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El cine bajo la influencia de Gena Rowlands

Ante la devastadora partida de la monumental Gena Rowlands, la redacción purgante se propuso conversar sobre algunas de las películas que marcaron su periplo vital e interpretativo en el cine de autor.

Opening Night (1977)

Ser testigos de la creación de una obra de teatro a través del cine es una experiencia muy interesante, puesto que nos permite asomar la mirada a un mundo normalmente vedado para los espectadores, nos mueve frente y detrás de bambalinas para contarnos los secretos del proceso de creación del arte escénico.Y si encima esto se da a través de los ojos de John Cassavetes, y de la mano de quien fuera su pareja, musa e inspiración, la primera actriz Gena Rowlands, la vivencia cobra una intensidad sumamente especial. En el filme Opening Night asistimos a la preparación de una obra protagonizada por las estrellas Myrtle y Maurice (Rowlands y Cassavetes), quienes, en un juego dual y arrebatador, interpretan simultáneamente dos papeles, en un ejercicio magistral de metalenguaje, con unos personajes que se encuentran en contraposición y en discordancia con aquellos que están preparando. La gran Gena, quien obtuvo el Oso de plata como mejor actriz por esta película, encarna estos dos roles mediante una interpretación soberbia, y un desdoblamiento que es muestra de su amplio rango interpretativo, navegando entre el mundo real y el representado sobre el escenario, mientras enfrenta a sus más temidos demonios y vuelve su mirada al interior en busca de respuestas a la tremenda crisis existencial que la atormenta como actriz madura que teme a la vejez y a tener que renunciar a la fama que la mantiene viva. En medio de un marcado realismo narrativo brotan algunos instantes que buscan romperlo de forma violenta. En ellos aparece una misteriosa mujer que con su juventud y belleza arrastra a la protagonista -que incluso podría ser su yo de otros tiempos-, hasta tocar el fondo de sus terrores. Un fondo del que emerge completamente devastada, y la vemos desorientada durante la función de estreno, en la que termina desnudando por completo su alma frente a un público en éxtasis -el de dentro y el de fuera de la película- ante tan singular y sorprendente representación. 

A Woman Under the Influence (1974)

Gena Rowlands tuvo en 1974, bajo la dirección del que entonces era su marido, John Cassavetes, el desafío de retratar el desequilibrio emocional y mental de toda una época. Hablar de lo setenta es hablar de una década en la que todo el abanico de trastornos mentales que hoy se han identificado estaban englobados en la simple idea de la locura casi melodramática. Mabel Longhuetti, personaje protagonista del filme, interpretado legendariamente por Gena, es una mujer oprimida por el sistema que le impone todas las normas de conducta con las que debe actuar una mujer casada, madre y devota a su esposo, sin importar como sea el contexto que la rodea; sin importar de qué manera se comporten frente a ella todos los individuos con los que se relacione. El lenguaje cinematográfico del padre del cine independiente americano impregna a toda la película, pero es precisamente Gena Rowlands la que funciona como puntal y palpitación de la obra. Las capacidades histriónicas de Rowlands devienen en un mosaico de emociones que, aunque muestran una salud mental en franca decadencia, son todo menos lineales; dicho de otra forma mientras la psique de Mabel avanza en un crescendo inexorablemente de crisis en crisis cada vez más graves, la interpretación de Gena logra transportar dicho camino de un solo sentido a ese panel multiforme de emociones, que no es más que la verdadera forma que tiene el abatimiento mental a partir de un cúmulo de trastornos que van desde la ansiedad hasta la esquizofrenia. A Woman Under the Influence, acaso la película más lograda de uno de los directores más influyentes en la historia del cine, es una tremenda catarsis de violencia de género y una exhaustiva tesis sobre la realidad de una época; de la cual, sabiendo verle las coyunturas, se podría traducir a la realidad de prácticamente todas las épocas de la condición humana. Todo ello es posible gracias a la interpretación monumental y al despliegue ante la cámara de una actriz en estado de gracia. 

