Foto: Pixabay

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Otoño

El peso de las ilusiones se ha convertido en un pensamiento recurrente. Las ilusiones, como pequeñas luciérnagas, comienzan su existencia diminutas pero gradualmente crecen, hasta que se apoderan por completo del corazón. Nadie anhela cargar con el peso de las ilusiones que terminan enterrándonos, dejando cicatrices y heridas profundas en el alma. Carl Gustav Jung dijo una vez: «Quien desea convoca un destino». Esta generación de deseos insatisfechos es, también, el tiempo de ilusiones escuálidas que prefieren mantenerse en la sombra, con prudencia, sin crecer demasiado para no ser un estorbo. El motor que solía impulsarnos parece haberse fundido en muchos de nosotros. En su habitación, sobre la cama, una pintura me recordaba a Serpientes de Agua de Gustav Klimt, la observaba detenidamente mientras él se alejaba a ducharse o a buscar un vaso de agua para mi garganta reseca. Nuestra última despedida ocurrió a principios del verano, cuando el calor aún no era sofocante y podíamos llevar pantalones largos sin sentir la humedad bajo la tela.

Con lágrimas en los ojos, decidí ponerle fin: «Esto ya no tiene sentido. No puedo seguir manteniendo una relación imaginaria en la que yo soy quien espera y tú ni siquiera consideras que está mal hacerme esperar». Me miraba sorprendido, recostado y adoptando la pose del cuadro sobre la cama. Su silencio se convirtió en el puñal que necesitaba mi corazón para rendirse y derramarse. Recordé las palabras de Julian Barnes en La única historia: «¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos? Creo que, en definitiva, esa es la única cuestión». Para que un deseo se materialice, se necesita un esfuerzo constante, una acción que eleve la vela de la determinación, una disposición a enfrentar temores y afrontar la posibilidad de perder si el resultado no coincide con nuestras expectativas. Las ilusiones se disuelven lentamente y, a menudo, dejan insatisfacción, heridas en el orgullo y un malestar que se adhiere al cuerpo como una sanguijuela.

Finalmente, recogí mi ropa del suelo, se despidió con un beso en la frente y salí de su casa. En esta parte del mundo, damos la bienvenida al otoño mientras nos despedimos del verano y de todo lo que no fue. Las ilusiones se desvanecen, su peso se desvanece, y la sensación de letargo nos abraza. El amor no resultó ser tan abrumador, y las ilusiones no eran tan cruciales. Retrocedemos, hacemos ajustes y continuamos el camino que habíamos puesto en pausa cuando la temperatura aún erizaba nuestros vellos. Lo llamo la sensación de la estática del frío y el viento. Llegué a casa aturdida y buscando consuelo en Idea Vilariño, la poesía es el remedio que cura del desangramiento: «Todo es muy simple mucho / más simple y sin embargo / aun así hay momentos / en que es demasiado para mí / en que no entiendo / y no sé si reírme a carcajadas / o si llorar de miedo / o estarme aquí sin llanto / sin risas / en silencio / asumiendo mi vida / mi tránsito / mi tiempo». ¿Cuánto pesa una ilusión caducada? En otoño, casi nada.

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