Especial de series

Convocamos a la redacción para que reflexionara sobre alguna serie de televisión o plataformas de streaming que los hayan sacudido y conmocionado, o bien, en el mejor de los casos, que se haya convertido en una especie de paliativo para imponerse al largo encierro que parece no tener final.

Gilmore Girls (2000)

Son las once de la noche y acabo de pasar por un ataque de ansiedad —el segundo del día. Mis hijas están durmiendo, los pajaritos enjaulados de la vecina de abajo, por fin, han dejado de cantar, y solo se escucha el ruido de la calle y el tintineo del carillón de viento colgado en la entrada del pequeño departamento que estoy arrendando durante mi estancia aquí. En realidad necesito dormir. Llenarme de té con hierbas y acostarme hasta que mis problemas y la suavidad de mis almohadas sean solo uno. Pero no puedo. Necesito escapar a Stars Hollow, Connecticut hasta que me pasen las malas sensaciones. Me faltan palabras (en mi cuarto idioma) para expresar lo que representa la historia de la joven Lorelai Gilmore (Lauren Graham) y su hija prodigiosa Rory (Alexis Bledel). Gilmore Girls nos acompañó a mi madre y a mí durante nuestros años solas, en los cuales aprendimos que bastaba ser dos para ser una familia entera. Es, también, una serie que celebró a las niñas que preferían quedarse en casa a leer, antes que salir de carrete cada fin de semana. Una serie a la cual vuelvo y vuelvo cada vez que la vida falta de color, humor o un hermoso diseño de escenario. Sentándome, con un té de lavanda y el quinto Pop-Tart del día, siento las preocupaciones de hace diez minutos evaporándose al aire, como la gran mayoría de las calorías que consumen las protagonistas cada episodio. Comen, y no engordan. No duermen, pero rebosan de energía. Se dañan a sí mismas, a los que quieren, pero siguen siendo amadas y adoradas por la mayoría de su entorno. 

Six Feet Under (2001)

Lo más sencillo sería decir que Six Feet Under, dirigida por Allan Ball, es una serie sobre una familia que regentea una funeraria y que, por tanto, es una historia sobre la muerte o el luto o el llanto o cuerpos embalsamados o recuerdos de personas que no volverán nunca. Pero la serie es, además de todo eso, un relato total sobre la experiencia humana. En cinco temporadas, y a través siete personajes principales, dijo todo lo que había que decir entre el hiato de la vida a la muerte. Cada episodio comienza con una muerte pequeña o absurda, como todas las muertes, y el resto es la caótica sucesión de momentos en la vida de todos los personajes. Como si la historia dijera: sólo una pregunta tiene respuesta, y ya la conocemos. Hace algunos días, cuando supe que restaban sólo tres capítulos para que terminara de ver toda la serie, me vino encima una gran nostalgia. Repasé la historia como habría podido repasar mi propia vida y sentí tristeza, cierta melancolía. Hasta entonces nadie me había dicho que la televisión también podía ser capaz de causar eso. Y después ocurrió el capítulo final y ahí estaba yo, frente a la televisión, llorando como un niño que ha perdido algo por una serie que se transmitió por primera vez hace dos décadas: cuando yo era —claro— un niño que seguramente lloraba por haber perdido algo.

The Man In The High Castle (2015)

En su día resultó bastante controversial ver las banderas nazis por todo Times Square cuando ésta serie se estrenó. The Man in the High Castle propone una ficción de realidad alterna, en la cual el enemigo ganó la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos quedó dividido geográficamente entre nazis, nipones y una zona neutral. La serie está basada en el libro del mismo nombre, concebido por el genio de ciencia ficción Philip Dick, que también dio vida a Blade Runner. Me pareció una trama, además de interesante y original, con mucho que ofrecer en términos narrativos y de ritmo. La historia nos lleva desde el ángulo político, ficcional, a diferentes dimensiones. Los personajes principales viven atrapados en una realidad de opresión y totalitarismo. La llegada de un misterioso filme les muestra un mundo distinto, lo cual los lleva a la búsqueda de su liberación bajo la posibilidad de diferentes escenarios. Fascinante trama para los amantes de la ficción.

