Categorías
Historias

Inodoro

Diez números. Una simple hoja de papel. Y el peso de ambos desvaneciéndose con el sonido de una descarga de agua.


“Perderse también es camino”.

Clarice Lispector

La hoja estaba ahí, silenciosa y persistente, un vestigio de lo que alguna vez fue. No pesaba más que el aire atrapado entre sus líneas, y, sin embargo, su presencia era un ancla. Un murmullo constante, una picazón en la piel del alma, esa clase de comezón que solo se calma si se rasga la herida.

Era absurdo que diez números pudieran contener tanta promesa, tanta condena. Una cifra tras otra, tan definitivas como frágiles. Como un umbral que, con un solo paso, pudiera deshacer mes y medio de silencio entre ellos.

Pero entonces, en la penumbra de la habitación donde su hija dormía, la verdad se iluminó en un destello de piel y memoria: una foto, la primera. Dos rostros cambiados por el tiempo, por el amor, por la decisión de estar. Dos vidas entrelazadas en una certeza irrefutable.

El impulso nació de ahí, del amor más real que había conocido. Caminó con determinación hasta el estudio, arrancó la hoja con un furor que no era ira, sino un coraje distinto, uno que venía del deseo de ser libre. Evitó mirar los números para no memorizarlos, sintiendo cómo el papel se comprimía en su puño como un corazón palpitante.

Se dirigió al baño, levantó la tapa del inodoro y dejó caer la hoja en el agua. Observó cómo flotaba por un instante, frágil, casi desafiándola, como si esperara que cambiara de opinión. Pero no lo hizo. Se bajó la ropa interior y se sentó a orinar, sintiendo el calor de su propia decisión hundiéndolo, desintegrándolo en algo irrelevante. Una última transgresión, una última despedida.

Y entonces, el acto final: jaló la palanca y el agua lo arrastró sin resistencia, tragándose cada número, cada posibilidad, cada excusa. Se quedó allí, con las piernas desnudas y un latido acelerado, pero no de miedo. En su mente, la imagen nítida de un ancla soltándose, de su cuerpo liviano ascendiendo a la superficie.

Volvió a su estudio. La libreta quedó abierta, revelando la sombra de aquellos números impresos en la hoja siguiente, un eco casi invisible. Con la misma firmeza, la arrancó y la dejó caer en el bote de basura.

El resto de la noche transcurrió en gestos simples: el esmalte sobre sus uñas, la presión de sus dedos en la piel de su rostro, la cadencia de una página pasando a la siguiente.

Al amanecer, algo había cambiado. No era olvido, ni indiferencia, ni siquiera alivio absoluto. Pero había algo distinto en el aire, en su pecho. Como si, sin darse cuenta, hubiera escapado de un encantamiento.

Diez números. Una simple hoja de papel. Y el peso de ambos desvaneciéndose con el sonido de una descarga de agua.