La deuda

El sábado 13 de julio llegué a la oficina, convencido de que esta vez don Aparicio Carranza me pagaría. Le había dado tres meses de intervalo, pero ya no podía más. El alquiler de la casa y las moras de la universidad me agobiaban hasta el extremo de mantenerme en desvelo durante varios días.

Esa mañana, el reloj de plástico mohoso color lila, marcaba las 08:00 a.m., entre tanto, seguía pegado a mi cama cavilando si ir o no ir y enfrentarme a ese individuo. Miraba las ventanas sucias y el cielorraso lleno de huecos y rasgaduras, en medio de ceniceros y cajetillas de Luckystrike, cuando, maquinalmente, me erguí. Me puse la camisa beige y cogí sin miramientos la corbata escarlata del tío Julio.

Me dirigí a la cocina. Bebí la mitad del vaso de jugo de caja que había comprado la noche anterior, y cerré la puerta de tal manera que hice saltar a los gatos vecinos.

Me lancé a la calle con el semblante de un tipo delirante. Las pocas sombras que quedaban en las veredas por culpa del sol que incomodaba a esas horas hacían mella a mis sentidos, pero ya nada importaba. Continuaba andando por la calle. Sabía con exactitud las coordenadas para llegar al lugar indicado. En el camino, sorteé varios vehículos de carga, micros, combis, autos particulares, pero, sobre todo, taxis. La mayoría de los choferes, casi todos ellos que no bordeaban ni los cuarenta años, excepto uno que parecía entrar en los sesenta, torcieron la boca y me miraron mal, creo que hasta uno de ellos me dijo: ¿qué te pasa, huevón?

En menos de media hora ya estaba plantado frente al local donde laboraba Carranza. El edificio de cinco pisos, de tapias verduscas y gruesas maculas grises, se levantaba imponente y tenaz como un dinosaurio. Incluso antes de llegar pensé encontrar por las inmediaciones a Carranza. En las mañanas, él solía merodear los puestos de periódicos de aquella avenida muy concurrida para luego cerrar algún asunto turbio con algún cliente o para concretar una cita con alguna hembrita, pero en esa ocasión no apareció ni su sombra.

A pesar de ello, no me arredré, persistí en mi objetivo. Quedé unos minutos revisando las portadas de los periódicos mientras me secaba con las mangas el sudor que brotaba desde mi cuello: “Los Pulpos siguen atormentando a los comerciantes del Mercado Palermo con el cobro de cupos”, “Coimas en la municipalidad de Santo Toribio”, “Caen redes de trata de personas que prostituían a mujeres venezolanas y ecuatorianas”,” Oleaje anómalo persiste en Huanchaco”, aquellos eran los principales titulares que no cejaban de invadir los pensamientos de nuestra población. Luego me puse a descansar un poco más cerca de un triciclo lleno de golosinas y refrescos custodiado por una mujer de piel ajada y canosa. Tras unos minutos, lancé un respiro largo y me puse ante el vigilante del edificio, un señor escuálido, desmuelado y de frente amplia, quien me pidió una identificación.

Entré.

Luego de una hora de espera, tras verlo conversar con tres personas que bordeaban los setenta años y se quejaban de la mala atención del sector público en nuestro país, tuve a Carranza frente a mí. Era chato, tez clara, con un lunar en la mejilla izquierda. Vestía una camisa a cuadros y llevaba el cabello engominado. Su voz se escuchaba por los pasadizos como un eco prolongado. Quien lo hubiera visto habría creído que era un sapo presto a emprender un espectáculo circense. Alzó los ojos ni bien me vio. Tal vez nunca creyó que me atrevería a regresar.

Antes de hablarme había abierto la puerta de su oficina, ese lugar que ya no era el mismo que había dejado debido al embrollo de archivos y papeles que adornaban el lugar. Dirigió el rostro hacia su asistente, un tipo flaco, de lentes, casi un pájaro intelectual. Luego de escuchar una voz tartamudeando y el tintinear de unas monedas, nos quedamos solos.

Carranza me miró. Lo cierto es que jamás dejó de mirarme durante ese tiempo. En varias ocasiones noté que se llevaba las manos a la cabeza.

