Categorías
Editorial

Diatriba y reconciliación hacia la metafísica de un hasta pronto

La ordinaria e inmutable certeza de que todo en la vida tiene un final.

Por: Eduardo González.

Para papá:

Siempre me dijiste que era uno con las palabras, que llegaría lejos si tan sólo las pusiera en términos menos… prosaicos; que aprovechara mi facilidad de palabra y de aguda, aunque ácida retórica. Hoy, no puedo, me encuentro sin palabras, o más bien, sin respuestas. ¿Qué tan lejos llegarán estas palabras? No lo sé, y siendo sincero, no importa. Si tan sólo pudieran llegar a ti, sería mucho más que suficiente, más de lo que pudiera pedir en una y mil vidas.

Perderme en un océano interminable de letras y expresiones, con todo recurso posible que pueda ponerse a mi disposición, en este momento suena superfluo, vano y fútil, pues no existe en un solo idioma del hombre una serie coherente, lógica -o ilógica- de describir lo que siento, o más bien, de expresarte lo que quisiera.

Hace un mes que partiste. El recuerdo, el recuento de los daños del día más funestamente importante de mi existencia, es extrañamente contradictorio: se palpa invasivo y ubicuo, sobrecogedor, y sin embargo, se siente como una pesada y cegadora niebla: fría y húmeda que permea hasta los huesos. Las llamadas, los mensajes, las muestras de amor, cariño y compasión que surgieron de toda vida que tocaste; todo es tan claro y a la vez tan nuboso. Todo se conforma en un estado amorfo y caóticamente organizado de agridulces palabras y sentimientos que chocan, donde se borraron las líneas entre la amargura de tu partida y la celebración de la infinita luz que nos dio el simple hecho y privilegio de haber compartido este mundo contigo.

Me trajiste al mundo con tus propias manos, me criaste como nadie hubiera podido de mejor manera, me diste consejo y me preparaste, tanto como ser humano y como médico para enfrentar la posibilidad – la inminencia, en confianza y cotidianeidad, de que algo así podía, e iba a suceder en algún momento. Me entrenaste para poder afrontarlo frío y profesional, sin miedo a la latente y desgarradoramente ordinaria e inmutable certeza de que todo en la vida, tiene un final. Que hay que saber, no temer, que un día, partiremos. Y que hay que creer en algo más allá de nosotros mismos; parafraseándote: “El hombre es místico por naturaleza”. 

Me queda creer, aunque me cuesta hacerlo, pues no puedo, tras innumerables horas y momentos que se estiran infinitamente en lo profundo de la relatividad de mi limitada psique, que la vida tenga tan inceremonioso final. ¿Qué sentido tiene? Dímelo, por favor, porque no lo encuentro. Sé que si me adentro en tratar de encontrar dicha respuesta, no sólo no la encontraré, sino que me perderé de mi propia vida y sanidad en una búsqueda inútil. Y sin embargo, habiéndolo comprendido, la pregunta persiste.

¿Qué clase de dios, en qué clase de universo, permiten que alguien tan sabio, tan habilidoso, tan gentil y lleno de amor y vida, que dedicó cada segundo posible a ayudar a los enfermos, y cada otro segundo a desvivirse por su familia, sea llevado por una puta plaga? No sólo es triste de una manera que no logro articular, sino es injusto. Mi conclusión lógica sería entonces que la justicia es un artificio humano y que la injusticia es dolor irreconciliable sin aspiraciones ni posibilidades de catarsis. La injusticia es una fuerza natural, como un tornado, como un terremoto, valga la redundancia, como una plaga…

Si me notas enojado, si me lees triste, si me sientes confundido, es porque lo estoy, Pa. En un momento pasé de ser un adulto buscando sentido a su vida laboral y metas profesionales, a ser un niño indefenso, buscando tus manos, de tu abrazo y de que me aseguraras que todo iba a estar bien, como siempre, que todo se iba a arreglar. ¿Siempre lo hubo hecho, no? Pero no sucedió. Trascendiste, y lo más doloroso es que no pudiera sostener tu mano en ese momento, ni acariciar tu cabello o besar tu frente, ni decirte que te amo y que estoy contigo, y que nunca más podré volver a hacerlo. 

Doy gracias que nunca me faltaron oportunidades, ni como infante ni como adulto para demostrarte que eres la persona más importante en mi vida, a lado de mi mamá, pero aun así, para mi corazón, no es suficiente; te necesito y te extraño cada momento. No sabes cuánta falta me haces, como mi mejor amigo, como la persona a la que más le confié mi vida, como mi héroe y ejemplo, como mi papá.

Los entretiempos de este mes me han dado, en pausas, todas las maneras para buscarte: en imágenes, videos, documentos, conversaciones, cualquier cantidad de oportunidades para conocerte todavía más profundamente; leo cómo te expresabas, lo cariñoso y amigable que eras, carajo, me sigues llevando de la mano a la escuela en cómo ser un doctor y un hombre. Es tu ejemplo, Pa, si de alguna manera puedo hacerte sentir orgulloso, que sea siguiendo tus pasos, tratando de emularte, y de llegar a ser aunque sea una pequeñísima, infinitesimal parte del hombre que has sido tú, ya habré ganado todo lo que es importante en esta vida. 

Qué egoísta de mi parte es querer haber permanecido con más de ti, cuando me diste todo. Pero no puedo conciliar el hecho de no verte, ni escucharte, más que dentro mío. Todavía no puedo, y a toda sinceridad, no sé si podré algún día.

Lo que sucedió después, lo sentí al principio como un saco de ladrillos impactando mi rostro, y a medida que pasa el tiempo, me convenzo más de que es más como tratar de detener un tren con las manos: el dolor es un vacío adormecedor que te resquebraja sin permitirte desorganizarte. Enfrentarlo es tanto una labor titánica como un hecho ineludible, es una dimensión dentro de sí misma, y la pérdida es sólo su catalizador. Y sin embargo, con el tren andando y sabiéndome inconsolable,  invariablemente arrastrado por él, resisto, pues me ofrece un salto de fe. Pues no te perdí, estás conmigo en cada momento, y te siento a mi lado, estoico y amoroso, con esa sonrisa eterna, cierto con el legado de que todo va a salir bien. Hoy ya no dudo de Dios, pues te encuentras con él, siendo parte de él. 

Tu hijo. Que siempre te ha amado, que siempre te amará. Eduardo. Hasta mañana, y nos vemos pronto, no muy pronto, pero pronto. No me despido, y nunca lo haré. Te amo, Pa.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *