“Cada quien tiene su Rulfo privado”, dice Cristina Rivera Garza en la descripción que ella misma escribió sobre su libro Había mucha neblina o mucho humo o no sé qué, en el que Juan Rulfo es el leitmotiv de todo el texto.
Es, quizás, inteligible sentir tanto aprecio (por inverosímil que esto suene) y admiración desbordada por el autor de Pedro Páramo. Resulta que sí, cada quien tiene su propio Juan Rulfo, su propia imagen, su propia construcción; no como ser que uno arma con sus piezas de manera material como si se tratara de un Frankenstein hecho de textos, sino como piezas que van siendo inamovibles y acomodadas por el azar para gestar una especie de idealización, que uno comprende después de largas y placenteras lecturas, de análisis; y que no reciben, esas ideas, el nombre rimbombante de biografías como si se tratase uno como estudioso de la vida de Rulfo, sino sólo pensamientos que van floreciendo con los años, con las relecturas. Porque, simple y sencillamente, Juan Rulfo siempre está presente después de la primer lectura que se le da a sus libros; como neblina, como una especie de aire en esa burbuja de lector, de ser humano.
A Rulfo se le sigue recordando, después de más de cien años de haber nacido. Por sus letras, por sus fotografías, por sus respuestas llenas de júbilo y algo de condescendencia cuando se le entrevistaba, por Comalá, por haber viajado… Pero, sobre todo, porque “lo que pasa es que él trabajaba”. El legado que dejó, más allá de buscar un eufemismo que convoque al exceso de admiración para describirle, fue su humanidad, su movimiento, su defensa y ese eterno recuerdo de que existen tierras que parecen lejanas a nuestros ojos, y que, sin embargo, están, así como todo: está.
Podrán pasar otros cien años, y Rulfo, el suyo o el mío, seguirá ahí. Inamovible, lejano, pero ahí.
Una respuesta en “Juan Rulfo en la memoria”
[…] 1979. Ernesto González Bermejo entrevistaba a un Juan Rulfo que fumaba cigarros Delicados con toda la calma del mundo. El entrevistador suelta algo que semeja […]