Merlí (2015)

Dentro del universo de cosas que suelo hacer (muy) mal, indiscutiblemente, una de ellos es consumir series. En innumerables ocasiones, títulos consentidos de las voces cinéfilas autorizadas y listas de favoritos que abruman mi timeline de Twitter han pasado frente a mis ojos sin logro mayor que verles un par de episodios; sin embargo, de vez en cuando aparece por ahí algún pequeño guiño (a menudo inconsciente) que hace quedarme pegado frente a la computadora como un niño que ve imágenes a color por primera vez. Y este es el caso de la serie española Merlí (2015). Lo que al principio parecía la clásica narrativa de un maestro que hace la vida imposible a sus alumnos para darles lecciones inolvidables terminó por convertirse, al día de hoy, en mi historia favorita. A través de las enseñanzas de los grandes pensadores de la historia, una banda de preparatorianos descubren de qué va la vida gracias a Merlí Bergeron (Francesc Orella), un profesor divorciado, egocéntrico y encantador, cuya única misión es hacer, a través de métodos algo peculiares, que la filosofía los excite. A lo largo de tres temporadas, vemos pasar el inicio de los mejores años de Pol, Bruno, Berta, Marc, Iván, Tania, Gerard, Joan, Mónica (la banda de los Peripatéticos), quienes encuentran en las palabras de Merlí el hilo conductor de sus vidas. «¿Por qué el pensar está mal visto? ¿No debería ser al revés? ¿No es más censurable la gente que no reflexiona sobre las cosas?». Te extraño, Merlí.

Fleabag (2016)

El humor se esconde en un pasado cargado de drama y dolor. Fleabag, una tragicomedia británica creada, escrita y protagonizada por Phoebe Waller-Bridge, estrenada el 21 de julio de 2016, aclamada por la crítica y compuesta por solo dos temporadas de seis capítulos cada una, es una serie basada en un monólogo con el mismo nombre. Cruda e irreverente, nos muestra la vida de una mujer soltera que, a sus treinta años, enfrenta una relación tormentosa con su padre y los traumas que arrastra con su hermana. Impecablemente escrita y producida, resalta por “romper la cuarta pared”. Existen múltiples intentos por sacar adelante un negocio propio, problemas familiares y relaciones fallidas amorosas y sexuales en las que fácilmente nos sentiremos identificados. Además, refleja la lucha constante por descubrir quién es en realidad, el tener que lidiar con los miles de matices que la componen y abrazar lo imprevisto. La serie está repleta de situaciones comunes sobre las que muchas veces nos da vergüenza hablar. Fleabag muestra el lado real del sexo, lo complicado de tener pareja, de mantener los estándares familiares y el hecho de aceptar que somos responsables de nuestras acciones. Aborda ese lado maduro y a la vez infantil que todos conservamos. A la vida, al final, aunque esté llena de drama, podemos exprimirla un poco para obtener mucho de comedia y felicidad.

Electric Dreams (2017)

Decidí ver Electric Dreams por mi interés en las obras distópicas y futuristas. Esta serie, que está disponible en Amazon Prime, está formada por diez capítulos independientes basados en los relatos de Philip K. Dick. Cada episodio de ciencia ficción nos plantea un posible futuro en el que se plasman las preocupaciones más profundas de nuestro planeta y de la sociedad humana. Comparada por muchos con Black Mirror, la considero como una perfecta excusa para adquirir y leer la primera entrega de los cuentos completos del autor. Todos los relatos, que desafían los límites de lo posible y que ponen como pretexto la tecnología, nos hacen reflexionar sobre temas atemporales y universales como la automatización de los trabajos, la empatía humana, el papel de la política en la sociedad, la inmigración, las crisis humanitarias, la supervigilancia de las multinacionales, la sanidad o el alarmante consumismo. Nuestro día a día disfrazado de sueños eléctricos. Con las diferentes historias de Electric Dreams podemos realizar un viaje de autodescubrimiento, acercarnos a múltiples ventanas y ser las mismas personas en dimensiones paralelas. Los puntos de partida, todos ellos sugerentes e ingeniosos, nos dejan con una sensación de tener que reflexionar sobre qué es aquello que nos define como humanos. Sobre la vida, la muerte, la libertad, la represión. Sobre la humanidad que se comunica a larga distancia. Siempre con un alto voltaje emocional. La naturaleza esquiva de la realidad. Unos delirios por nebulosas filosóficas y terrenales que extrañamente acaban teniendo mucho sentido. Y que nos hacen pensar en que nunca hay que pisar la capa más superficial. Con la misión de aterrizar y explorar.

