Hay libros que se reciben como cartas de amor escritas por un desconocido. El que tengo ahora frente a mí, Una guía sobre el arte de perderse (Capitán Swing), es uno de esos libros. O una de esas cartas. Rebecca Solnit es el nombre de su autora. Si Walter Benjamin afirma que para conocer una ciudad lo deseable es prescindir de mapas y perderse en ella, las personas también perdemos nuestro rumbo en ocasiones para -pasado un tiempo- reencontrarnos a nosotras mismas.
Una de las cosas que más hermana a los seres humanos es la fragilidad. Aunque no lo parezca, todos somos vulnerables y, a veces, voluntaria o involuntariamente, perdemos la orientación, la inercia natural del tiempo y el espacio. Un fracaso, una pérdida, una ausencia inasumible nos llevan a encrucijadas que nunca hubiéramos imaginado. ¿Quién no ha buscado la estabilidad y se ha encontrado -en el fragor ciclotímico de los días- con noches desiertas, silencios y soledades? ¿Quién no ha sucumbido alguna vez a la mecánica automática de la desidia, a la proyección constante del miedo en una noche de insomnio? ¿Qué persona, en la cima de su pena, no ha deseado en algún momento poner fin a sus días?
Extraviarse, dice la escritora norteamericana, es a veces una elección voluntaria, e implica un reto complejo: ser capaz de sumergirse en la incertidumbre y el misterio. Una guía sobre el arte de perderse es un paseo por ese territorio hostil que -por desconocido- de golpe nos sorprende una mañana. Y es también un catálogo de extravíos, de extraviados: Yves Klein en el cromatismo azul de sus lienzos; Allan Poe en sus delirios alcohólicos; Thoreau en su paraíso de Walden. Pero, sobre todo, este ensayo es un desafío al conformismo y la rutina articulado por la memoria de la autora. A lo largo de todo el libro comparecen sombras, presencias luminosas del pasado: la abuela materna perdida en los abismos de la amnesia, una amiga de juventud caída por sobredosis de heroína, un amor ausente que vive dentro de un bosque.
Rebecca viaja por el mundo, rememora episodios de su vida y escribe: “Esas noches sola en moteles de pueblos perdidos del país donde no conozco a nadie y nadie que me conozca sabe dónde estoy, noches transcurridas en compañía de cuadros extraños que me ofrecen un descanso temporal de mi biografía y en las que me he perdido, pero sé dónde estoy”. ¿Quién no ha experimentado esa sensación alguna vez? ¿Quién no guarda memoria de esos íntimos tránsitos? Escribir es una manera de fijar lo provisional, de mantenerse alerta frente al miedo. Recuerdo noches como esas. Noches donde la libertad del anonimato fija nuestra soledad en el espejo de todas las soledades. Noches que nos revelan un perfil inédito de la realidad, un asombro nuevo a la espera de otro paso futuro.
Igual que Rebecca Solnit, hago un ejercicio de introspección y recuerdo. Recuerdo los veranos de mi juventud: los rostros amados, los silencios azules, las noches eléctricas. Recuerdo los libros, las músicas, las ciudades. Las sombras presentes del pasado. Las sombras presentes del presente. Aquellos que todavía están, aquellos que ya se fueron. Me acuerdo de ti. Pienso en la fraternidad de las palabras. Pienso que escribirte es una manera de conectarme con el mundo. Que mandarte una carta es tener la certeza de que alguien que está muy lejos va a escucharme.
El azul de la distancia es el título que pone la autora a los capítulos pares de su carta, de esta misiva dividida en fragmentos. El acto de errar por los márgenes, de bucear en los recuerdos, de invocar el lenguaje de los sueños le conduce a los paisajes de la memoria. Solnit piensa en las calles de San Francisco, en la épica urbana de Joy Division, en los discos de blues que escuchaba en la adolescencia. Solnit piensa en las montañas de Canadá; yo dibujo un bosque azul que Rebeca conoce. Pienso en las cartas que ella ha escrito para mí, en las que yo he escrito para ella. Revivo mi muerte reciente y evoco un abrazo y un beso muy suave encendidos de ternura. Descubro que la llave que cerró la puerta de mi angustia tenía la forma de sus manos.
Pienso en la fraternidad de los afectos: en la lealtad, la piedad, la compasión. Pienso que tu nombre es un abrigo contra la intemperie de los días. Pienso en las palabras que Simone Weil le escribió a un amigo suyo que estaba muy lejos: “Amemos esta distancia, toda ella tejida de amistad, pues los que no se aman no pueden ser separados”. Pienso que estas palabras pueden ser el comienzo de una carta de amor para ti.