Así habla el amor (1971)

Moskowitz (Seymour Cassel) ha pasado la noche con una mujer joven, vigorosa, atractiva y parlanchina. Desde que se reunió con ella hasta el amanecer, él permanece en silencio. Increíble pero cierto, no ha hablado. Eso es algo muy extraño en su persona, pues es un tipo que nos ha manifestado que su carácter es impulsivo a través de la oralidad, incluso se comunica a gritos. No es alguien que sepa callar, pero se ha callado junto a la chica. Lo interesante es que el motivo de su enmudecimiento no es la muchacha sino Minnie (Gena Rowlands), una dama atormentada con quien había salido antes y a la que le dijo convencido -mientras cenaba alterado un hot dog- que es la indicada para destinar sus deseos de amar. Su silencio se prolonga en la desesperada visita que le hace a Minnie para hacerle saber que está dispuesto a todo con tal de demostrarle que es el hombre nacido para quererla. Apela al mutismo para dedicarse a abrazarla y escucharla, para permitirle que se desahogue y se sincere al confesar sus miedos. A estas alturas de la película, John Cassavetes nos mantenía sacudidos por la violencia que su personaje (sin acreditar) había ejercido contra Minnie. Era imposible borrar su imagen y sus acciones hasta que, como director, nos cimbra con el silencio de Moskowitz, un lenguaje tenue y fuerte a la vez que emplea como realizador para indicarnos que callar es una expresión noble, dura y genuina para escuchar a los dos corazones hambrientos de cobijo, el propio y el ajeno, el de él y el de ella. Es justo en este momento de encuentro cuando viene a la memoria un zoom in y un zoom out que Cassavetes utiliza al presentarnos por primera vez a Minnie durante el diálogo que sostiene con otra mujer y le comenta que “el cine nos ha tendido una trampa”, porque no existen en la vida real hombres como Humphrey Bogart y Clark Gable. En efecto, no los hay. Cassavetes se sale de ese cine hollywoodense tramposo para introducirnos en su cine con un protagonista masculino que rompe con los estereotipos cinematográficos del galán y que se asemeja mucho a los hombres reales que no esconden sus defectos ni su naturaleza pero que están abiertos a correr el riesgo de desnudar el alma, no sin antes perder el temor a sí mismos y arañar la certeza de que son capaces de aceptar a su contraparte con la responsabilidad que eso implica. A diferencia de Rick, papel personificado por Bogart en Casablanca, película que disfruta ver en el cine, Moskowitz no quiere quedarse con el recuerdo de lo que fue sino perpetuar el instante de la compañía al lado de la mujer que le movió el piso en cuanto la conoció. Esa mujer es ni más ni menos que Minnie, o Gena Rowlands, una actriz que devora la cámara y se desenvuelve en escena de tal manera que el espectador olvida que es un personaje ficticio. Cuando ella observa, cautiva. A sus miradas no hay escapatoria. No seduce, enamora. Conquista a partir de reflejarnos en sus ojos lo mismo que muchos conocemos con precisión: el desconocimiento de amar. Despierta la voluntad de descubrirlo entre sus brazos, tal como le sucede a Moskowitz. Él transmite ese sentimiento inexplicable desde el silencio, ella con la mirada y Cassavetes con su estilo para narrar el amor como cineasta, como un artesano que esquiva la romantización para confeccionar una película tan cercana a las heridas, dolores y aspavientos que los humanos dejamos sobre un camino que anhelamos nos conduzca a coincidir con nuestra Minnie o nuestro Moskowitz. Aunque lo difícil no sólo es coincidir sino permanecer después de. Rowlands, Cassel y Cassavetes asumen ese reto en una historia que se parece a una ficción. Bueno, lo es, sin embargo logran que pensemos lo contrario y allí radica uno de los tantos atributos que distinguen a Así habla el amor

Otra mujer (1988)

