Apuntes desde un baño amarillo

11:30 de la mañana y alguien quiere ir al baño. Estoy a la mitad de la clase. Una mano se alza y dibuja con los dedos un baño porque todo tiene que ver, al final del día, con un baño. Desde hace tiempo es así: todos los alumnos van al baño y siento que debería ir al baño, como si tuviera que obedecer a un mandato divino, aunque no tenga ganas y por eso alguien dice baño, pero lo dice, como si dijera, en realidad: necesito un poco de felicidad, quiero comprar unos zapatos nuevos, pero sólo puedo decir baño porque todo tiene que ver con un baño y sus azulejos y el lavabo y el ruido blanco del agua son átomos de baño, esquirlas de baño, metástasis luminosas de baño, variaciones de un concepto casi infinito. Porque el baño tiene cuatro letras –B A Ñ O– y alguien más va al baño y esas letras, temblorosas pero dispuestas a la aventura, se van como el agua en el excusado y me quedo mirando al alumno que va al baño y no estoy seguro de que, en realidad, quiera ir al baño. Podría ir a cualquier parte, pero ha decidido ir al baño y me pide permiso para ir y lo hace de forma inocente, como si le estuviera pidiendo un deseo a una estrella. Alguien más quiere ir al baño. Messi anota un gol y alguien va al baño. Un montañista llega a la cumbre y alguien va al baño. Un mosquito muere en Singapur y alguien quiere ir al baño: necesita ir al baño al baño al baño. Alguien va al baño en Alaska, en medio de la nieve, como un suicida, y surge una nueva petición frente a mí: “¿Puedo ir al baño?”. Y es una petición tan noble, tan sincera, que sólo puedo imaginar baños, cientos de baños, todos iguales, y cuando doy permiso para ir al baño, el baño puede salir de su hábitat natural y entonces imagino un baño en medio de un bosque, un baño en un cráter lunar, un baño dando una conferencia ante un auditorio ávido de escuchar, por fin, a un baño. El baño dice que hay baños en todas partes, aunque no los veamos: baños recorriendo autopistas solitarias; baños disfrazados de corresponsales en la Casa Blanca; baños actuando en películas; baños comiendo palomitas de maíz, tratando de pasar desapercibidos en una sala de cine y cuando termina la función los baños van a sus autos y sonríen porque nosotros creemos que, cuando entramos en un baño, lo hacemos de verdad, es decir, entramos a un baño, pero entramos a otros lugares: grutas siniestras, agujeros negros en potencia, desiertos amarillos, jaulas transparentes en donde nos examinan, nos espían y los baños lo saben y por eso ríen y celebran cada vez que alguien los nombra, cada vez que alguien pregunta ¿puedo ir al baño? y surge en el mundo un baño que da origen a otro baño y nosotros no lo sabemos, no lo podríamos saber nunca y por eso sólo podemos decir baño, baño y baño. Un alumno vuelve a alzar la mano y repite la petición. Entonces creo que es el momento de actuar y le digo, muy seguro, a mis alumnos: creo que ahora yo tengo que ir al baño. Y me siento tan bien, tan pleno, mientras lo digo, mientras intercambio los papeles y los alumnos me miran con un gesto de sorpresa. Les digo que voy al baño y que regreso pronto. Nunca he ido al baño de la escuela. Nunca me he expuesto a que alguien me vea ahí. Un maestro puede sufrir cualquier tipo de burla si es sorprendido en el baño por un alumno. No hay defensa ante eso. No hay manera de transmitir la autoridad del aula a un baño. Es imposible. Pero ahora no hay nadie en el baño. Todos están en clases, sentados en sus sillas, y el baño, supongo, es un templo solitario, una ermita en medio de la nada, una gota de luz dejada por una lámpara en la calle, deslizándose lentamente en el parabrisas de un auto último modelo. Y por eso salgo, muy seguro, del salón. Salgo decidido rumbo al baño, como cuando Marco Polo emprendió su primer viaje al lejano Oriente, y el baño deja de ser un lugar físico: es un sentimiento, el llamado ancestral que convocó a los primeros hombres y miro de reojo a los alumnos