Un cuento de verano

El termómetro no bajaba de los 27 grados y era más de medianoche; a un día tórrido le seguía una noche sin un ápice de frescura, estática, con el aire detenido y casi palpable. Una noche típica del verano mesetario. Hasta aquel vestido al que difícilmente se le podía llamar así por la ligereza y brevedad de su tela resultaba inaguantable. Tampoco esperaba llevarlo puesto mucho tiempo, así que eso era lo que menos le importaba.

Lo había escogido a conciencia, parada ante la puerta del armario, sopesando las posibilidades. Al final se decidió por un vestido muy usado, de una tela tan fina que era casi transparente, ceñido en el pecho y suelto hasta medio muslo. Negro. Con finos tirantes dobles. Si la luz le daba de la forma adecuada se intuía claramente la ausencia de ropa interior. Le sentaba muy bien.

Caminó con prisas hacia la zona de bares con el calor haciéndola sudar y consiguiendo que el vestido se fuera pegando progresivamente a su cuerpo. Pensaba que al llegar parecería que llevase una segunda piel que más que tapar revelara todos sus relieves. Como sin quererlo, por descuido.

Notaba las gotas de sudor bajando por su espalda y no pudo impedir que la imagen de aquella noche en la que era la lluvia la que les empapaba apareciese otra vez en su mente. Él sujetando la puerta del taxi que la iba a alejar de nuevo, una vez más, irremediablemente. Ella queriendo no irse pero sabiendo que no podía ser de otro modo, como en una vieja película de espías, donde los testigos no eran aliados pero tampoco enemigos. Ni siquiera faltaron las gabardinas en el colmo de los tópicos.

Alejó la imagen de su cabeza nada más entrar por la puerta del garito y se dispuso a encontrar lo que había ido a buscar. Ya no era momento para prisas, tenía que entrar marcando cada uno de sus movimientos con una lentitud exagerada, como si tuviera la capacidad de congelar el tiempo. Mientras avanzaba cadenciosamente aprovechó para hacer una radiografía exacta de los tipos que poblaban la escena, sin que pareciera que miraba a ninguno, y una vez decidió cuál escoger se sentó en el taburete más próximo a él. Próximo pero no pegado, dejando un par de asientos libres entre ambos.

Su entrada provocó el efecto buscado y la mayoría de las cabezas presentes se volvieron a considerarla, a sopesar qué clase de mercancía había llegado, si estaba a su alcance o quedaba por encima de sus posibilidades. La mayoría parecieron considerar que la segunda opción era la más probable.

Pidió un ginger ale y empezó a tararear mentalmente la canción que sonaba, acorde con el ambiente garajero del local: poca luz, paredes llenas de fotos de músicos que habían pasado por allí y pósteres de conciertos. Pensó que ya era hora de empezar a jugar.

—¿Pincháis vinilos?, le preguntó al camarero barra barman. Me gusta esto, sin listas preprogramadas.

El encargado de poner los discos y las copas se volvió para mirarla, como considerando si valía la pena contestar o no a la obviedad. Tenía pinta de estar de vuelta de todo desde hacía muchísimo tiempo y de haber aprendido cuándo es mejor no abrir la boca. Pese a todo se apoyó contra la pared con estantes llenos de discos y tras inhalar una larga calada de su cigarrillo decidió darle pie a conversar.

—Aquí nos gustan las cosas al viejo estilo, apuntó. Si te gusta el rock, la cerveza fría y dejar pasar las horas no te has equivocado.

Volvió a darle una larga calada al cigarrillo, estaba claro que allí las prohibiciones no tenían vigencia para el personal y allegados, y se volvió al hombre sentado a pocos taburetes del de la mujer.

—¿Verdad, Daniel?, le preguntó.

Ahora era cuestión del interpelado que entrase o no en el juego, puesto que ya le habían dado pie para hacerlo. El barman hizo mutis poniéndose a cambiar el disco que sonaba. Ella aprovechó para mirar fijamente al tal Daniel, invitándolo a que diera una respuesta, aunque este seguía con la cabeza gacha sobre la barra y agarrado a un vaso de cubata. Empezaron a sonar los acordes del Vicious de Lou Reed, el barman se volvió hacia la mujer y esta no pudo evitar una sonrisa.

—Supongo…, fue la lacónica respuesta del hombre.

Pero lo importante es que en ese momento decidió girarse hacia donde ella estaba y, medio erguido, mirarla. Ella se fijó entonces en sus bonitos ojos verdes, dos luces claras que destacaban en un rostro oscurecido por una densa barba y un bigote mal cuidados.

No era para nada su tipo, o tal vez sí, a saber si algo así tenía la más mínima importancia. Llevaba el uniforme de rockero típico: camisa negra con demasiados botones desabrochados por la que asomaba un pecho bastante lampiño y el cordón de cuero de un colgante barato, vaqueros también negros muy ajustados y en general un aspecto desaliñado que no le disgustó. De hecho le hizo gracia el que fuera más bien bajito y poca cosa, una maraña de pelos rizados y barba en un cuerpo fibroso y escaso.

Justo lo contrario al hombre que habitualmente ocupaba todos y cada uno de sus pensamientos.

