales. Si un gol maquilla todas nuestras miserias estructurales. Si una actuación medianamente convincente de la selección es capaz de reconciliarnos con nuestro peor enemigo.
Nos fuimos antes de lo previsto del Mundial de Qatar, con el orgullo herido pero con la reputación intacta: nadie convive mejor con el fracaso.