Podríamos vivir sin estrellas
y acostumbrarnos,
como decía Auden,
sin el azul, el rojo y el verde,
a oscuras y sin semáforos
pero no sin amigos,
esos que fraguan los recuerdos de la memoria.
Los amigos van haciendo sangrías
con la experiencia de la vida,
pasan los años y se vuelven aromas conocidos,
delirios incluso,
como los platillos de la abuela.
Se vuelven anécdotas luminosas
de lo que ya no extrañamos.