Día 5 de la cuarentena:
Hoy, al igual que ayer, anteayer o hace cinco días, me levanté a trabajar. Con el buen ánimo de siempre, sabiendo que gracias a Dios tengo un trabajo estable y suficiente —por ahora— que me ayuda a alimentar a la familia de la que ya soy pilar.
Sin más, me dispuse a salir. Caminé diez minutos hacia el metro, sin un alma alrededor y con las calles medianamente iluminadas. Qué suerte, al menos aquí sí hay luz. En Tepito nomás hay de dos: estar a las vivas o estar a las vivas. Llegué al metro y como siempre, la taquillera me recibió con la sonrisa de alguien que detesta profundamente su trabajo pero detesta más no estar sindicalizada ni gozar de las prerrogativas que un ente corrupto y coptado puede ofrecer.
Sin duda, salir a trabajar en la madrugada te da una perspectiva diferente. Todo lo observas, todo lo piensas, todo lo sufres, todo lo analizas. Setenta y un personas en el mismo vagón que yo, a las 05:20 a.m. Sesenta y nueve hombres y tres mujeres. Rostros pálidos, serios, con sueño pero extrañamente confiados. La contingencia aquí no importa, y si importa, hacemos como que no.
«Hay que chingarle», «lo primero es tu familia», «debes llevar el pan a tu casa». Son las palabras que nunca me ha dicho mi padre pero que pude leer en sus ojos a través de los treinta años que me ha dado de ejemplo; con jornadas de 15 o 16 horas diarias, con diabetes, con fatiga, con frustración, pero también con muchísimo sentido del deber y de la responsabilidad.
Y ni hablar de mi madre… Una mujer que a sus casi sesenta años, sigue trabajando mientras atraviesa uno de los momentos más difíciles de su vida. Una mujer que por treinta años trabajó dobles jornadas, una con mi padre y la otra educando a tres hijos que, a decir verdad, nos hemos quedado cortos ante tan tremendos ejemplos de vida.
Iba a dirigir este escrito para hablarles de la igualdad económica y la igualdad de género; sobre la transversalidad en tiempos de cuarentena y sobre como los verdaderos privilegios nada tienen que ver con el género sino con la situación económica de cada uno. Iba, pero no puedo hacerlo. No me siento responsable ni autorizado para hablar de igualdad, o de mis padres, o de la historia de mi propia vida.
¿Por qué no me siento responsable ni autorizado? Porque les puede parecer la triste historia de una víctima, cuando en realidad es la historia de un privilegiado. Lo soy, lo asumo y no quiero más para mí. Quiero más para todos, mujeres y hombres, niños y ancianas, para mí sobrina y mis hijos; para los tuyos, para los míos que son tuyos y los tuyos que son míos.