—No te había visto nunca por aquí… – el comienzo no podía ser menos original.
—Estoy de paso, contestó ella. Sólo me voy a quedar un par de días, hace tanto calor que no podía dormir y bajé a dar una vuelta.
—Ya… vació lo que le quedaba de la copa. Y por eso te metes en este antro y no en una de las terrazas para turistas de la Plaza Mayor, con aire acondicionado
y eso.
—No soy una turista, y esto me gusta más. Ella también vació lo que quedaba de su vaso. ¿Me enseñas otros sitios?

Daniel se paró a considerarlo un momento, empezó por hacerle una radiografía de arriba abajo como la que ella le había hecho a él, pero además pareció pararse a pensar algo más. Y debió superar el examen porque se puso de pie y dijo lo que esperaba oír:

—Vamos.

Mientras salían por la puerta del garito se sacó una china del bolsillo de la camisa y empezó a quemarla con habilidad, en menos de un minuto y mientras caminaban ya se había liado un porro ligeramente cargado. Lo suficiente para seguir entonado pero sin colocar demasiado.

—¿No me vas a decir cómo te llamas?, le preguntó.

—Sí claro, soy Irene, mintió. Y tú, Daniel, ¿a qué te dedicas?

—A poner multas a los coches por las mañanas, y a tratar de hacer música el resto del tiempo, exhaló el humo con lentitud. Una mierda de trabajo de controlador por el que me odia todo el mundo, y luego compongo mierdas por las que me acabo odiando yo.

Irene le hizo un gesto para que compartiera el petardo, lo que hizo de no muy buena gana, y ella le dio una buena calada. Dejó que el humo se quedara un buen rato dentro de sus pulmones, sintiendo cómo le subía poco a poco. Entonces fue Daniel quien aprovechó para atacar:

—¿Y a ti qué te pasa?, le preguntó.

Aquello no estaba yendo como ella tenía previsto, estaban hablando demasiado, pero lo cierto es que tampoco estaba mal. De pronto hasta le entraron ganas de ser sincera. Tal vez fuera el porro.

—Estoy triste, echo a alguien de menos, y también estoy enfadada… Con él por hacer que le eche de menos y conmigo, por hacerlo.

—Eso es una putada. La tomó de la mano y tiró de ella hacia el otro lado de la calle. Ven.

Fueron directos hacia un paki que había plantado su negocio ambulante en un banco de la acera de enfrente, consistía en un par de bolsas de plástico en las que llevaba latas de cerveza baratas. David compró un par, le ofreció una a ella y empezó a beberse la otra.

—No, gracias. No bebo, le dijo. Fui politoxicómana, no era capaz de parar de beber a tiempo. Ni tampoco con las drogas.

—¡Pero si has fumado!, exclamó él mientras la miraba con los ojos muy abiertos.

—Ya, pero ahora sí sé parar. Yo decido si fumo un par de porros y que eso es suficiente. Nada más.

Hasta entonces no se había fijado pero Daniel tenía una mirada triste bajo aquellas cejas peludas, y por un momento le pareció que ya no lo era tanto, que empezaba a mirarla de otra manera.

Mientras charlaban llegaron a una calle estrecha y anodina, como cualquier otra, en la que se paró ante la puerta de un local de copas aparentemente cerrado. Subió los tres escalones que lo separaban de la acera y llamó a la puerta. Tras un momento la puerta se entreabrió y apareció la cara redonda y sudorosa de un cincuentón calvo y entrado en carnes, que estudió sus caras por un segundo.

—¡Eeeh, Daniel, tío! – dijo con una sonrisa de oreja a oreja mientras les dejaba sitio para que entraran.

Daniel se adelantó a la mujer y a la altura de la puerta tuvo un gesto inesperado, la sujetó y dejó que ella pasara primero. Irene le sonrió como no lo había hecho hasta entonces, y algo cambió entre ambos en ese momento. Como si se arrepintiera de haberse comportado como un caballero trasnochado, le dijo socarrón y con aquella voz suya que cada vez parecía más grave:

—Al final va a resultar que era toda una Lady…

No se molestó en contestarle, ambos se movieron con dificultad entre los cuerpos apiñados que atestaban el local hasta llegar a una mesa baja con asientos forrados en piel sintética llenos de agujeros de quemaduras. En cuanto se sentaron apareció de nuevo el fulano de la puerta, como si él conociera pasadizos secretos que lo llevasen de un punto a otro sin tener que pasar por el medio de la barahúnda.

—¡Cuánto tiempo sin verte por aquí!, le espetó a Daniel. Y con buena compañía, por lo que veo…

—Ponme un Jack con cola, Alfredo, le cortó. Y a ella…

—A ella póngale un botellín de agua fría pero sin hielo, por favor, le dijo. ¿Tiene o tengo que pedir otra cosa?

El hombre sopesó la pregunta con cierta socarronería en sus ojos:

—Claro que tenemos. Y si no se lo fabricamos, declaró.

—Entonces que sea un botellín de agua bien frío, gracias.

