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Ensayo de un ensayo

Lo único que se logró saber con certeza fue que se negó a ser partícipe de un concierto de reggaetón, y fue abandonado fuera de una sala de conciertos. Parte de la leyenda apunta a que Tino el Pingüino lo encontró y le devolvió el alma.

Sus historias parecen contadas desde esa indefinición como si la costumbre de mirar en todas direcciones le hubiera permitido adoptar cualquier punto de vista.


Fractura; Andrés Neuman

Los bongós colocados en contra de la pared de madera de aquel cuarto no querían comentar nada esa noche; el rumor duró unas semanas, hasta que se convirtió en certeza. El lugar —un poco impregnado de polvo— se había convertido en salvaguarda de muchos instrumentos. La casa, construida con un estilo arquitectónico muy socorrido durante la década de los años sesenta del siglo pasado, estaba ubicada en un barrio céntrico y, algún día —a pesar de no haber perdido aún su encanto—, glamoroso, dentro del lugar antes llamado Distrito Federal. 

La pieza donde vivían estaba decorada sobriamente; tenía solo dos libreros de un metro de ancho cada uno, y un par de sillas a su disposición. La edición del libro de Kafka, Metamorfosis, parecía perder color en el lomo, y era vigilado de cerca por un barco pirata que se encontraba dentro de una botella, en cuyo costado se alcanzaba a leer vagamente la palabra «Veracruz». El resto de los libros, junto a un viejo sacapuntas verde olivo –que funciona a base del movimiento de una perilla–, moraban debajo de una capa delgada de polvo que los cubría, en tanto el olvido —aquel viejo demonio— llegaba por ellos. La luz era apenas la necesaria dentro de la espesura del lugar; los bulbos encendidos en el techo recetaban hilo de brillo que se perdía al llegar al suelo, lo que colaboraba a mantener en la penumbra al resto de los instrumentos, dentro de cierta comodidad. Muchos de ellos prefieren ir a su aire.

Los panderos, alrededor de diez de ellos, escoltan un estuche de violín vacío desde hace ya unos ayeres. Se habla, en voz baja, que él los abandonó para buscarse una vida más alegre; al parecer en manos de un conjunto de mariachi, de los que suelen llevar serenatas sólo las noches de luna nueva, con la finalidad de que nada los ilumine y puedan pasar desapercibidos por los moradores cercanos, mientras cantan llenos de despecho melodías que les recuerdan amores a los que se llevó el carajo. No se supo más nunca nada de su paradero.

Los cuatro cuadros que cuelgan en un muro recubierto de madera, viven en completa ignominia; son pequeños y no han hablado entre ellos desde el principio de la década de los noventa, cuando fueron colocados ahí por un dueño que nunca supo qué debía hacer con un regalo no pedido y la falta de talento enmarcado. En la pared contigua, sin embargo, habita una gran foto en escala de grises (plata sobre gelatina) que muestra la sentencia «Bienvenidos a Matehuala»; la imagen debió ser tomada desde el interior de un auto, por la perspectiva desde la que es vista y el reflejo que se alcanza a apreciar. Esa misma pared cobra importancia única dentro de la habitación, ya que sirve como refugio de dos estantes que sólo son visibles al abrir un par de puertas; en ellos habitan miles de papeles agrupados en pequeños grupos unidos entre sí con wire-o, y separados por cubiertas de plástico traslúcido. Los papeles son sólo el sustrato en el que respiran miles de partituras que fueron concebidas en diversos periodos de la historia, y esperan el momento de ser escogidas para su interpretación por todos los residentes de aquel espacio. Cada una de ellas está lista desde siempre para vestirse de gala y ser presentada en algún ensayo, clase o, si la dicha llega, en un recital, pero esa, la última decisión, le pertenecía sólo a un viejo atril que, según dicen los instrumentos más viejos, siempre estuvo ahí.

Construido para dar apoyo y sostener sueños, del atril nada se sabe con precisión. Las historias sobre su pasado y vida se cuentan por docenas, ninguna de ella confirmada. Ni siquiera las flautas dulces, decanas del lugar, llegaron antes que él. Las habladurías entre los instrumentos fueron surgiendo tiempo después, y nadie sabe el origen de los mitos que se susurran entre ellos. Quizá ese fue uno de los motivos por los cuáles nadie tenía la confianza para acercársele, además claro, de la propia naturaleza del atril, tan distinta a la del resto de los moradores del lugar. 

Tímido e introvertido en un principio, tuvo dificultad para relacionarse con los que llegaban, pero el halo de sabiduría y profundo conocimiento del alma que poseía de cada uno de los instrumentos, le hizo ganarse el respeto de todos: cuerdas y vientos, percusiones y eléctricos, incluso aquellos que representaban un pasado lleno de gloria, como el clavecín. Este que destacaba, no sólo por su elegancia sino también por su prudencia, nunca abonó información para el runrún. La amistad que surgió entre ellos, a pesar de ser tan independientes uno del otro, fue patente desde aquel día en que él fue atrapado por sonidos que rasgaban el aire de una forma delicada y precisa, algo completamente nuevo para aquel viejo atril, acostumbrado ya al sonido grave y profundo de alguna de las percusiones, y a la potencia de los instrumentos de viento. Aquel momento, que fue una revelación (o rebelión de sus adentros), lo enganchó de inmediato a esa música barroca, sintió parte de su ser renacentista, y encontró un sentido de existencia que creyó haber perdido tiempo atrás, cuando —presa de la desidia—, cargaba a sus espaldas con cualquier ritmo que se encontrara, devolviéndole la ilusión con la que algún día vivió. 

El atril se mostraba entusiasmado, a pesar de que el clavecín no requería de su ayuda para brillar. Fueron semanas iluminadas para él, hasta que una mañana el clavecín no amaneció en su lugar: sólo polvo alrededor de una silueta en el suelo. El silencio se veía cruzar entre los pocos rayos de sol que se lograban vislumbrar; nadie se atrevió a romperlo. Los instrumentos se miraron entre sí, y supieron de inmediato lo que eso significaba. Poco a poco la luz que se había encendido fue perdiendo brillo, la tristeza se fue acumulando y lo que en un principio podía explicarse, se fue extinguiendo hasta que no lo hizo más. Atril fue invadido por un rencor y envidia crecientes por no haber nacido instrumento musical; este sentir se apoderó de él, y lo que algún día parecía imposible se concretó: se alejó del nido cargando hojas de partituras llenas de tristeza. 

Dio tumbos por la ciudad, o eso se cree; al menos eso dicen algunos que alcanzaron a verlo vestido de forma andrajosa y sucia. Nada de esto fue corroborado. Lo único que se logró saber con certeza fue que se negó a ser partícipe de un concierto de reggaetón, y fue abandonado fuera de una sala de conciertos. Parte de la leyenda apunta a que Tino el Pingüino lo encontró y le devolvió el alma. El último show de la gira del rapero en La Maraka devino en agradecimiento eterno. 

Las notas siempre fueron y serían lo suyo, y al final apareció en una de ellas: la nota roja. El viejo atril saltó al vacío de un puente del Anillo Periférico, y cayó en la cabeza de un director de orquesta que pasaba por ahí: la herida que le produjo ocasionó su muerte. Alrededor sólo se alcanzaba a escuchar el ruido de un camión, al interior del cual sonaba una melodía barroca, y cuyo luminoso anunciaba su próximo destino: ‘Paraíso’.

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.

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