Las hamacas

A la niñez.

Y yo que todavía conservaba el gustito a café en mi boca cuando pasaste con la bici y la idea de ir a las hamacas, sabiendo lo mucho que me gustan, aunque por el tono de tu voz y la urgencia con la que pedaleamos supuse entonces que las hamacas no eran más que una simple excusa. La tarde marchándose a nuestras espaldas como la mayoría de los días; y vos que te guardabas la charla, negándote incluso a dirigirme la mirada durante todo el trayecto hacia la plazoleta, nuestro rincón de catarsis construido a base de veranos y licuados de banana.

La cosa iba en serio, tan en serio que una vez llegados encaraste atolondradamente en dirección a las hamacas, sin detenerte siquiera a saludar a Jorge el puestero y Chicho San Bernardo, su perro batata. Nos sentamos así, quietos, silenciosos, cada uno en la hamaca que le correspondía, ya asignada por la vida, esas costumbres que no necesitan demasiada vuelta para las explicaciones. Tu flequillo mal cortado se peleaba con el viento; imagino a tu mamá pidiendo perdón a sollozos y se me escapa una risa, la forma en que contabas cómo se distrajo mirando las novelas turcas y vos sentadita y con los dientes bien apretados, rezándole a quien sea, exigiendo un milagro para evitar la desgracia.

El frío de tus manos pronto me regresó de aquel sueño distraído. Te descubrí afligida, con la mirada fija en el suelo, y esas manos que ahora tomaban un poco de temperatura bajo el abrigo de las mías, y las palabras que por fín escapaban lluviosas de tus ojos, rogando por mi ayuda, cayendo y cayendo hacia el pasto recién cortado.

Necesité de mucho tiempo para que los adultos entendieran la historia, aunque quizás ese fue el error común. No creo que hubiera mucho por entender. Tu mamá lo terminó aceptando en cuotas, a veces un tanto atrasadas. Los lunes y los jueves agarro la bicicleta y me voy a tu casa para merendar con ella. Comemos bizcochitos mientras tomamos café y miramos el cielo, las nubes, preguntándonos cuál de todas, y ella que quiere escuchar otra vez cómo te fuiste, cómo escapaste del suelo, así tal cual me lo pediste entre lágrimas, sin demasiadas vueltas para las explicaciones, y el ruido de las cadenas yendo y viniendo, y vos y yo despidiéndonos a carcajadas, a empujones de hamaca, sabiendo lo mucho que te gusta tocar las nubes con la punta de los pies.

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