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Fool on the Hill (sin boleto, pues)

La vida corre por un lado y, a veces, yo camino por el otro.

No critiques a la gente con pasiones… Sobre todo a los que tienen pasión por las artes. Son siempre los más interesantes.

Juliet, desnuda; Nick Hornby.

Recién concluida Hello-Goodbye percibí que mis sentidos y mi alma se aposentaban por completo dentro Palacio de los Deportes. Sir Paul McCartney iniciaba así su segunda visita a la Ciudad de México y yo me había apoderado de un lugar que no me correspondía, en la sección E del domo de cobre.

El 10 de abril de 1970 cambió el curso de la historia: los Beatles dejaron de existir como grupo para convertirse en uno de los mitos más grandes de la música, así que la presentación de McCartney podía constituir la última visita (no ocurrió así, pero no era ni soy adivino) de un Beatle a México. No quería perder la oportunidad de sentirme “parte de la historia”. Necesitaba un boleto y para ello había tres caminos posibles: recurrir a la compra tradicional a través de Ticketmaster, ‘el amo de los boletos’, ganar alguna trivia radiofónica o esperar a tener recursos y buscar en la reventa. 

Si la segunda mitad del siglo XX tuviera banda sonora, Paul y John (o viceversa) serían seguramente los encargados de compilarla. La ansiedad por hacerme presente en el concierto subía gradualmente. Barajaba las posibilidades a mi alcance. La primera, además de lidiar con la famosa “preventa” (“gracias”, Banamex) resultaba en aquellos días del 2002 muy costosa para mi bolsillo. La segunda opción era compleja y problemática, aunque no imposible. Escuchar la radio todo el día, sintonizar alguna estación apropiada y, encima, había que contar con la suerte de conocer la respuesta de la trivia en cuestión y ser el primero en lograrlo. Y la última opción, la menos apetecible, era la reventa. La detesto. Siempre he pensado que es una forma de extorsión. La primera vez que la empleé fue en un México-Honduras. Estadio Azteca, eliminatoria mundialista de 1994. Mi conciencia (y el marcador final 3-0) se encargaron de meter debajo del tapete la culpabilidad que sentía.

La vida corre por un lado y, a veces, yo camino por el otro. El trabajo retuvo mi atención y mi patrón conductual de dejar pasar el tiempo tuvo un desenlace poco sorpresivo. No había comprado boleto, no me había ganado nada, pero circunstancialmente poseía unos ochocientos pesos producto de una venta inesperada. Esa tarde no tuve dudas. 

7:00 pm  – Dinero, tenis, jeans y la parte de mi memoria emocional, esa de los recuerdos hechos con el vinil, casetes y cedés. La música de los Beatles (descubierta cuando recién me acercaba a la mayoría de edad, música tan magna como el gol de Maradona contra Inglaterra), algo de incertidumbre y muchas ganas de buscar un pretexto para poner en pausa a la vida.

7:08 pm – Abordo taxi destino a Río Churubusco y Añil, tráfico lento a la altura de Tlalpan y Taxqueña. Trailer atorado en el paso a desnivel. Continuamos el trayecto con retraso de siete minutos; sin embargo, el chofer apura el paso y recorre la calzada de Tlalpan en lapso de dos canciones debidamente sintonizadas en Amor 95.3 fm: Como una mariposa y Veleta, Pandora y Lucerito a cargo de las vocales. Desviación hacia Viaducto Miguel Alemán, recorrido lento pero seguro y llegada al recinto aproximadamente a las 7:42 pm.  La entrada lateral, junto al Escuela Superior de Educación Física (ESEF) estaba repleta, souvenirs de toda clase, ‘llévela, llévela’, la taza, el encendedor, la playera, la sudadera bordada, las imágenes de los caballeros del reino, Paul, John, George y Ringo, el disco pirata y finalmente atrás de todo, debajo de una farola que iluminaba poco y mal, los revendedores.

-¿Le sobran o le faltan?

A estas alturas de mi vida me lo cuestiono, pero en aquella noche el contexto eran los boletos. Comenzó entonces la lluvia de precios; necesitaba uno solamente. Tenía la esperanza que con algo de suerte podría encontrar alguno que se adaptara a mi presupuesto, que debía incluir el viaje de regreso a casa. La Sección E, la más económica, cuyo precio original rondaba los doscientos cincuenta pesos, era el objetivo. 

-Mil quinientos varos, no v’ancontrar más baratos, güero.

No debía desesperarme, incluso mentalicé que debía esperar a que comenzara el concierto y luego negociar las nuevas condiciones, no querrían quedarse con la “mercancía”. La noche tomaba su lugar cuando un sentí que alguien tocaba mi hombro y hacía gestos con la mano, señalando un lugar. Lo miré con extrañeza.

