¡Vaya obra peculiar y formidable nos ha regalado Oz Perkins con El Mono! Su quinto largometraje es, en igual medida, hilarante y horroroso, tierno y bestial, festivo y ominoso: un dulce cinematográfico tan extravagante que solo podría haber surgido de la mente de un hombre que ha enfrentado el trauma y decide reírse de él, aunque sea con una sonrisa macabra y humor tan negro como la tinta china.
Perkins, que como se sabe, es parte de la realeza de Hollywood (aunque sospecho que se estremecería ante el término), nos entrega una película que es tanto una confrontación de su propio pasado atormentado como una alegre y desquiciada incursión en los rincones más oscuros de la estupidez humana. ¡Y vaya incursión!
Comencemos con la premisa, que es tan extraña como brillante. Basada en una novela corta de Stephen King (aunque no se parece en nada al material original, salvo por el mono titular y su malévolo tocar del tambor -en el texto, platillos-), la película sigue a dos gemelos (interpretados con deliciosa dualidad por el super galán de The White Lotus Theo James, ¡desafiando su tipo de personaje no una, sino dos veces!) que son perseguidos por un mono de juguete maldito que parece predecir—no, más bien orquestar—las muertes más espectacularmente idiotas imaginables. El mono en sí es una criatura grotescamente encantadora, una pesadilla de cuerda que pega en su tambor, rompo-pom-póm, con el júbilo ominoso de un heraldo de la perdición. Podría decirse que el chango de marras es la verdadera estrella de la película, aunque Perkins, siempre el autor, se asegura de que cada fotograma sea tan exquisitamente macabro como el anterior.
Theo James es una revelación. Interpretando a ambos hermanos—el mayor, atormentado por la culpa, y el menor, imprudente y sociópata—ofrece una actuación tan matizada como escandalosa. En un momento es pura intensidad sombría, y al siguiente cae de bruces en un baño de sangre con la gracia cómica de una estrella del cine mudo. Es un doble papel que exige tanto gravedad como absurdismo, y James lo entrega con un estilo que hace preguntarse por qué ha estado relegado hasta ahora a papeles principales tan aburridos. Aquí, está desatado, y el resultado es simplemente exquisito.

Y luego está Tatiana Maslany, quien, aunque su tiempo en pantalla es lamentablemente breve, logra robar cada escena en la que aparece. En su rol de madre soltera de dos prepúberes que ha tenido malas jugadas en la vida, es adorable, sí, pero también ferozmente inteligente, aportando una calidez y humanidad a una película que de otro modo podría haber caído en el nihilismo absoluto. Su presencia es un recordatorio de que, a pesar de sus excesos sangrientos, El Mono es, en el fondo, una historia profundamente humana sobre la culpa, el duelo y las formas en que enfrentamos lo impensable.
Ah, pero no olvidemos al propio Oz Perkins. ¡Qué director! Versátil, audaz y sin miedo a confrontar los rincones más oscuros de su propia psique, Perkins ha creado una película que es tanto una meditación sobre el trauma como una celebración de lo grotesco. Uno no puede evitar pensar en su propio pasado trágico—las muertes muy públicas y traumáticas de sus padres, el legendario actor Anthony Perkins y la fotógrafa Berry Berenson—y ver en El Mono una especie de exorcismo.
La película está llena de momentos de humor negro tan oscuros que rozan lo superbestia, pero hay una ternura innegable bajo la superficie, una sensación de que Perkins está lidiando con sus propios demonios incluso mientras los libera con alegría en la pantalla.
La cinematografía de Nico Aguilar (sí, el mismo de Pedro Páramo) es simplemente divina. Cada fotograma es un cuadro de belleza sangrienta, con sombras tan profundas que parecen tragarse la pantalla. El estilo visual es una clase magistral de tensión y liberación, con Perkins usando la luz y la oscuridad para crear una sensación de fatalidad inminente que es tan opresiva como emocionante. Hay una escena al principio en la que la cámara se detiene en el mono, sus ojos vidriosos brillando en la penumbra, que es tan inquietante que equivale a un susto repentino—excepto, por supuesto, que no pasa nada. Es un testimonio de la habilidad de Perkins como cineasta que pueda extraer tanta tensión de tan poco.
Y luego está el humor. ¡Oh, el humor! Es negro como la tinta china, y mucho más hilarante por ello. Desde el momento en que el mono golpea su bataca por primera vez, señalando la primera de muchas muertes tremendistas, la película se regodea en su propia absurdidad. Hay una escena brevísima (y en long shot) con autobús escolar cargado de porristas que es tan exagerada que raya en lo festivo, y otra con una mujer en una piscina de motel que es tan ridícula como aterradora. Perkins, que no es ajeno (como actor) a la comedia, tiene un don para encontrar el humor en lo grotesco, y el resultado es una película tan divertida como aterradora.

Mención especial merecen los cameos, que son tan encantadores como inesperados. Adam Scott aparece en un papel paternal tan extravagante como breve, y el propio Perkins hace una aparición tan consciente de sí misma como exquisita como el repelente Tío Chip (¿ecos del Tío Ernie de Tommy, de The Who? No me sorprendería). Es un guiño al público, un recordatorio de que, a pesar de su oscuridad, El Mono es una película que no se toma demasiado en serio.
Y sin embargo, a pesar de su humor y horror, El Mono no es una película para todos. Es tan insípida como conmovedora, tan brutal como tierna, y tan idiota como brillante. Es una película que se regodea en sus propios excesos, sin miedo a traspasar límites y provocar. En ese sentido, no es muy diferente al trabajo de George A. Romero o John Waters en los años 70: películas que eran tanto sobre confrontar tabúes sociales de la manera más brutal posible como sobre entretener con sonoras carcajadas.
Perkins, como esos autores antes que él, entiende que el horror sin humor es solo un objeto contundente golpeando tu cráneo. Y aunque El Mono ciertamente golpea tu cráneo, lo hace con estilo, gracia y un sentido de alegría que el género suele olvidar.
Al final, El Mono es una película que desafía cualquier categorización fácil. Es una película de terror, sí, pero también una comedia, una tragedia y una meditación sobre el duelo. Es una película tan extravagante como profunda, tan bárbara como hermosa. No es para todos, pero para aquellos con el estómago suficiente, es una experiencia exquisita, superbestia y completamente satisfactoria.
Bravo, señor Perkins. Bravo.