Perdón, Neruda
yo también quise ser poeta:
y escribir mi biografía
con gotas de agua
y con la sangre de mis dientes.
Neruda, yo también quise
escribir poemas preciosos:
en donde los caballos galoparan,
en los que el mar se enfureciera,
en donde las hojas bailaran con el viento
y las mariposas hicieran elegías
con el abominable color de sus alas.
Si te contara Neruda,
que un día desperté:
mirando hacia el abismo
interminable de mi pecho,
tratando de encontrar
un poco de luz y esperanza:
y adentro solo habían coágulos de sangre
anidados por un hostil enjambre
de enfermas cucarachas.
Perdón, Neruda
porque en mis manos
tuve las «Odas Elementales»
y de mis dedos jamás brotó:
un gran verso, o la estirpe de un poema,
jamás la imagen de una casa
o la del silbido de los pájaros:
solo un cuenco lleno de luz
y una interminable gota de sangre.
Después de todo, Neruda:
—incluida la aberración del fracaso—
puedo decir que hice todo cuanto quise
y terminé de construir y lo construido
también se desmoronó.
Me despido, Neruda
diciéndote que en ocasiones:
las garras del insomnio me cortan el sueño
y cuando escribo en las madrugadas:
dejo mi escritorio como un charco de sangre,
como un pozo inhabitable y sin salida,
como una llamada de emergencia
de quien ansía volver al vientre de su madre
y alejarse de una agonizante pesadilla.