Desde niña, cuando estaba en Lerendipia sentía que me acompañaban todas las historias y todos los personajes que tanto mi abuelita como yo nos inventábamos. Cuando me sentía sola o sentía miedo, traía a mi realidad todo lo que habitaba en mi imaginación. Hacía una fiesta con los objetos, las cosas más grandes cobraban vida. El Rosenkranz, una de las más grandes reliquias de mi abuelita, a veces era mi barco, otras veces una alfombra voladora, o una concha gigante al fondo del mar. Su reloj de pie de madera tallada casi siempre era un dragón, que a veces era amigo y otras enemigo. Su péndulo era un collar gigante que le habían heredado sus ancestros y con el que podía hipnotizar a cualquiera, incluso a mí. Esa era su arma más poderosa. Mis armas en cambio eran muy variadas, podían ser cualquier objeto; a veces eran los cubiertos de plata, otras las campanas de cobre, bronce y hierro fundido que tenían el poder de dejar sordas a las personas y hacían que se volvieran locas. Otras veces los anillos o pulseras de mi abuelita que hacían algún tipo de magia según su color, material y forma. Pero mis armas preferidas eran los libros, ellos tenían el poder de transportarme a cualquier lugar para escapar de mis enemigos. Dependiendo de la aventura en la que me encontrara, a veces huía a un pueblo lejano rodeado de montañas, o me metía a un barco de piratas, o aparecía en un oasis en medio del desierto. No tenía límites, en Lerendipia todo era posible. Julio Verne y Mark Twain se quedaban cortos comparado con todo lo que podía vivir en un día en la tienda de antigüedades de mi abuelita.
Cuando me iba a casa muchas veces me llevaba objetos a escondidas que guardaba en el antiguo veliz de madera color menta que mi abuelita me había heredado, él era mi fiel compañero en todos mis periplos mentales. Cada que iba a la tienda me llevaba algunos juguetes, que intercambiaba por algunas reliquias de mi abuela. Trataba de ser discreta hasta que llegaba a mi habitación y sacaba mis grandes tesoros para seguir jugando con mis fantasías.
Un día me llevé a casa su antiguo Westclox de cuerda, un hermoso reloj que atesoraba en su interior lo que me parecía un viejo mapa y una brújula. La curiosidad me invitó a iniciar un viaje a través del cristal. Imaginé que tenía el poder de detener el tiempo. A los siete años creía tener un tesoro que todos querían y estaban buscando, pero que sólo yo podía tenerlo entre mis manos.
No sabía cómo hacer que funcionara el reloj, poco tardé en explorarlo, le di cuerda y unos minutos después comenzó a sonar estruendosamente. Era un despertador. Imaginé que el sonido de la alarma era una cuenta regresiva. Mis enemigos me habían colocado una bomba que muy pronto detonaría, tenía que salvar a todos mis juguetes, así que los escondí debajo de la cama para que no fueran víctimas del terrible ataque. De pronto se escuchó un golpe estrepitoso, sí, la bomba había detonado, mi mamá entró a mi habitación y se percató que había tomado sin permiso el reloj. Me dijo que teníamos que devolverlo. Yo me rehusé, incluso intenté engañarla, le dije que mi abuelita me lo había regalado, pero no me creyó. Cuando volvimos a la tienda mi abuelita no me regañó, ella sabía que siempre me llevaba cosas y después las regresaba. Ese era nuestro secreto. Se acercó a mí tiernamente como siempre lo hacía y me preguntó si lo quería, no dudé ni un segundo en decirle que sí. Me dio el reloj y me dijo que me estaba regalando algo muy valioso, no por su costo ni el material del que estaba hecho, ni siquiera por su pasado, sino por lo que representaba.
-Te estás llevando entre tus manos algo que si pierdes jamás recuperarás.
-¿Te refieres al tiempo o al reloj?, pregunté.
-A ambos, respondió
Mi abuelita me contó que las antiguas culturas medían el tiempo a través de los movimientos del sol, lo cual me pareció fascinante, pero me explicó que los humanos siempre habían estado obsesionados por controlarlo todo, así que inventaron el reloj.