que se quedaron con las ganas de ir al baño y que, quizás, estaban a punto de formular la pregunta: ¿puedo ir al baño? Saboreando la victoria, con un poco de lujuria en la boca, camino por el pasillo pensando en la puerta del baño, en la perilla de la puerta del baño, en la fría cerámica de la taza del baño y en el espejo que quizás estará arriba del lavabo del baño. Imagino baños inmaculados, baños dignos de reyes. Hay baños para guerrilleros, para santos derviches, para personas que han perdido la dignidad en un baño. Puedo sentir al mundo acompañándome, a las almas decididas de los hombres y mujeres que, por pura intuición, impulsados por una voluntad irrevocable, han enfilado a un baño desconocido. Casi estoy a punto de meterme en los otros salones de la escuela, interrumpir la clase y anunciar, con bombo y platillo, que voy a ir al baño y que es la primera vez que me aventuro ahí. Sin embargo me contengo y contemplo el final del pasillo: ahí está la puerta del baño y casi siento que estoy frente a él, así que apresuro un poco el paso aunque pueda delatarme y cuando estoy a punto de entrar, de tocar la perilla metálica de la puerta, pienso que un alumno podría estar ahí, agazapado al otro lado de la puerta, quizás a un lado del mingitorio, mirándose en el espejo, tal vez lavándose las manos, pensando en que tiene que regresar a su clase o en la chica que le gusta mientras siente el agua fría en la piel y el sonido del agua en la coladera es el que escuchan los que se bañan en el Ganges, los que encuentran una moneda en la orilla de algún río. Y giro la perilla de la puerta del baño y no hay nadie. Estoy solo en el baño. Prendo el interruptor y un foco se enciende en el techo. Vaya, vaya… Es increíble estar aquí, en el baño. El foco zumba: es un diminuto demonio que emerge del fuego y que descubre filas de azulejos de color amarillo. Son azulejos rectangulares. Las paredes también son de color amarillo y también el lavabo, la taza y el mingitorio. Todo, en realidad, es de color amarillo. ¿Qué clase de escuela tiene un baño de color amarillo? ¿Es parte de algún plan académico? ¿Hay alguna justificación científica? El papel higiénico es de color amarillo y también las intersecciones que hay entre los azulejos. Ahora entiendo por qué los alumnos quieren estar aquí. No quieren evadir la clase. No quieren consumir algunos minutos del día o hablar por teléfono o, simplemente, estar en el baño y pensar que yo espero su regreso, impaciente, en el salón. Ellos quieren flotar en el amarillo, sentir que los problemas quedan atrás mientras escuchan el agua correr después de jalar la palanca. Y tengo la impresión de que, mientras más tiempo pasas aquí, te conviertes en una de esas bestias prehistóricas, llenas de líquido vital, espasmos de sol. Por eso el amarillo cunde en el baño y el agua fría en la piel diluye el jabón mientras alguien se lava las manos y todo ese embrollo escapa por el agujero infinito de la coladera. El agua en el baño corre hasta transformarse en otra cosa, sale al mundo para contaminar su gloria. Me miro en el espejo cuyo marco es, lógicamente, de color amarillo, y mi rostro parece el de otra persona. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Mis alumnos esperan mi regreso del baño y quizás murmuran entre dientes baño, baño y baño. No atienden mis instrucciones en clase, olvidan las tareas, pero ahora dicen baño, baño y baño. Es un canto ritual que se atreven a hacer por primera vez. Casi los puedo ver, sentados frente a sus mesas, mirando el pizarrón blanco. Algunos recordarán, cuando sean viejos, que un día su profesor decidió abandonar la clase para ir al baño. Se emborracharán y repetirán mil veces la historia. Pero no me importa: el baño amarillo me acoge con dulzura, me retiene amablemente y me hace sentir en casa. Por eso no me acerco a la puerta lamida por la luz del foco. Por eso estoy atento a la respiración de mi cuerpo y a cualquier sonido que venga de