Una vez hubo desaparecido Daniel le dijo sin rastro de ironía en su voz que era muy educada, y ella le contestó también sin ninguna ironía que le costaba exactamente lo mismo serlo que no serlo. Sólo era una cuestión de elección.

Daniel no comentó nada más y ella tampoco, se quedaron un rato bebiendo lo que habían pedido y observando la masa que bailaba en un amasijo informe, un animal amorfo de muchas cabezas dejándose arrastrar. Sonaba una mezcla de música electrónica con sintetizadores y algún toque jazzy que no pudieron identificar, estilo Air pero más vulgar.

—¿Nos vamos?, preguntó Irene de pronto.

Él asintió con la cabeza y salieron. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos se quedaron de pie ante la pared, él liándose un porro con rapidez para fumar de nuevo. Cuando fue a pasárselo a ella en lugar de cogerlo Irene se volvió y le besó, aspirando el humo que él exhalaba.

Daniel la agarró con brusquedad, apretándola con fuerza contra él mientras le devolvía el beso. Le agarró el labio inferior con los dientes, un mordisco flojo pero con ganas, y luego la miró de nuevo a los ojos.

—¿Me vas a complicar la vida?, le dijo.

—No, contestó ella.

—Me lo temía, ¿quieres pasar esta noche conmigo?

—Sí.

Sonrió y la tomó de la mano, ella dejó que lo hiciera. No identificó las calles por las que pasaron ni se fijó en cómo se llamaba en la que vivía él, pero sus besos fueron dejando huella en todos los portales. Ni quiera les dio tiempo a llegar a su piso antes de que ya lo tuviera dentro de ella, sintiendo su aliento en su cuello, haciendo equilibrios en el descansillo de unas escaleras estrechas para evitar salir rodando mientras ya les sacudía el primer orgasmo.

De un tirón le sacó el vestido nada más traspasar el umbral de la puerta, y ella le correspondió casi arrancándole aquella camisa ceñida y sudada. Su piso era un escenario fabricado por un escenógrafo sin imaginación: guitarras por todas partes, discos, botellas vacías y vasos sucios, todo ello acompañado del olor de las colillas acumuladas en los múltiples ceniceros diseminados por el suelo.

Ni se sabe cómo cayeron en una cama de sábanas revueltas que probablemente hacía mucho tiempo que nadie se molestaba en arreglar. Una cama que en segundos se vio transformada en un ring en el que ambos luchadores medían sus fuerzas para ver quién era capaz de extenuar antes al contrario. Su instinto no la había traicionado y había
sabido buscar un contendiente a la altura.

Ninguno de los dos jugaba limpio, toda clase de golpes bajos fueron permitidos. Lo que quedaba de la noche pasó rápido entre dedos crispados que se clavaban como garras al colchón, lenguas curiosas y lametones exploratorios, gemidos ahogados y suspiros hondos, arqueamientos imposibles y espasmos casi dolorosos de tan adentro como se sentían. Fue una buena pelea en la que el calor aumentó hasta casi derretir aquella habitación y hacer arder la calle entera. Una refriega de las que no se olvidan, o que al menos tardan en ser olvidadas.

Pero tras las noches alegres llegan las mañanas tristes, y esta les encontró enredados el uno en el otro para hacerles recordar que a la luz del día las cosas siempre son diferentes. Irene se levantó de la cama para vestirse e irse de allí antes de que él despertara. Pero fue tarde.

—¿Te ibas sin decir adiós?, oyó a sus espaldas.

—¿No es mejor así?, contestó.

—No, no lo es. Se incorporó para sentarse al borde de la cama y mirarla mientras buscaba una de sus sandalias. ¿Por qué no te quedas un poco más?

—Ya te he dicho que estoy de paso, y que hay alguien en mi cabeza. Se acercó a la cama y le acarició aquellas greñas. ¿Para qué alargarlo?

—Tal vez pueda ayudar a sacártelo de ahí, le sonrió él. Al menos puedo intentarlo…

—No creo, lleva demasiado tiempo en ella. Irene sacudió la cabeza. Además, tú tienes que ir a poner multas y hacer canciones terribles.

—¡Eh! ¡No son terribles!, la cogió por la cintura y la arrastró con él a la cama. O al menos no tanto… si te quedas lo suficiente te hago una y te lo demuestro.

—¿Cuánto es suficiente?, preguntó ella.

—Hasta que hayas olvidado que fue lo que te trajo conmigo, y que yo sepa que los dioses no se están riendo de mí.

Ella se quedó muy quieta, sintiendo el calor del cuerpo de Daniel envolviéndola, sintiendo también como su verga se iba endureciendo y presionaba contra su vientre, sus ojos clavados en los de ella y sus labios buscando su boca. Se apartó ligeramente para susurrarle al oído.

—No sé nada de dioses, aunque sí de diablos, y supongo que nada impide que sea también el tuyo por un tiempo.

—¿También?, preguntó con ansia.

—También, le respondió ella.

Y aunque algunos juran que ya era mediodía otros, sin embargo, dicen que en aquel momento la oscuridad cubrió aquella ciudad empezando por esa calle de su mismo centro, lo cual achacaron a un eclipse del que no se tenía noticia, y que duró lo mismo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks.

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