Nos despedimos y volví muy feliz a casa acompañada de mi nuevo tesoro. Desde ese día mi reloj se convirtió en el protagonista de mis fantasías, era el heredero del sol, el objeto más sabio y poderoso que tenía. Mi reloj jamás marcó los segundos ni las horas, no quise condenarlo a esa vida, a esa eterna maldición que tenían. Así que le di el poder de predecir el futuro. Antes de que pudiera sucederme algo fatídico, sonaba, como una advertencia, y luego inexplicablemente perdía algo. Su alarma predecía la pérdida.
La última vez que mi reloj sonó, hizo un ruido diferente, mucho más fuerte. Pasaron algunos días y no había perdido nada, supuse que mi reloj después de tanto tiempo se había descompuesto. Se lo llevé a mi abuelita pensando en que quizás me ayudaría a repararlo, pero no pudo, desde hace algún tiempo había enfermado. Poco tardé en descubrir que mi reloj había anticipado la peor pérdida de mi vida: mi abuelita.
Mi abuelita cada día estaba más grave. Decidí dejar mi reloj en su habitación y lo coloqué a un lado de su cama sobre su buró. Mi mamá, sus hermanas y yo, velábamos su sueño. Las noches cada vez se hacían más pesadas, parecían eternas. Un día, acostada a su lado, vi el reloj, y pensé que después de tanto tiempo, quizás podía marcar las horas. Lo tomé y torpemente se me cayó. Mi abuelita se despertó por el ruido, la tomé de la mano para que estuviera tranquila y le cerré sus párpados, sutilmente con mis dedos. Levanté el reloj y me percaté que se había roto el cristal, intenté arreglarlo, pero fue en vano. Quise poner la hora y las manecillas simplemente ya no giraban. Sentí como mi abuelita me soltó la mano, supuse que se había quedado dormida. Recordé lo que me había dicho cuando me regaló el reloj, en ese instante me di cuenta que ya no estaba respirando, así fue como supe que estaba perdiendo entre mis manos lo más valioso de mi vida y que jamás lo recuperaría.
Después de su funeral, me llevé de su tumba una hoja grande que cayó de un árbol del panteón. Decidí llevarla a la tienda de antigüedades, donde mi abuelita me había hecho un espacio en una de sus vitrinas para mi colección de hojas secas. Muchas de ellas eran de los árboles de su jardín y muchas más de los viajes o momentos especiales que habíamos compartido juntas. Al igual que mi abuelita, también me había convertido en una coleccionista. Las hojas eran mis favoritas, porque en ellas podía reconocer el envejecimiento como parte natural y esencial de la vida. Busqué el veliz color menta, lo abrí y lo llené de mi colección de hojas secas. Después coloqué encima el reloj y escuché el crujir de algunas hojas que se rompieron por el peso. Así me sentía yo, como si una gran pesadumbre me hubiera roto por dentro. Cargué el veliz y lo acomodé abierto, justo encima del mostrador de la tienda. Mi abuelita merecía un funeral en Lerendipia, un altar donde siempre la pudiera encontrar. Prendí todas las luces, los candelabros y las velas que tenía. Y por fin lloré y lloré hasta sentirme vacía.
En mi reloj ahora el tiempo abuela, pero cada que entro a Lerendipia tengo un encuentro con mi Zita favorita.
El reloj es la séptima entrega de la serie Lerendipia.
PRIMERA ENTREGA: ROSENKRANZ
SEGUNDA ENTREGA: LAS CHINAS POBLANAS
TERCERA ENTREGA: LERENDIPIA
CUARTA ENTREGA: EL ESPEJO
QUINTA ENTREGA: EL VELIZ
SEXTA ENTREGA: LA JAULA.
Una respuesta en “El reloj”
[…] ENTREGA: LERENDIPIACUARTA ENTREGA: EL ESPEJOQUINTA ENTREGA: EL VELIZSEXTA ENTREGA: LA JAULA.SÉPTIMA ENTREGA: EL RELOJ.OCTAVA ENTREGA: LA CÁMARA.NOVENA ENTREGA: LA MÁQUINA DE […]