fuera. Estoy en el baño como si estuviera en el interior de un laberinto de oro, un laberinto con un espejo, un lavabo, un mingitorio y una taza de cerámica amarilla. Es un laberinto hecho de partículas de baño, de palabras que alguna vez se dijeron en un baño y que ahora crecen, forman oraciones complejas que brotan en la calle, al azar, mientras yo estoy en el baño como si fuera un alumno y el salón al que tengo que volver parece algo tan lejano, como un recuerdo de hace mucho tiempo. Entonces me fijo en uno de los azulejos amarillos. Está del lado derecho del lavabo, a unos diez centímetros del piso. Para el ojo poco entrenado es un azulejo igual que los otros. Para mí, sin embargo, es la entrada a otra realidad. ¿Cómo lo sé? Quizás es un sueño que ahora estoy recordando. Podría ser muchas cosas. Toco el azulejo y creo escuchar la palabra “baño”. Lo toco de nuevo y sólo hay silencio. El azulejo está un poco flojo. Es el Talón de Aquiles del baño. Algún albañil no hizo bien su trabajo. Sonrío porque soy el primero que lo descubre, el primero en derrotar esta fortaleza inexpugnable. El baño amarillo quizás seguirá igual después de mi descubrimiento, dando servicio a interminables generaciones de alumnos. Con el paso de los años será remodelado y quizás sus azulejos serán sustituidos uno por uno. Pero habrá una pequeña diferencia: si en este momento derroto al baño cambiará, de ahora en adelante, la petición de ir a él. No será lo mismo abrir la puerta y entrar en ese mundo amarillo. De ahora en adelante los alumnos, en vez de preguntar si pueden ir al baño, preguntarán si pueden ir a la guerra, encender luces de bengala, interrogar semáforos, cultivar la amistad de un gato perezoso. Y yo los escucharé como una madre amorosa, asintiendo con la cabeza, indicándoles el camino y diciéndoles puedes ir al baño, me da mucho gusto que vayas, anda, te estás tardando. Es claro: no puedo desperdiciar la oportunidad. Tengo que llegar al fondo de este asunto. No importa que alguien entre o que llamen a la puerta alarmados por mi ausencia. Así que pongo el seguro de la perilla y lo pruebo repetidas veces. No lograrán entrar. Empujarán la puerta, intentarán convencerme con palabras dulces, incluso amenazarán con despedirme del puesto. Quizás llamen a un cerrajero. Y saldré en el periódico y la gente me conocerá como “el profesor que no quiso salir del baño”. Dejo ese pensamiento y entierro las uñas de mi mano derecha en la intersección amarilla del azulejo amarillo: es hora de actuar. Debería ir por un desarmador para facilitar la tarea, pero tendría que justificar, ante el conserje de la escuela, mi petición. ¿Dónde puedo encontrar un desarmador? Es que los tornillos de mi silla están flojos y temo que ocurra un accidente. Y el conserje con gesto incrédulo, escuchando mi voz, mi tono que intenta imitar la inocencia de un alumno, me dirá que tengo que ir a tal o cual lugar y yo fingiré que entiendo, a cabalidad, cada una de sus instrucciones. Pero no puedo salir. No puedo exponerme a que alguien me vea y me pregunte por cualquier cosa. ¿Me ayuda con esta tarea, profesor? ¿Cuándo nos va a entregar calificaciones? Sigo clavando las uñas en el límite inferior del azulejo amarillo y, después de unos segundos, logro aflojarlo un poco más. Me duele un poco la espalda, pero el esfuerzo ha sido recompensado. Hay que seguir la tarea hasta que el azulejo se desprenda por completo. Quizás, para entonces, ya habrá llegado la hora del segundo receso y mis alumnos verán a sus compañeros de otros grupos salir y platicar por las escaleras. Y sus voces serán, para ellos, como una epifanía. En el receso, por supuesto, pierde todo sentido la petición de ir al baño. Todos pueden ir al baño durante el receso. Es algo democrático. Algunos van en parejas y otros van solos. Podrían ir apesadumbrados, pues no tuvieron que pedir permiso para ir. Sin embargo, la libertad de entrar al baño cambia cualquier perspectiva, cualquier semblante. El