El verbo es la pelota

Todo había pasado en Viena.

La gran literatura, la filosofía y hasta la sicología; la ciudad que produjo estética como materia prima, como dijo Karl Kraus. La capital en la que la ambivalencia era distinción. También era el desecho de un imperio que había convertido todo en cháchara; parque sin ojos. Todo pasó en Austria; hasta el esmalte del desdén.

Cuando el francés Jules Rimet llegó a la presidencia de la FIFA en 1921 traía dos tareas primordiales: lograr que el Comité Olímpico Internacional aceptara la participación de futbolistas profesionales en su programa y, en caso de que no fuera así, establecer las reglas para organizar un torneo futbolístico ajeno a las reglas amaters del olimpismo moderno. Pensó en Austria, la vieja capital del Imperio de los Habsburgo, desmantelado después de la Gran Guerra. Algo quedaba del aroma: como dice Josep Casals, lo que pudo ser y no fue.

Durante los años veinte, el futbol austriaco era el último suspiro de la confección artística. El técnico Hugo Meisl y el extraordinario delantero de Hertha Viena, Matthias Sindelar, al que llamaron el Mozart del Futbol, transformaron el esquema de la cancha: el juego adquirió un sentido amplio y dinámico contra la lentitud y angustura de antes. En el lugar en el que todo había sucedido -hasta la desmemoria- bien podría realizarse ese primer torneo internacional, según los planes de Rimet.

Pero Austria, con esa forma de posponer lo posible, delegó el encargo; sin negarlo. Rimet, entonces, abrió el abanico. A la oferta del eventual encargo se sumaron otros países: Italia, Holanda, Hungría (la otra cara del Águila) y España y Uruguay, país del que pocos sabían “en dónde se encontraba”. El Mundial estaba en puerta, pero no conocía la portería de salida.

Hubo un hecho que apresuró a la Historia.

Ya en Amberes 1920 y París 1924 -haciendo la vista gorda- Pierre de Coubertin, el celoso presidente del COI, había aceptado la alineación de ciertos jugadores de paga en las selecciones olímpicas. Pero Rimet y la FIFA querían que el salario no fuera un impedimento para que en un certamen se reunieran los mejores jugadores del mundo -amateurs o profesionales. Entre 1925 y 26, Checoslovaquia, Hungría y Austria permitieron el profesionalismo abierto en sus respectivas ligas; el amateurismo, defendido fervorosamente por Inglaterra (que jugaría su primer Mundial hasta 1950), estaba a punto de convertirse en cháchara.

Paradójicamente, Checoslovaquia y Hungría volverían al amateurismo de Estado después del final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Influidos por la política deportiva soviética, convirtieron sus ligas en competencia del proletariado. Austria, en cambio, viviría su mejor época en los años treinta. Perdería una de las semifinales ante la Italia de Mussolini en el 34 (0-1) con Sindelar en la delantera. A aquella escuadra la llamaron La Maravilla Austriaca, por su funcionalidad, eficacia y elegancia. Aquel fue, como diría Rilke, el último suspiro de una rosa: Austria no realizaría un Mundial de Futbol y tampoco recuperaría -hasta ahora- el brillo de la estética posimperial.

De los uruguayos se sabía poco en Europa. Los reporteros parisinos, durante los Juegos Olímpicos de París 24, no se tomaron la molestia de preguntar si eran amateurs, semiamateurs o de plano profesionales. Tampoco les importaba enterarse de que Uruguay en ese año consiguió su tercer título en la Copa América. Los clubes Nacional y Peñarol nada decían a la prensa europea. Aún así se asombraron del estilo de juego de aquellos que venían “desde muy lejos” y llamaron Indios Trotadores. En aquel cuadro celeste se alineaba uno de los más grandes jugadores de todos los tiempos y hoy casi olvidado: Héctor Scarone, a quien llamaban El Mago. Otros le llamaron el Gardel del futbol. A Scarone y a Pedro Cea se les atribuye el “invento” de la jugada de pared. El futbol -diría décadas después Johan Cruyff- sólo consiste en pasar y recibir correctamente. Aquella pareja fue fundadora del toque. El Mago hizo inolvidable a El Nacional de Montevideo.

