Le grand savant (El gran sabio)

Por decreto de Estado, a cada hombre le corresponde un gran sabio. No se trata de caprichos ni de repartir la fauna. Son seres peculiares que habitaron la tierra antes de que el hombre fuera hombre.

Miden como 120 centímetros de alto y 50 de ancho. Un espeso pelaje abarca todo su cuerpo, a excepción de orejas y cara, donde brillan dos pequeños ojos, nariz de doble anchura, prácticamente unida a una boca prominente. Son exóticos, hasta en su propia cola husmean. Les fascina rascársela frente a las visitas. Y no por altaneros: así funcionan sus diagnósticos de fábrica. Les gusta comer vegetales y caminan en dos o cuatro patas, según convenga.

Decía que todos los hombres, a partir de los diez años, reciben un gran sabio para evadir la terrible soledad. Las mujeres no. Ellas sufren de otros males que trataremos en su momento y con la mejor consideración.

10:00 am. Un grupo de menores ingresa a la oficina principal

Formados en largas filas, los mozalbetes se alistan en espera de recibir a su gran sabio. No dejan de frotarse las manos; lucen inquietos: será el gris, o mejor el café, ¡y qué tal aquel marrón! Salen de la oficina inflamados de gozo. Lo llevan por la calle a casa, con su collar y listón rojo amarrados, porque al ser observador nato, el gran sabio mira al cielo y divaga; no se fija en los peligros que corre. ¡Imagínese que le pase un carro por encima! Ha ocurrido muchas veces, y no hay remplazos, préstamos, intercambios, ventas ni arrendamientos. Dicen que en el mercado negro ofertan genuinos ejemplares. ¡Falso! Al proceder de linajes apócrifos, desobedecen, viven poco y se aparean con cualquier monada que se les cruce enfrente, sin importar la casta.

Pero para tranquilidad del hombre, todo gran sabio es bueno en esencia, y como su promedio de vida es de 820 años, posee un entendimiento de la humanidad que le brinda las condiciones para ser un primate sumamente adaptable.

Durante la primera etapa, hombre y gran sabio se convierten en los mejores amigos gracias a la seguridad que proporciona el segundo. Cuando son hijos únicos, contar con uno es fabuloso. Lo visten con capas, le cuelgan alas, le amarran espadas y hasta lo bautizan con diferentes nombres, como Señorito Hyde, Elektra, Frankenstein, Dorotea o pequeño Chinaski. Se dejan hacer todo; no son de interactuar. Conocen de memoria la parafernalia infantil: ellos también fueron niños.

Por su colosal inteligencia, el gran sabio no habla y socializa poco. Eso desespera a los niños, que de buenas a primeras se enfadan y lo abandonan en cualquier lugar. Las instrucciones de fábrica sugieren que se le ponga una ventana cerca para que pueda mirar las nubes.

Con el tiempo, el niño se convierte en muchacho. Recuerda que dispone por ahí de un gran sabio, a quien localiza sin dificultad. Le amarra el lazo rojo y lo lleva a pasear con los amigos, quienes también cargan en séquito con sus curiosos compañeros. Mientras los chicos tocan la guitarra, trepan algún árbol o practican deportes de moda, los grandes sabios esperan juntos, como si se conocieran de toda la vida. Entre arrumacos, espulgan al sabio de al lado y lo olfatean de arriba abajo como parte de un desinhibido ritual.

Tarde o temprano, los jóvenes dejan los pantaloncillos cortos y se hacen hombres. El gran sabio suele caminar tras las huellas de estos calamitosos pensantes.

Bodas, bautismos, divorcios y funerales… El sempiterno compañero prevalece fiel a su encomienda, aunque lo olviden. Tan poco requerido, aguarda entre las sombras como aquel discreto mueble acomodado en un rincón de la sala o en la covacha del traspatio.

Siempre igual. El envejecimiento del hombre es un fenómeno predecible y aburrido: piel de arrugas sobre escamas, y lo que en su tiempo fueron ojos, hoy son dos puntos enterrados hasta el fondo de una cara. Entre las cicatrices de la memoria, transita el recuerdo de un gran sabio que por ahí anda perdido. ¿Qué tal si huyó? ¿Malvive enfermo, resentido o loco? ¿Falleció? ¿A quién le va a dar la mano cuando se apague el día?

Un chillido apenas perceptible sale del diván. Contempla la ventana con aquella paciencia de cuando el viejo era un chiquillo. No hay reclamos, resentimientos ni recelos. ¡Todo lo que fue será!

Apoyado del hombro del gran sabio, el hombre camina despacio hasta el sillón. Celebra la compañía sin la fuerza de las palabras, y trata de entretejer una amistad con las pocas bocanadas de aire que jadea. “Así está bien”, le dice el sabio con la voz de la mirada. El hombre deja de pelear por el aire, afloja la carne y se alza con la fatídica victoria de morir en compañía. Alcanza a escuchar cómo se resbala y pierde entre el eco estertóreo.

3:20 am. El gran sabio avisa a la oficina principal

En unos cuantos minutos, aparecen tres empleados encargados de los trámites y pormenores, como lo dicta el protocolo de accidentes y defunciones. Suben al que fuera un hombre en un vehículo y al gran sabio en otro. Toman caminos distintos.

A la mañana siguiente, celebran un funeral correspondiente al código de extinción de contrato. En el centro de una sala circular, el ataúd blanco y sin decoraciones. Por una pequeña puerta entra el gran sabio y se aproxima al cajón fúnebre. Deja encima su collar y el lazo rojo. Lo contempla por algunos minutos y se da cuenta de que, luego de 60 años, no sabe nada del hombre que acaba de morir. Da tres golpecitos al féretro, que con un muelleo automático desciende hasta perderse debajo del piso en un bon voyage.

El primate abandona la sala. Las luces se apagan. Días después, es trasladado a la oficina principal para ser reasignado a otro hombre, en cumplimiento al protocolo de apertura de contrato.

Permanece tranquilo en una larga estantería llena de colegas. Sin prisa, escudriñan alrededor como lo hacen desde que tienen memoria. Están acostumbrados a lo que vendrá. Ya ni siquiera juguetean con el pequeño lazo rojo que los sujeta a la jaula.

10:00 am. Un grupo de menores ingresa a la oficina principal

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