Atypical (2017)

Hay algo específico en las historias que me atrae: la forma en que me las cuentan. No todos los tonos me gustan, no siempre una buena historia está bien narrada. Será por esta razón que no soy demasiado adicto a las series, pero aquellas que con las que llego a conectar las siento de alguna forma parte de lo que soy. Y Atypical es una de estas últimas. Escrita y creada por Robia Rashid para Netflix, es una serie que narra la vida de Sam Gardner (Keir Gilchrist), un chico de 18 años diagnosticado con trastorno del espectro autista (TEA). La trama se desarrolla en torno al contexto del protagonista: familia, amigos, escuela y sus relaciones afectivas. Nos plantea de manera inteligente una sociedad poco preparada (por supuesto me incluyo) para lidiar con relaciones que se salen del parámetro conocido, la aceptación de que existen otros caminos, la falta de oportunidades y la sobreprotección que unos padres tienen (¿deben tener?) con hijos/hijas diagnosticadas dentro del espectro. El guion está lleno de posturas inteligentes, con un toque de humor, sin dejar a un lado la parte crítica y concientizadora de la situación que se vive de forma diaria. A mi parecer, el punto más alto de la serie (además del arte que se presenta), el hilo conductor de la historia, es la narración en off del personaje principal, que va creando un símil entre la vida de los pingüinos y el sentir que tiene respecto a la vida. Una auténtica delicia.

Pose (2018)

Pose es una de esas series que no sólo llega, sino que atraviesa y nombra todo lo que ha sido silenciado durante décadas. Ambientada impecablemente en los ochenta, en la época de los ballrooms en Nueva York, y bajo el delicado velo de sus creadores, Ryan Murphy y Brad Falchuk, trasciende como una historia confeccionada a mano, profunda y entrañable en la que se aborda el VIH, los procedimientos quirúrgicos y las prácticas ilegales de la época para los transexuales, los prejuicios, las adicciones, el suicidio y el nacimiento del movimiento LGBT desde una perspectiva de identidad sexual y de género con iniciativas sociales y políticas que luchan contra la violencia y la discriminación. Pose engrandece a las minorías con personajes creados a la medida. El guion fue concebido con un hilo fino de alta costura y representado majestuosamente con las brutales actuaciones de Dominique Jackson, Billy Porter, Indya Moore, MJ Rodríguez y el mayor reparto transgénero de la historia. Las casas, los desfiles temáticos, los bailes, el glamour y los trofeos son apenas un complemento tan extravagante como fascinante que ornamenta a las familias lideradas por matriarcas transexuales, y por familias me refiero a los grupos de la comunidad LGBT, que por distintos motivos son excluidos de su propio entorno y encuentran entre ellos un lugar seguro donde poder ser, amar y cuidarse entre sí para defender sus derechos sin importar raza, género ni preferencias sexuales. Pose es un homenaje a la liberación sexual, un canto a la vida, un baile que visibiliza todos los cuerpos y todas las formas. Una fiesta. Una revolución.

Chernobyl (2019)

