Segunda persona

No sé en qué momento el sueño traspaso a la realidad, o la realidad al sueño.

Sueño con una columna llena, repleta de espejos. De ser posible, en los sueños, o el sueño, que sea una pared entera, o dos o quizás tres. Para verme reflejada todo el tiempo. Desde que baje las escaleras, cuando camine de la sala al comedor. Me gusta ahí mirarme las piernas, en los espejos, en esa pared que se encuentra en medio de los libreros y los estantes. Es una pared pequeña, no más de metro y medio de ancho, pero va de piso a techo: parece infinita; y basta para mirarme entera, ahí siento que me pertenezco. También tengo sueños entre sueños, me imagino en mitad de un escenario, rodeado de espejos, también, y se parece mucho a la sala de casa, pero llena de luces tenues, un blanco aperlado, una luz que remarca el brillo que tiene mi piel, y no puedo dejar de mirarme, ahí, en el espejo, envuelta en el halo de luz, y me tiemblan las piernas y me siento bella como nunca. Sólo quiero mirarme, y mirarme. Como si estuviera dando un espectáculo en una especie de club nocturno de poca monta como los que alguna vez visité, esos lugares atestados de falsas beldades, donde se sentía una especie de deseo iracundo, insaciable; el sudor y el sexo, dominantes, llenos de deseos malhabidos, diría mi madre. Donde los beodos, de cualquier especie, ya sean empresarios exitosos y siniestros y obreros insatisfechos, gastan sus pocos billetes en piernas tonificadas, senos falsos, pliegues de piel y lencería agitante, en busca de saliva y secreciones de extraños que les hacen calmar la sed irreparable que los tiene en esa sequedad adolescente. Entre cubalibres y sudores pasan la noche. En esos lugares me sueño pero no soy nadie y nadie puede mirarme. Estoy sin estar. Porque en realidad estoy en casa, pero el éxtasis me llevó al Macumba, ese mi lugar, y sigo bailando como si me estuvieran viendo y para cuando me doy cuenta ya tengo el vestido por debajo de la cintura y me estoy recorriendo el cuerpo como urgencia, como si las manos fuera las de alguien más. Pero las manos de quién, me pregunto. Tengo que encender un cigarrillo porque estoy por explotar en un sinfín de sentidos que no puedo describir. Se termina y tengo que prender otro; la ceniza ya quemó la alfombra y sólo atino a pisarlo con el tacón, como si aquello fuera a solucionar algo. Y derramo líquidos sobre mi cuerpo, vasos de whisky que tengo servidos en una mesa de centro, para imitar los olores de aquél sórdido lugar. Y todo lo hago mientras bailo: fumo y bailo; me acaricio y bailo; me miro y bailo; bailo… y bailo, en compañía de mi deseo y del de mis fantasmas, en compañía de las sombras que van guardando aquella coreografía más liberadora que sensual, y en compañía del fantasma que materializa mis deseos. Me detengo pero no dejo de bailar, y sólo me pregunto qué diría mi madre, o qué me diría a mí, más bien. Marica, exhibicionista, hija de la mala vida, infame, qué hice yo para merecerte de esa manera. Ah, cómo lo repetía, mi madre, jamás cesaba. Así cómo, le preguntaba yo. Así, marica, infame, una hembra, que de nada te sirve lo que traes colgando entre las piernas, mírate, vestida con mis pieles, calzando mis zapatillas, mis tacones más altos, con mí maquillaje embadurnado en todo el rostro, me respondía. Madre, le decía yo, que tú de culpa no tienes ni un poco, más que habérmelo permitido todo, pero yo te agradezco esa permisividad, que si no habría tenido que ocultarme más y hasta de ti. Sí, de ocultarme. Y entonces volví del sueño y me volví a ver escondida de todos, jugando a la libertad, al deseo, a la vida real. Así, escondida como ahora lo hago frente al espejo, en la sala de mi casa. Solo, en mi deseo y libre, pero solo. Esto no es la libertad, entonces. Estas paredes, estos espejos, estas luces, y estos espectadores inexistentes no son ni significan libertad. Aturdida estoy por esta falsa libertada asfixiante. Y sólo recuerdo pocos lugares donde podía serlo de verdad, libre de verdad, como cuando salía y me apoyaban, y me decía, ay, Sandrita, que aquí nadie, pero nadie, óyelo bien, te hará el feo, que aquí puede ser tú. (Es un eco inagotable el de esas palabras.) Pero si ni siquiera sé quién soy yo, o no sé ni quién quiero ser. Y es que algo hay que nadie sabe nunca. Será miedo, deseo reprimido o esa falsa libertad pero yo no me creo a veces todo, y otras veces no me creo nada. Soy lo que soy ahorita, encerrada, reprimida, con el vestido sucio por las cubalibres que me derrame como si fuera baño celestial, y un olor rancio en conjunción con los cigarros que se consumían sin ser fumados. Que de marica e infame, como dice mi madre, no tengo nada, me digo yo como si me estuviera sentenciando. ¿Qué acaso vestirme de mujer y gozarlo me convierte automáticamente en alguien a quien han de atraerle los hombre? Ese alarde del que se jactan los de mente escueta me parece reprobable e hilarante, absurdo y delator. Su lógica me sirve para lo que sirve el espejo donde nadie se mira. Yo repudio a los hombres, comenzando por mi, conmigo, yo encabezo la lista, y cómo no, si miren cómo soy, un desastre de mediosdías que da shows a célibes imaginarios a mitad de la salacomedor del apartamento. Yo soy el primer hombre que más odio, y más cuando me visto de mujer (como si eso me impidiera de decidir o ser como sea que esto sea, o como sea que esto soy. Sigo parada en mitad de sala, frente al espejo, casi desnuda, con la peste de una borrachera de días adquirida en segundos, sola, sobre todo sola. Necesito volver del sueño, y aliviarme y dejar de llorar y tomar un baño. Me tengo que tirar este vestido al carajo, despintarme la boca de este rojo carmesí, retirarme las medias y romperlas, y quemarlas si es necesario, y esconder de nuevo bajo la tabla del armario estos tacones. Y subir a la recámara a vestirme como se debe, como Dios manda, diría mi padre. Basta. Miro el reloj, las dos de la tarde menos diez, y los niños, mis hijos, no tardan en llegar, porque hoy pedí el día en el trabajo para pasarlo con ellos, Van a llegar y vamos a comer juntos, lo que sea que Marcela haya preparado ayer por la noche, y comeremos mientras platicamos, eso haré, eso haremos. Que nadie sospeche realmente quién carajo soy yo; que antes de que eso, de que me descubran, prefiero que me maten a tiros frente a un pelotón de fusilamiento o que me declaren culpable en la corte de un crimen que yo no cometí, pero que me encierren, que me desaparezcan por siempre. Basta. Apenas me cambie y espere a los niños, pondré fin a esta rutina delirante y mísera de escondites, falsas libertades y represiones, basta de acusarme de ser yo a cada segundo. Quiero volver a sonreír todo el tiempo, aunque de ello penda mi vida, porque, qué pensarían ustedes de mí sí me miran de pronto como nunca me han mirado. No sé en qué momento el sueño traspaso a la realidad, o la realidad al sueño.


Afuera suena el timbre y apenas si lo oigo, debe ser la libertad que está llamando. La dejaré esperar. Segundos después ya no se oye ningún timbre sonar. Ahora sólo un crujir de llaves, como desesperados por hallarse ya al interior. Deben ser los niños, porque, los niños no tocan a la puerta, ellos traen llaves. Ellos pueden entrar.

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