A principios del año 2021, The New Yorker publicaba jubiloso: La actriz de cine más importante y original de más de medio siglo es Gena Rowlands. Musa de John Cassavetes, dos veces nominada al Oscar y ganadora del Golden Globe y el Emmy, Gena Rowlands trabajó con el director Woody Allen a finales de los años 80, protagonizando la película dramática Otra mujer (1988), donde interpretaba a la profesora de filosofía Marion Post, que, interesada en escribir un libro, se aísla en un viejo departamento donde escucha las sesiones de psicoanálisis de un doctor con sus pacientes, lo que la lleva a una profunda reflexión sobre su propia existencia. Se trata de un ejercicio casi teatral, donde Woody Allen se pretende serio y no puede ocultar su obsesión con el cine de Ingmar Bergman, ayudándose, incluso, del cinefotógrafo Sven Nykvist, colaborador habitual del director sueco; la luz baña los primeros planos de una Gena Rowlands intensísima, escuchando confesiones prohibidas que la hacen replantearse su vida, pensar en las culpas que atormentan y en las oportunidades que se pierden. No podría decirse que Otra mujer es un Allen queriendo ser Bergman; en realidad, el neoyorkino hace suya una historia en apariencia sencilla pero compleja en términos psicológicos, abordando los temas que siempre le han preocupado, resumidos en una frase: “la inutilidad de existir”. Es difícil imaginar a otra actriz protagonizando el filme; la voz en off de Gena Rowlands, como una narradora que se confiesa ante Freud, va guiando a un espectador que al final de la cinta, también reconsiderará su historia y los hechos que lo han llevado hasta ese momento. No importa si se tienen 30, 40, 50 o 60 años, la propuesta de Allen es provocar una cuestión: ¿los recuerdos son algo que se tiene, o algo que se ha perdido? Rowlands entrega a una Marion fuerte, inteligente, pero también vulnerable ante una psique traicionera; solo la sabiduría que se consigue con los años, permitirá una luz de esperanza y con ello, un nuevo comienzo. Otra mujer no es una película menor de Woody Allen y el cuarteto protagonista (Mia Farrow, Ian Holm, Gene Hackman y Rowlands), todo un tour de force, lo demuestra con interpretaciones puntuales, desnudando la complejidad de personajes siempre al límite de la pasión e incertidumbre.

Gloria (1980)

Me gusta pensar que con la puesta en escena de Gloria, John Cassavetes buscaba homenajear a Gena Rowlands, que a su vez aprovechó la oportunidad para homenajear a Gloria Swanson, la estrella del cine mudo que antes habían reivindicado Norma Desmond y Billy Wilder en Sunset Boulevard. Esto sirve para entender la clase de binomio que encarnaron Cassavetes y Rowlands, marido y mujer fuera del plató, a la hora de intentar trazar una genealogía del cine americano. Desde luego que me resulta muy enternecedor que una historia que bajo cualquier otro tándem habría sido una película de género y nada más, respaldada por una gran casa productora y con un presupuesto abultado para los estándares de Cassavetes, haya sobrevivido como un testimonio social tan fiable sobre los bajos fondos de Nueva York, particularmente del barrio del Bronx. Pese a que Cassavetes, un neoyorquino orgulloso y excesivo como Martin Scorsese o Spike Lee, ya vivía en Los Angeles cuando escribió el guion de Gloria, la película tiene una gran ambición desmitificadora. Por eso la transición inicial del skyline neón de Manhattan que desemboca en el viejo Yankee Stadium, al sur del Bronx, en un vuelco eminentemente crepuscular, revela buena parte de sus intenciones discursivas. Una vez llegados a ese punto, la acción nos presenta a una familia puertorriqueña asesinada por la mafia italiana en su propio apartamento. Es ahí cuando Gloria Swenson, una antigua prostituta que vive a un lado, irrumpe para hacerse cargo del malcriado hijo de un soplón y, sin advertirlo, librar una guerra frente a sus antiguos colegas, liderados por un capo con el que estuvo vinculada sentimentalmente. Con todo y las innegables fisuras que presenta por momentos el guion —paliadas por la fuerza interpretativa de Rowlands—, la cinta, magistralmente musicalizada por Bill Conti, logra encumbrarse como una mirada visceral sobre el reverso de la ciudad más idealizada del mundo.

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