Hoy por la mañana, de camino al trabajo, vi a Juan Villoro. El escritor estaba saliendo de una exclusiva zona residencial en un auto negro.
Villoro no vive en Morelia (que yo sepa). R., que iba conmigo, se limitó a sentenciar con extrema sensatez (es esta una de sus muchas virtudes, aunque también su peor defecto) que no había nada de extraño en el encuentro.
—También es una persona, ¿sabes? Tiene una vida —exclamó, casi a modo de reproche. No supe cómo rebatir una idea tan obvia y hostil. Me limité a encogerme de hombros.
Fue R. quien le preguntó a B., nuestro jefe, si había visto al escritor en su vecindario en las últimas horas. B. vive en la zona residencial de donde vimos salir a Villoro. Mi jefe puso cara de desconcierto.
—¿Quién es Juan Villoro? —preguntó.
—Un escritor— respondí torpemente, y no supe qué más agregar.
—Seguro que tiene una amiguita en la ciudad —dijo, y sonrió como lo haría un adolescente (B. está cerca de los sesenta años).
Yo pienso que se acordó de alguna amiguita que él mismo tiene en otra ciudad.
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En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de aquel año, Paul Auster iba a asistir para presentar su nuevo libro. Para un precario universitario como yo, conseguir localidades para el evento resultaba imposible. Sin embargo, tenía la esperanza de toparme con el galardonado en algún pasillo de la Feria (es más o menos común encontrar a las súper estrellas de la literatura caminando por allí).
D. y yo habíamos pasado el día entero cazando libros. Estábamos exhaustos así que decidimos que era momento de salir del lugar, ir a comer algo y esperar en el autobús de la Facultad de Literatura hasta la hora de partida. En algún momento dejé de ver a D. Volví la vista hacia atrás buscándole, pero sin detener mi paso. En ello estaba cuando, de bruces, choqué con una aglomeración de gente en la encrucijada de los pasillos. En el centro de la multitud, como si fuese un obelisco, Juan Villoro —cándido y galante— firmaba autógrafos y se tomaba fotos con las personas.
Entre mis compras de aquel día estaba Fantasmas, de Paul Auster (por si llegaba a encontrarme con el neoyorkino), pero no tenía ningún libro de Villoro que me sirviese de excusa para acercarme a él. Me di la media vuelta y fui a buscar a D. Lo encontré en el stand de Tusquets.
—Allá en el pasillo está Juan Villoro repartiendo autógrafos —le dije a mi amigo cuando me encontré junto a él.
—¿Quién es Juan Villoro? —respondió sin detener su lectura de la contraportada en un grueso volumen de Antonio Parra.
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«Aterradora simetría» es la expresión que usó L. cuando le conté que me había cruzado con Juan Villoro, por tercera vez en la vida.
—Te estás encontrando con algo más grande que tú, amigo —dijo religiosamente.
No hablaba del escritor, evidentemente. No supe qué decirle, pero le recordé algo que acababa de leer en un libro de Auster: «A la literatura nunca se llega por azar. Nunca, nunca, repetía, sólo es el destino, un destino oscuro, una serie de circunstancias que te hacen escoger».
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Hoy por la mañana, en la oficina, R. recibió una llamada. Se levantó de su escritorio y salió corriendo deprisa. Volvió unos minutos después y se quedó de pie a lado mío. Tenía sus manos ocultas detrás de su espalda. La miré y me pidió que cerrara los ojos. Obedecí. Un segundo después me indicó que los abriera. Sobre la mesa descubrí un ejemplar de El cuaderno rojo, de Paul Auster. Hace tres días, de camino al trabajo, le conté la historia de cómo, muchos años atrás, lo había perdido tontamente.
—Ya volvió tu libro —me dijo, dibujando una encantadora sonrisa de niña enamorada. Me dio un amoroso beso cuando nadie veía y regresó a su escritorio.
Me puse a hojear el libro y, antes de regresar a mis obligaciones, anoté en la última página algo que me vino a la cabeza en ese preciso instante: mucho me temo que el destino no sea otra cosa que una desmesurada ignorancia acerca del modo en el que todas las cosas acontecen.
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La segunda vez que me crucé con Juan Villoro fue una noche, en el centro histórico de Morelia. Mi amigo L. y yo dábamos un paseo sin propósito.
—Acabo de ver a Juan Villoro —le dije, como si de un fantasma se tratase—. Pasó a nuestro costado. ¿No lo viste?
—No —me respondió, extrañado.
Al igual que mi jefe B. o que R., o que D., mi amigo L. no sabía quién era Villoro.
—Iba en compañía de una mozuela —añadí.
Nunca le confesé que la mozuela era T., una mujer con la que mi amigo había tenido, hacía algunos meses, un venturoso affair. Me preguntó si quería que diéramos alcance al escritor.
Me negué.
—No tengo nada que decirle a Juan Villoro —respondí, y sentí como si esas palabras no fueran mías sino de alguien más.