En la central nuclear de Chernóbil, técnicos, científicos y burócratas se encuentran nerviosos por lo que los números de su «experimento» les están exponiendo. Solo siguen órdenes de una persona autoritaria y, pese a que rechazan sus verdades, tiene una misión, una visión de lo que su corazón inhumano sabe que pasará, pero las vidas, para él, solo son cubos de entretenimiento. Jóvenes de la ciencia, que estaban en el lugar, se miran con asombro, terror, el pánico les rodea cada uno de los huesos abismales. Una explosión… viene el silencio. Chernobyl es, allende a su referencia periodística (Voces de Chernóbil, 1997, de Svetlana Aleksiévich), una obra solitaria que moldea la realidad como signo de advertencia de un posible futuro igual o peor. A pesar del potencial que tuvo para ser una historia representada en la pantalla grande, la pantalla chica le acogió un lugar, de donde el guionista Craig Mazin fue quirúrgico para contar demasiado, pero poco a la vez. Es esta reducción en la historia lo que hace que esta serie de HBO ocasione un efecto paroxista en los espectadores, pues a pesar de tener ciertos elementos de ficción —que complementan el tono documental—, en cada línea narrativa se aprecia una realidad, que es portentosa y tenebrosa, porque la advertencia de que el pasado puede seguir subsistiendo hasta nuestros días es evidente, sobre todo, en el rostro de los personajes que dejan ver su interior, su miedo a lo desconocido, las consecuencias de sus actos, la desesperanza. No es una serie que tiene un discurso moral, pero sí una reflexión y una crítica hacia los estándares políticos de la actualidad y que se alimentan de lo que ya se vivió. Puede ser que se reduzca a un producto político, pero lo verdadero, lo esencial de Chernobyl, es que nunca termina, es un final abierto; la audiencia ejerce una tarea, una labor: descifrar el mensaje.

Kalifat (2020)

En su estremecedor libro En el vientre de la yihad (Debate), la periodista zaragozana Alexandra Gil reúne un conjunto de testimonios descarnados de familias que han vivido la radicalización y huida de sus hijos a territorios controlados por el Estado Islámico. Familia nativas y cristianas en algunos casos, sin aparentes motivos para caer en las fauces del fundamentalismo practicado por las ramas más ortodoxas y retrógradas del islam. Kalifat, una refrescante serie dramática sueca, aborda una circunstancia similar, aunque desde la perspectiva de tres mujeres que se mantienen atrapadas entre Estocolmo y Raqqa, la ciudad siria erigida junto al río Eufrates que hasta hace no mucho permanecía junto a Mosul, en Irak, como los grandes bastiones del califato instaurado por ISIS. Resulta muy reveladora la manera de abordar la maquinaria propagandística del Estado Islámico dentro de las grandes capitales europeas, pero también la denuncia implícita que se posa sobre el abandono sistemático y la estigmatización de los gobiernos y las élites a todo lo que no se adhiera al arquetipo de ciudadano modelo occidental. Estamos, pues, ante un apasionante thriller que nos obliga a reflexionar sobre la derrota irrefutable de occidente con miras a integrar exitosamente en sociedad a migrantes desplazados y grupos étnicos minoritarios, especialmente si sus orígenes provienen de países con células terroristas. Ni siquiera el envidiable modelo de bienestar escandinavo logra salir bien librado. 

Mare of Easttown (2021)

Es bueno aclarar siempre que la sencillez no es lo mismo que la simpleza. Menos cuando se trata de contar una historia complicada, triste y espantosa que fácilmente puede caer en el terreno de lo banal o en un caudal de romantizaciones. Decía, por ello, hace tiempo, que el mayor acierto que encuentro en Mare of Easttown es que no está atestada de artificios. Avanza con naturalidad, de manera sencilla —que no simple— a través de los episodios. Abruma y espanta por esa veracidad. Mare Sheehan (Kate Winslet), madre y detective, en su pequeño pueblo de Pensilvania, recorre un largo y pantanoso camino que por momentos la asfixia: lucha por no perder la custodia de su nieto, lidia con la muerte insuperable de su hijo; vive con el hecho de ser vecina de su ex esposo, se encuentra siendo siempre el foco de cada situación que sucede en el pueblo: es la detective que tiene a su cargo la investigación de un asesinato que deviene en un cúmulo de tragedias. Brad Ingelsby escribió una historia de (la) policía procesal, pero también un drama familiar, un espejo donde hay que confrontarse con los miedos, esos fantasmas del pasado, sobre la esperanza, la nostalgia, y la violencia. El manejo del misterio es el sostén de la historia, y, paralelamente, Winslet, quien tiene sobre sí un papel protagónico que no la sobrepasa ni asfixia, y que, por el contrario, sí convoca a acompañar en los procesos: sentir delirio, el dolor, la continuidad y la resistencia.

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