Rifat Bramam, en Quetta. (Foto: Rubén Cortés)

Hijo, ¿cuándo regresamos?

Hace tres días, después de ver cómo una bomba destrozaba a su padre y a su hermano mayor en Yana, Kandahar, Alí Nawaz, un niño afgano de once años, se hizo hombre sin pedir permiso: agarró el medio millón de afganis que la familia había ahorrado para comprar una vaca, alquiló una pick-up y se fue con su madre y sus hermanas a la frontera con Pakistán.

El bombardeo que destruyó Yana, una aldea de apenas 100 habitantes, ha sido el más duro de los lanzados contra Kandahar desde que la aviación estadounidense inició los ataques contra Afganistán, el 7 de octubre: murieron 58 personas y 17 quedaron heridas.

“Sólo se salvaron quienes llegaron a la colina. A mi padre y mi hermano no les dio tiempo. Venían corriendo por el puente, delante del grupo. Escuché una explosión y vi mucha tierra con piedra, yerba y agua que salía disparada. Después el señor Saeef no me dejó ir a verlos. Pero yo sabía que estaban muertos”, me cuenta Alí.

Es la segunda ocasión que lo veo en el campo de refugiados afganos de Chaman, un conjunto de mil tiendas de campaña levantado hace una semana en la frontera con Afganistán, a 140 kilómetros de la suroriental ciudad paquistaní de Quetta.

La primera fue ayer, cuando todavía no llegaba su turno para acceder al campo y desde el otro lado de la alambrada trataba de convencer a un guardia para que lo dejara pasar, mientras su madre, con el cuerpo cubierto, y sus dos hermanas cuidaban, sentadas en la tierra, lo que salvaron del bombardeo: dos gallinas vivas y una cacerola.

—¿De qué vivía tu familia en Afganistán?

—Mi papá fabricaba ladrillos. Ahmad [el hermano] quería ser soldado, pero no lo era. Tenía un rifle y cazaba ciervos con el señor Saeef. Vendía carne y piel y quería comprarse una vaca. Una vaca es lo mejor porque no hay que comprar leche.

—¿Qué habías hecho el día de la bomba?

—Nada, porque los aviones aparecieron en la mañana. Siempre venían de noche. Por eso mi padre y Ahmad murieron. Si hubiera sido de noche estaríamos en la colina y no nos pasaba nada. En Yana todo el mundo dormía en la colina y volvía a la casa al otro día.

Hoy Alí se ha estrenado de manera formal como jefe de la familia Nawaz al firmar con su pulgar manchado de tinta para obtener la ración de lentejas, frijoles, aceite y avena que las Naciones Unidas entrega semanalmente a cada una de las 950 familias registradas en el campamento.

Pero Alí siempre ha permanecido muy cerca de su madre y dos hermanas (de 14 y 15 años) porque a veces, si el padre estaba ocupado, él las acompañaba a la calle: desde 1996, en Afganistán las mujeres tienen que estar custodiadas en público por un varón, aunque éste tenga tres años de edad.

Incluso ahora, en el campo de refugiados, ellas permanecen en la carpa que les destinó Naciones Unidas. Y de allí no podrán salir sin el consentimiento de Alí. Desde la muerte del padre y del hermano, este chico que tiene un rictus de amargura de persona mayor en el rostro, es el hombre de la casa.

Y ello, en una familia musulmana de Afganistán, significa que cuidará de que su madre jamás vuelva a mirar a otro hombre y que decidirá cuándo y con quién se casan sus hermanas.

Nervioso, con un gastado rosario de cuentas de sándalo entre las manos, Rifat Bamam, un anciano de 87 años sobreviviente del bombardeo a Yana, es el único afgano que está en Chaman en contra de su voluntad.

“Ya es noviembre hijo. Ya no hay pasto. Tenemos que bajar las cabras de la montaña”, repite Rifat a su hijo Kidmat, quien lo sostiene por las axilas mientras personal de Naciones Unidas los inscribe a ambos como nuevos huéspedes del único campo de refugiados afganos instalado en Pakistán.

Padre e hijo fueron de las 42 personas que salvaron la vida (y de las pocas que salieron ilesas) el martes en Yana. “Vivíamos en una de las colinas que rodean el pueblo. Siempre hemos vivido allí porque desde siempre mi padre crió cabras. Y ahora las crío yo. Los Bamam siempre han tenido cabras y han vivido en las colinas de Yana”, dice Kidmat.

La casa quedó intacta, pero las cabras murieron. Una bomba cayó encima del establo donde dormían: “No tengo valor para decírselo al viejo. Las cabras eran su vida. Tuve que traerlo a la fuerza porque no quería abandonarlas”.

Kidmat no esperó a hacer el recuento de los daños en el rebaño. Subió al padre en una furgoneta y no paró hasta Chaman, tras siete horas de camino.

“No quiero hablar del talibán. Soy un hombre religioso y en Afganistán no me faltaba nada. El negocio de las cabras es bueno en Afganistán. Pero tengo miedo. En la aldea murieron casi todos. No quiero morir ni quiero que muera mi padre”.

Pero el viejo Rifat insiste en volver a casa: “Kidmat, hijo, ¿qué hacemos aquí? Ya es noviembre, no hay pasto. Tenemos que bajar las cabras de la montaña. ¿Cuándo regresamos?”.

Están sentados uno junto al otro, sobre la arena calcinante del mediodía, con 37 grados a la sombra. El viejo, con los ojos cerrados, repite la letanía de las cabras, mientras el hijo le sostiene la espalda para que se mantenga erecto.

“Sí, papá. Ya vamos a volver”, dice Kidmat y le da un beso a su padre. En un pómulo: el único espacio sin barba blanca en el rostro del viejo Rifat.

(1 de noviembre de 2001)

Por la importancia que vuelve a tomar la guerra de Afganistán, regalamos a nuestros lectores esta historia que forma parte del libro “Crónicas de Guerra Afganistán e Irak en el frente de batalla” (Cal y arena, 2003), con la autorización del autor.

Rubén Cortés (Pinar del Río, Cuba, 1964). Periodista y narrador. Graduado de periodismo por la Universidad de La Habana. Radica en la CDMX desde 1995. Ha sido corresponsal de guerra. Autor de “Crónicas de guerra. Afganistán e Irak en el frente de batalla”; “Nueve meses en la eternidad”; “Cuba, Cuba”; “Un bolero para Arnaldo” y “Cuba sin ti”. Ha sido director de los periódicos La Razón de México y ContraRéplica. Es comentarista en el noticiero de Joaquín López-Dóriga en radio Fórmula y articulistas en diversos medios.

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