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He perdido el sueño. Después de un rato hundido en la oscuridad de mi habitación, finalmente, me levanto de la cama. Voy a la cocina y me preparo un té. Subo a la azotea para esperar el amanecer. Tengo conmigo el libro que R. me regaló. La mañana es muy fría. Estamos a mitad del inverno. Después de media taza noto que el cielo empieza a clarear. Vuelvo a recordar la voz de
R. diciéndome «ya volvió tu libro», y es la voz de la literatura diciéndome «ya volvió la causa secreta», que es como, alguna vez, llamó Joyce a este tipo de enigmáticos acontecimientos, encuentros y coincidencias que se convierten en un destino, y que me ocurren con una recurrencia que a veces considero venturosa y, otras tantas, preocupante.
Este libro que ha vuelto a mí a causa de fuerzas que desconozco, ¿puede ser, a la vez, el libro que perdí y otro o es, como sugirió R., el mismo?
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Le muestro los avances de este texto a mi amigo L. Nada ha podido concluir de cuanto aquí hay.
—Es aterrador —insiste.
Le pido que me explique porqué dice eso. Responde que, para hacerlo, tendría que comenzar él mismo a escribir: analizar las simetrías, narrar los hechos desde su propia experiencia, intentar comprender dónde encaja cada parte en todo esto; abrazar la suplantación, de la fragmentación, la multiplicación; y confrontar al vetusto demiurgo, que es el autor unívoco e inmortal —la mónada, la unidad original, el ser total indivisible.
—Llega tan lejos como sea posible, por favor —me suplica.
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Un libro, al ser publicado, se multiplica (finitamente). A partir de ese instante, lo que hay en el libro existe de manera simultánea en al menos dos momentos y en dos espacios distintos del mundo. El propio escritor, al ser publicado, ¿comparte el mismo destino que su libro y que las palabras que hay en él? ¿Cuántos «cuadernos rojos» hay en el mundo? ¿Cuántos Paul Auster? El Juan Villoro que me encontré en la Feria del Libro, en el centro histórico de Morelia o en un auto negro de camino al trabajo, ¿son el mismo o son dobles?
En el prólogo de El cuaderno rojo, Justo Navarro dice: «Escribir es un acto de interpretación, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro».
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Ir tan lejos como sea posible, pienso ahora, es apostar por la habilidad del ser humano para superar el presente estado de las cosas; a la vez, es una trágica confesión: nunca el ser humano alcanzará el final de las cosas. Ir tan lejos como sea posible es ir al encuentro de los propios límites y nada más.
Epílogo o «Sobre el fino arte de nunca acabar»
—Acabo de ver a Juan Villoro —exclamé.
¿Acaso había pasado diez años atrapado en un pasillo de la Feria del Libro de Guadalajara?
R. no me escuchó bien y me pidió que le repitiera lo que acababa de decir. Lo hice. Exaltada, me miró y preguntó que en dónde lo había visto.
—Acaba de pasar a un costado de nosotros —le respondí.
—¿En dónde? Señálamelo —ordenó.
Ofuscado, apunté con el dedo hacia la espalda de una figura de saco azul pastel y avanzada calvicie.
—Allí está —le dije—, es el que va caminando a lado de aquella mujer.
¿Y si la mujer resultaba ser T., el viejo amor de mi amigo L.? Sin pensárselo, R. tomó mi mano y me arrastró en dirección hacia donde iba caminando el escritor. Intenté resistirme, pero R. me aprensó con más fuerza que antes.
—No tengo nada que decirle a Juan Villoro —mascullé, pero ella no sé si no me escuchó o me ignoró.
Cuando estábamos a un paso de distancia de Villoro, como si de una piedra de toque se tratase, la hermosa R. estiró el brazo e hizo un taptap en su hombro. Éste se giró y la vio fijamente.
—Disculpe, ¿es usted Juan Villoro? —dijo, apocada, pero con una sonrisa encantadora.
—¿Sí? —respondió el hombre, y, por el tono en que lo dijo, sentí que él mismo no sabía la respuesta a esa pregunta.
Desde esa distancia no me parecía ya un obelisco sino un rascacielos de la avenida Reforma.
—Perdón, mucho gusto. Hola. Disculpe. A él le gustan sus libros —sentenció R., a modo de improvisada presentación y tiró de mi hacia adelante. Quedé inmensamente mudo.
Cuando la bruma mental se disipó, Juan Villoro se despedía de nosotros. Nada mantengo del momento sino la sensación de una mano huesuda estrechando la mía. “Juan Villoro ya está viejo”, pensé.
—Le agarraste la mano a Juan Villoro; ahora se aman para siempre —dijo R., satisfecha de la travesura realizada.
Habito un mundo inexplicable. Detrás de lo previsible, de lo confortable, de lo planificado, alcanzo a distinguir —sin llegar a comprender nunca— «el lenguaje de la coincidencia y del azar». No tengo cara para afirmar que ando por allí, tranquilamente, sin esperar que me pasen cosas. Sé que perseverar en la existencia es aceptar que todo acabará pasando; y que escribir es enviar una provocación al mundo con acuse de recibo.
Quedar condenado al silencio, o de lo contrario
decirse a sí mismo: «esto es lo que me persigue»; y luego darse cuenta,
casi en el mismo instante, que eso es lo que yo persigo.
Paul Auster