segundo receso es a las 12 del día y miro mi reloj y compruebo que faltan 15 minutos. ¡Qué contrariedad! Algunos alumnos salen antes al receso, es cierto. Algunos alumnos se adelantan o el maestro decide, unilateralmente, acabar la clase. Es uno de los poderes que tienes cuando estás frente a un salón. Me siento protegido en el baño a pesar de la amenaza. Sin embargo, tengo que actuar y seguir la ruta del azulejo desprendido. Tengo que derrotar al sistema y el azulejo es el primer paso. Después vendrá lo demás: arrojarán cadáveres desde los autos y las calles estarán repletas de piratería china. Los manifestantes oscurecerán sus rostros mientras esperan un denso cardumen de balas. Anclo el filo de mis uñas en el límite del azulejo y, al fin, cede por completo. ¡Victoria! El azulejo cae al piso y produce un leve tintineo. Es un sonido metálico que perdura unos instantes. Hay un hueco rectangular en donde estaba el azulejo. El hueco es un rectángulo de luz porque conduce al exterior del baño. Examino el espacio: el azulejo es, en realidad, una especie de tabique que le da sustancia al muro. Cuando quitas uno te enfrentas a la realidad que está afuera. Todos los azulejos amarillos que me rodean son soldados fuertes, formaciones unidas, combatientes destinados a una inmovilidad heroica. Yo he derrotado a uno y quizás pronto caiga otro. Me pongo pecho tierra para ver qué hay del otro lado. Para mi sorpresa encuentro un horizonte de azulejos amarillos y el pedestal de un lavabo del mismo color, como si del otro lado hubiera un baño idéntico. Debería mirar una parte de la escalera que conduce al segundo piso de la escuela. Debería encontrar la luz del sol, pero sólo puedo mirar una bocanada amarilla y los azulejos y los elementos que conforman a un baño. Y creo que hay dos baños gemelos en el colegio y nadie se ha dado cuenta de este hecho alarmante, único en la historia. Tal vez los alumnos que preguntan si pueden ir al baño entran a uno de ellos y salen, sin sospechar nada, por el otro. Y el baño es un gran ente maligno, un ser bicéfalo, una bestia con cuernos amarillos que mira todo desde su omnipotencia, desde su ubicuidad. Su risa emerge invisible desde su garganta, desde sus pulmones color amarillo. Y su aliento deja su sombra en las almas de los alumnos cuando entran al baño y por eso salen convertidos en otros. Y nadie lo sabe, nadie lo podría sospechar. Nadie se entera porque los alumnos no cambian físicamente. La mutación ocurre en su alma y cuando intento desarrollar aún más mi tesis escucho pasos y voces en el exterior. Me pongo de pie y consulto mi reloj: 5 minutos antes de las 12. El ataque vendrá pronto. Llegarán los primeros que intentarán entrar al baño: son los nuevos bárbaros. Antes conquistaban reinos, ahora sólo quieren entrar a un baño amarillo. Ahora buscan la gloria mientras orinan, mientras se lavan los dientes o cuando jalan la palanca del depósito de agua. Entonces, en medio de la incertidumbre, recuerdo la trama de “Eróstrato”, un cuento de Jean-Paul Sartre. El cuento termina con alguien armado con un revólver, encerrado en un baño y me envalentono y murmuro llámenme Eróstrato, llámenme Ismael, llámenme el hombre que se quedó en el baño amarillo, llámenme el maestro piadoso, el docente del año, el personaje que un día llegó a la escuela y que, a las 11:30 de la mañana, quiso entrar al baño para descubrir que tenía un azulejo flojo y que todo era de color amarillo. A los hombres hay que mirarlos desde arriba, dice el cuento. A los hombres hay que mirarlos desde arriba mientras piden permiso para ir al baño, podría decir yo. Me gusta esa nueva versión. Y el baño se transforma, de repente, en la mujer que se pasea desnuda frente al personaje del cuento. Es una mujer derrotada que simula desfilar en una pasarela decadente. El otro le dirige miradas lascivas y le apunta con un revólver. Y yo estoy con él, a un lado, siguiendo cada uno de sus pasos, como si lo estuviera