Uruguay se convirtió en el primer equipo no europeo en ganar el torneo olímpico, al vencer (3-0) a Suiza en el Estadio Olímpico de Colombes. Fue el 9 de junio. Uno de los anotadores de aquella tarde parisina fue Pedro El Peón Cea, una peculiaridad en la historia del futbol internacional: jugó todos los partidos de la campeonísima selección uruguaya: en París 1924, en Ámsterdam 1928 y en el primer campeonato mundial en 1930. Comenzó su carrera en el Lito, luego pasó al Bella Vista y terminó como campeón en el Nacional.

Rimet sabía que su “nueva idea” debía repercutir, en efecto, en todo el mundo.

En 1928, presentó el plan durante la celebración del Congreso de la FIFA en Amberes. Le apoyó Henri Delaunay, presidente de la Federación Francesa de Futbol. ¿Cuál era la estratagema? Sencilla: que en los Juegos Olímpicos siguieran participando futbolistas amateurs y en la nueva competencia el salario no fuera ni impedimento ni requisito para competir. La idea de Rimet ganó con 25 votos a favor y cinco en contra. Hugo Meisl -el reformador del esquema- formó parte del comité de competencia, que dirigió Rimet. Además del reglamento, los organizadores pensaron en el premio para el ganador. Pidieron el diseño del trofeo al escultor francés Albert Lafleur. Acordaron, además, que el nombre del país sede se daría a conocer un año más tarde, en Barcelona.

Y sí.

En Cataluña en 1929, Uruguay consiguió la sede de la primera Copa del Mundo de futbol. Para las federaciones europeas, la designación era una ofensa y una traición. Si el balompié nació en Europa, debía jugarse allí el primer certamen internacional. En el Congreso de Budapest, en 1930, llegaron las renuncias nacionales para hacer el viaje “hasta Sudamérica”. Solamente Francia, Yugoslavia, Rumania y Bélgica aceptaron la invitación uruguaya, cuya federación se comprometió a hacerse cargo de todos los gastos de los invitados.

Los rumanos partieron de Génova un mes antes de la inauguración (19 de junio) en el buque Conde Verde. Los franceses -con Rimet y el trofeo- se unieron al abordaje en Villefranche y los belgas se sumaron en Barcelona, la misma ciudad en la que se había elegido al Uruguay como anfitrión. Los yugoslavos llegaron a Marsella y allí zarparon al mar del sur en el Florida. Doce días después llegaron a Montevideo.

El 13 de julio se inauguró el primer mundial. Francia, que había jugado ya más de 55 partidos internacionales, enfrentó a México, que tenía apenas tres. Antes del silbatazo en el estadio de Pocitos, recordando la Batalla de Puebla, el técnico mexicano, Juan Luque de Serrallonga, obligó a sus jugadores a cantar el Himno Nacional. El masajista uruguayo, dispuesto por el comité organizador para apoyar al cuadro verde, se asombró ante el arrebato de Serranllonga: “¡Qué macana, ché! No los llevás a la guerra, esto no es más que un match de fútbol”. El míster nacional ordenó después: “Fuera lágrimas, a jugar contra los franceses”.

Hora y media después Francia había goleado (4-1) a México, país que según el jugador uruguayo Lorenzo Fernández, había llevado a la Copa del Mundo un equipo plagado de pibes.

Nueve días después, el 22 de julio, Argentina aplastó a México 6-3 en el Estadio Centenario, con tres goles de Guillermo Stábile, al que llamaron El Filtrador. El astro del Huracán terminaría como campeón de goleo con ocho tantos, uno de ellos en la final ante el Campeón Uruguay, el 30 de julio en el Estadio Centenario. Argentina vuelve a ser rival de México en el Mundial de Qatar: la escuadra mexicana nunca ha podido vencer a la albiceleste en la historia de la Copa del Mundo. Una hipérbole: una de las marchitas actuaciones del cuadro verde se dio justamente en el certamen de 1978… en Argentina.

La pelota vuelve a ser principio: todo está por suceder en el arco del tiempo…

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