La paradoja de Ray Bradbury

Con Farenheit 451, el autor dio en el clavo. Con un martillo de goma, pero en el clavo adecuado.

Puta página en blanco. Tengo que abordarla del mejor modo posible sin que se note que no sé qué coño pretendo decir. Resulta difícil empezar algo de cero. Es el típico tópico de… ¿la humanidad? ¿Cómo cojones se empieza algo de cero? En cierta manera, ya está todo hecho. ¿Para qué complicarnos? Podemos repetir las mismas historias una y otra vez sin que nadie se dé cuenta, cambiando la época y los protagonistas. La mayoría de historias hablan sobre el amor, la verdad, política y revoluciones (a gran y pequeña escala). Sobre todo hablan sobre revoluciones. Ya sean tecnológicas, idiomáticas, sociales o artísticas. La humanidad se construye a partir de las revoluciones. Nos gustan tanto las revoluciones que incluso los motores las llevan de serie. Es imposible fabricar motores sin tener en cuenta las revoluciones. Paradójicamente, las revoluciones suelen darse a partir de un motor. Algo que las lleve a cabo. Deben coexistir. La fuerza y la debilidad. El movimiento y la quietud. El ruido y el silencio. Y así hasta que se acaben los antónimos. Se hace algo repetitivo. Monótono. Pero la historia en sí, resulta monótona. Algo se hace bien al principio, luego alguien lo pervierte y se jode todo. Desde el minuto cero hasta hoy. Hay historias basadas en el pasado, otras que se basan en el presente y algunas que predicen el futuro. Luego están las historias atemporales, como Farenheit 451. El fuego. La llama que lo prende todo. 

Hace unos diez años que no leo el libro, y a duras penas puedo recordar de qué iba. Siento si acabo de perder credibilidad al querer homenajear al autor. Pero es lo que hay. No es que esté aquí por eso. Lo único que me interesa en este momento es el título: Farenheit 451. A estas alturas, la mayoría de la gente conoce su significado. Es la temperatura a la que los libros arden. El libro trataba sobre eso, ¿no? Gobiernos que queman libros. Dictaduras fascistas basadas en la opinión única y absoluta de algún memo con el cerebro de corcho. Algo parecido al sistema capitalista actual. Algo parecido al nazismo. Algo parecido a, no sé, el control que sufrimos los humanos desde que nacemos. El control por sí mismo, no representa una amenaza mientras uno no se someta a él. Pero, claro, cuéntale eso a una masa amorfa de carne y bilis que acaba de pasar por el trauma natal. Un neonato sea seguramente el prototipo de persona que se mete en una secta. La de la vida, concretamente. Dudo que Bradbury pensara en esto mientras escribía dicha distopía sobre el control. A fin de cuentas, se ha hecho muchas veces. Lo de nacer, digo. Siempre en circunstancias y lugares distintos, pero existe un patrón común en la culminación del acto. El llanto. Es una acción que repetimos desde el día en que nacemos hasta el día en que morimos. Así de sencillo. Lloramos. Por distintas cosas, pero lo hacemos. Y todo se basa en el mismo trauma: el control. Un fuego abrasador que nos quema las retinas y nos genera ansiedad. Algo que se ha romantizado mucho. Demasiado. Mierda, he perdido el hilo. ¿A qué coño venía toda esta parrafada? 

Ah, sí. La paradoja. La paradoja de Ray Bradbury es que, con Farenheit 451, el autor dio en el clavo. Con un martillo de goma, pero en el clavo adecuado. Y es que actualmente la quema de libros no es una práctica que esté de moda, pero sí lo es la manipulación de la mente. Por otras vías, pero al fin y al cabo llegan al mismo puerto. La sugestión. Vivimos cegados por el odio y el egocentrismo que las multinacionales proyectan sobre nuestras cabezas. Nos matamos entre nosotros, entre los de abajo, mientras los de arriba lo contemplan con una copa de champán desde su torre de marfil. Hombres muertos. Mujeres muertas. Mar Muerto. Pero no se han dado cuenta de una cosa fundamental. Aquí abajo también hay fuego. Y lo que vamos a quemar no son libros, precisamente.    

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