leyendo de nuevo. Miro el ojo oscuro del revólver con el que le apunta a la mujer esperando que surja algo de ahí y la mujer no comprende que el hombre no la quiere poseer. No sabe, no lo podría saber, que se burla de ella porque, de esa forma, hace realidad su venganza contra el mundo. Por eso su mirada incrédula y yo estoy muy cerca de ellos, esperando que el revólver explote, haga combustión, y cuando el hombre deja a su víctima desnuda en el cuarto y enfila a la calle, miro de nuevo mi reloj y compruebo, alarmado, que faltan tres minutos para el segundo receso. El baño se transforma en los tres balazos que le da el personaje principal a un transeúnte en el bulevar Montparnasse ¿o era en el bulevar Edgard Quinet?, antes de huir a un café. Tres balazos en el vientre, sí, recuerdo bien. Y entra al café y se dirige rápidamente al baño y yo espero que pasen los últimos segundos para las 12, que se escapen esos segundos como el agua que desaparece en el lavabo del baño amarillo y llegan las primeras voces que se escuchan, en realidad, en los dos lados: en el café y en el pasillo principal de la escuela. Al hombre le dicen vamos, abra, no le haremos daño y a mí me dicen que salga de mi escondite, que llevo mucho tiempo aquí. Reconozco la voz del director que pronuncia mi nombre mientras el asesino sigue evaluando si dispara a la puerta o se da un balazo en la cabeza. Le queda una bala en el revólver. Yo no tengo nada para hacerme daño, sólo mi voluntad de estar aquí, en este baño amarillo, y el director dice que me comprende, que son muchos grupos, muchas horas de clase y una infinidad de actividades extra. Me dice que evaluarán mi carga académica, pero que tengo que salir del baño. Y no le creo. Sonrío porque no le creo y miro el rectángulo de luz abajo del lavabo amarillo, como si pudiera escapar por ahí. De ese espacio sale una bocanada amarilla que se acerca a mí y el asesino del bulevar Montparnasse o del Edgard Quinet o de cualquier calle de París busca reunir un poco de valor para darse un disparo porque piensa: si me detienen, van a golpearme, a romperme los dientes, tal vez incluso hasta me revienten un ojo. El director dice que van a llamar al conserje para que abra la puerta y parece que, todas sus promesas –la reducción de mi carga horaria, principalmente– se esfuman y por eso miro con desesperación al hombre que se refugia en un baño de París y le digo que la bala que tiene en el revólver no alcanzará para los dos y él comprende muy bien esto porque baja la cabeza y piensa que podrían arrojar un objeto pesado contra la puerta. Tenemos que salir juntos de esto. La gente espera con mucha impaciencia afuera de ambos baños. Buscamos una solución a nuestro dilema. Entonces el hombre también descubre un rectángulo de luz en un muro de su baño. En los cafés de París también hay ese tipo de baños. Le digo que veamos al mismo tiempo lo que hay del otro lado. El hombre asiente en silencio y nos asomamos: contemplamos una calle amarilla con tiendas del mismo color y adoquines rectangulares. Alcanzamos a ver un par de edificios amarillos y autos del mismo color. Es una ciudad apacible, detenida en un tiempo amarillo. Es un lugar para habitar y, al mismo tiempo, estar lejos de todo. Algunos transeúntes platican con calma. Ellos no saben que los observamos. Parece que atestiguamos el inicio de una película hasta que un auto se estaciona cerca de nuestra posición. Un hombre de traje amarillo abre la portezuela, da unos pasos, se pone en cuclillas y nos contempla con sorna. Carraspea y, después de aclarse la voz, nos pregunta muy solemne, como si fuera un actor en medio de una obra de teatro: “¿Han visto todo lo que puede pasar en un baño amarillo?”.

Apuntes desde un baño amarillo” es un cuento perteneciente al libro La habitación amarilla, a publicarse próximamente en septiembre de 2021 y reproducido en purgante con total autorización del autor.

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