-Tengo de seiscientos de la sección de arriba. 

Entrecerré los ojos y  pregunté: ¿Seiscientos?

Sólo asintió: Güero, pásale por acá.

En un principio no logré entender. Caminaba deprisa entre la gente. Junto con una pareja y un señor de unos sesenta años los seguimos hasta unos de los accesos al domo. Todavía en lo ‘oscurito’ nos mostró un par de boletos. Todo iba bien, pero advertí entonces un detalle: dichos boletos eran para una función de los Ringling Brothers que tuvo lugar en 1998.

-¿Qué pedo con esos boletos? -pregunté lleno de dudas.

– No problem, mi güero; tú síguenos; la lana nos la dan adentro -respondió con aplomo nuestro ‘agente’.

Y caminamos. Llenos de fe y desconfianza en partes iguales. Luego llegó el asombro de la familiaridad con la que saludaban a los agentes de “Grupo Lobo Seguridad”, encargados de supervisar el ingreso al recinto. Vienen con nosotros, les dijeron.

Nos adentramos en la zona. La gente recorría de prisa la explanada del Palacio. La hora de concierto se acercaba y otra fila asomaba en nuestro horizonte, una más larga, la de acceso al interior. Vigilantes del control tomaban y revisaban los boletos uno a uno; yo sudaba imaginado cómo serían las siguientes ocho horas en el Ministerio Público donde me tomarían declaración por presunto fraude y falsificación de boletos. Enseguida comenzaron los gritos: !!A la cola!! !!a la cola!!, ¡cabrones! Sin embargo nuestro agente y guía hizo caso omiso; cuando notó que los gritos arreciaban giró y explicó ufano y orondo: ¡¡Soy amigo del tesorero!!

En mi mente, en forma de globo de diálogo de cómic, debieron aparecer estos signos: ¿? Nos acercábamos cada vez más a la entrada, llegó entonces nuestro turno. Una gota de sudor frío recorrió mi espalda. 

– Pásenle y que disfruten el concierto -comentó de buen humor el encargado de cortar los boletos.

A pesar de que todavía no ajustaba mi pensamiento a lo que pasaba, continuamos nuestra marcha siguiendo al revendedor: ¿Qué sección quieren?, preguntó, y sin dar tiempo a nuestra respuesta él mismo respondió, la “E”, así que subimos por las escaleras apropiadas. La puerta de entrada a la sección fue la última gota de asombro; yo, seguía nervioso.  

-A’í se los encargo –le encomendó a la acomodadora de lugar.

Y aquí, güerito, se sientan, donde encuentren lugar. Son seiscientos varos -terminó diciendo sobándose la palma de la mano.

Desembolsé la cantidad pactada, pero mi pensamiento y mi alma no llegaban todavía. Se habían quedado antes de llegar siquiera a la explanada.

Me senté en un escalón donde se pudo y justo entonces apareció Sir Paul acompañado de miles de colores desplazados en las pantallas que decoraban el escenario: You say yes, I say no. You say stop and I say go, Go, go, oh, no. You say goodbye and I say hello. Me di cuenta que en ese momento mi alma recién llegaba y dos segundos después arribó mi pensamiento aún aturdido y cargado de cierta confusión que la música se encargaría de disipar. Pensé entonces en la cantidad de historia que estaba ante mis ojos. Cómo cuatro jóvenes de una ciudad portuaria fueron capaces de cambiar el negocio de la música, de transformar vidas que jamás conocerán (cómo la mía) a través de otros que recorrieron el camino que ellos se encargaron de recorrer. Cómo millones de personas, antes que yo lo hiciera, escucharon esos mismos acordes. Cómo esa misma música ha sonado por tanto tiempo recordándole al ser humano que el arte es una de únicas huellas que perdurarán a pesar de todo. Pensaba en toda la historia que han recorrido esas canciones.

La vida a estas alturas no nos sorprende tanto cómo debería. No por ella, si no porque damos por sentado tantas cosas. No somos dueños de nada excepto de nuestros recuerdos y momentos felices, que a su vez le pertenecen a todos aquellos que nos rodean. Los que queremos. Esos momentos felices saben más si son compartidos y la música es uno de los vehículos más efectivos para hacerlo.

Y así fue mi primera y tal vez última oportunidad (no lo fue) de poder disfrutar en directo a los recuerdos y la música de los Fab Four. Imaginé a lo lejos una imagen de Mrs Eleanor Rigby que hacía guiños eléctricos y pensé: éste fue el mejor acto circense que han hecho los Ringling Brothers.

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.

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