Quiso invitarme una copa de vino que guardaba debajo del escritorio, pero en el acto lo rechacé.

He venido por mi plata, le reclamé. Hizo un mohín sarcástico antes de responder: No tengo. Iba a decir algo más pero antes lo agarré del cuello arrastrándolo hacia la pared. Ni siquiera le dio tiempo para reaccionar. La sangre se le subió a la cara, las piernas le temblaban, su voz cambió de repente cuando le dije: no juegues conmigo, conchatumadre.

Acordamos vernos a pocas cuadras de su centro laboral, exactamente en el campus de la Facultad de Medicina, al mediodía. Allí llegaría luego de culminar sus famosas gestiones porque en ese momento se hallaba ‘aguja’, según manifestó.

Muchos me preguntarían por qué no insistí, cuando ya lo tenía en mis manos, creo que fue debido a mi carácter dúctil. Además, en mi familia siempre se había acostumbrado que a quien cometía un error se le debía dar forzosamente una segunda oportunidad para rectificarse. A mí me la habían dado en varias ocasiones. ¿Por qué yo no podía brindarle ello a otras personas?

Volver a la facultad me hizo sentir algo extraño. Había pasado un poco más de siete meses que no pisaba ese lugar. Muchas veces había merodeado por allí con el fin de avanzar en los informes y culminar los planos.

Me ubiqué en una banca, cerca crecían malvas, rosas y acacias. Me acomodé bien, esperé a la hora pactada. Estaba en ello, cuando del morral, y con la prudencia del caso, saqué la navaja que mi hermano usó el día de su muerte. La llevaba siempre conmigo. Para mi suerte, nadie la encontró ese trágico día porque la limpié y guardé en el acto para que no sospechara la policía. Era metálica, fría, brillaba ante los brazos del sol que, como nunca, iluminaban la ciudad.

Cuando dieron las 12:00 m., llamé a Carranza. Su celular estaba apagado. Decidí ir a verlo, esto ya no podía seguir así. Al llegar a la puerta del edificio verdusco, vi una silueta pequeña con una boca gruesa que hablaba con dos tipos. Era él, mi exjefe. Ni bien clavó los ojos en mí, se me acercó. Su frente perlaba de sudor. Dijo que nos iríamos a recoger el dinero.

Nos metimos a un taxi.

Allí estuvimos cerca de veinte minutos. Pegado a la ventana, el tiempo se sumaba interminable. De repente, el auto se detuvo en una casa de tres pisos. En el primer nivel se levantaba una bodega de paredes cielo, algo desconchadas. El suelo lucía lleno de polvo y no se veía rastro humano.

Cuando salimos del carro, creí que entraríamos a dicha casa para que Carranza me pagara, pero eso no sucedió. Págame de una vez, oye, mierda, le dije. No recuerdo qué respondió. Tenía los cabellos desordenados y la camisa medio desabotonada. Su frente no paraba de sudar, a pesar de ello sus ojos parecían dos hogueras a punto de estallar.

Nos quedamos mirando. En algún momento advertí que el tipo buscaba algo en su espalda. Sabía bien que no tenía muchos segundos que perder. Saqué la navaja, me acerqué a él espetándole toda mi furia y en microsegundos vi que el objeto filudo y brillante se hundía en la parte izquierda de su vientre. El tipo, aún de pie, me agarró uno de los brazos, profiriendo algunos denuestos e improperios; sin embargo, debo confesar que no sé cómo me solté y con la mano rojiza y con un hilo caliente que rozaba mis dedos, le hundí de nuevo el objeto metálico que había sido de mi hermano.

Un nuevo cúmulo rojizo y espeso salpicó, pero ya no solo en mi mano, sino también en mi pecho. El hombre, con toda su gruesa y voluminosa humanidad, quedó tumbado, sin antes lanzar unas cuántas lisuras y un quejido profundo que olvidé por completo. En ese instante pasé a revisar de inmediato sus bolsillos. Encontré muchas cosas que aquí no es necesario detallar.

Luego de unos minutos, con los ojos vidriosos y lleno de cansancio, me erguí. Solo un perro me miraba a lo lejos.

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